Pope Francis at Leon Condou Stadium in Asuncion

ANSA

Texto completo del discurso del Papa a la sociedad civil paraguaya

16.30. Asunción. Encuentro en el estadio León Condou del colegio San José. El Santo Padre señaló que ‘el bien común se busca desde nuestras diferencias’

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El papa Francisco se reunió este sábado por la tarde con una amplia representación de la sociedad civil paraguaya en un encuentro celebrado en el estadio León Condou del colegio San José, en Asunción. 

Tras la ceremonia de bienvenida, el Santo Padre escuchó atentamente las preguntas de algunos representantes locales. Después fue respondiendo a las diferentes cuestiones. 

A continuación publicamos las palabras del Pontífice:

Queridos amigos, buenas tardes:

Yo escribí esto en base a las preguntas que me llegaron, que no son todas las que hicieron ustedes, así que lo que falta lo iré completando en la medida que voy hablando. De tal manera que, en la medida que yo pueda,  logre dar mi opinión sobre las reflexiones de ustedes. 

Y estoy contento de estar con ustedes, representantes de la sociedad civil, para compartir esos sueños, ilusiones, en un futuro mejor y problemas. Agradezco a Mons. Adalberto Martínez Flores, Secretario de la Conferencia Episcopal del Paraguay, esas palabras de bienvenida que me ha dirigido en nombre de todos. Y agradezco a las seis personas que han hablado, cada una de ellas presentando un aspecto de su reflexión.

Verlos a todos, cada uno proveniente de un sector, de una organización, de esta sociedad paraguaya, con sus alegrías, preocupaciones, luchas y búsquedas, me lleva a hacer una acción de gracias a Dios. O sea, parece que Paraguay no está muerto, gracias a Dios. Porque un pueblo que vive, un pueblo que no mantiene viva sus preocupaciones, un pueblo que vive en la inercia de la aceptación pasiva, es un pueblo muerto. Por el contrario, veo en ustedes la savia de una vida que corre y que quiere germinar. Y eso siempre Dios lo bendice. Dios siempre está a favor de todo lo que ayude a levantar, mejorar, la vida de sus hijos. Hay cosas que están mal, sí. Hay situaciones injustas, sí. Pero verlos y sentirlos me ayuda a renovar la esperanza en el Señor que sigue actuando en medio de su gente. Ustedes vienen desde distintas miradas, distintas situaciones y búsquedas, todos juntos forman la cultura paraguaya. Todos son necesarios en la búsqueda del bien común. «En las condiciones actuales de la sociedad mundial, donde hay tantas iniquidades y cada vez más las personas son descartables» (Laudato si’ 158) verlos a ustedes aquí es un regalo. Es un regalo porque en las personas que han hablado vi la voluntad por el bien de la patria. 

1. Con relación a la primera pregunta, me gustó escuchar en boca de un joven la preocupación por hacer que la sociedad sea un ámbito de fraternidad, de justicia, de paz y dignidad para todos. La juventud es tiempo de grandes ideales. A mí me viene decir muchas veces que me da tristeza ver un joven jubilado. Qué importante es que ustedes los jóvenes – y ¡vaya que hay jóvenes acá en Paraguay!–, que ustedes los jóvenes vayan intuyendo que la verdadera felicidad pasa por la lucha de un país fraterno. Y es bueno que ustedes los jóvenes vean que felicidad y placer no son sinónimos. Una cosa es la felicidad y el gozo… y otra cosa es un placer pasajero. La felicidad construye, es sólida, edifica. La felicidad exige compromiso y entrega. Son muy valiosos para andar por la vida como anestesiados. Paraguay tiene abundante población joven y es una gran riqueza. Por eso, pienso que lo primero que se ha de hacer es evitar que esa fuerza se apague, que esa luz que hay en sus corazones desaparezca, y contrarrestar la creciente mentalidad que considera inútil y absurdo aspirar a cosas que valen la pena: “No, que no te metás, no, eso no se arregla más”. Esa mentalidad, en cambio, que pretende ir más adelante es considerada como absurda. A jugársela por algo, a jugársela por alguien. Esa es la vocación de la juventud y no tengan miedo de dejar todo en la cancha. Jueguen limpio, jueguen con todo. No tengan miedo de entregar lo mejor de sí. No busquen el arreglo previo para evitar el cansancio, la lucha. No coiméen al réferi. 

Eso sí, esta lucha no lo hagan solos. Busquen charlar, aprovechen a escuchar la vida, las historias, los cuentos de sus mayores y de sus abuelos, que hay sabiduría allí. Pierdan mucho tiempo en escuchar todo lo bueno que tienen para enseñarles. Ellos son los custodios de ese patrimonio espiritual de fe y valores que definen a un pueblo y alumbran el camino. Encuentren también consuelo en la fuerza de la oración, en Jesús. En su presencia cotidiana y constante. Él no defrauda. Jesús invita a través de la memoria de su pueblo. Es el secreto para que su corazón – el de ustedes– se mantenga siempre alegre en la búsqueda de fraternidad, de justicia, de paz y dignidad para todos. Esto puede ser un peligro: “Sí, sí, yo quiero fraternidad, justicia, paz, dignidad”, pero puede convertirse en un nominalismo: ¡pura palabra! ¡No! La fraternidad, la justicia, la paz y la dignidad son concretas, sino no sirven. ¡Son de todos los días! ¡Se hacen todos los días! Entonces, yo te pregunto a vos, joven: “¿Cómo esos ideales los amasás, día a día, en lo concreto? Aunque te equivoques, ¿te corregís y volvés a andar?”. Pero lo concreto. 

Yo les confieso que a veces a mí me da un poquito de alergia, o para no decirlo así en términos tan finos, un poquito de “moquillo”, el escuchar discursos grandilocuentes con todas estas palabras y, cuando uno conoce la persona que habla, dice: “Qué mentiroso que sos”. Por eso, palabras solas no sirven. Si vos decís una palabra comprometéte con esa palabra, amasá día a día, día a día. ¡Sacrificáte por eso! ¡Comprometéte! 

Me gustó la poesía de Carlos Miguel Giménez, que Mons. Adalberto ha citado. Creo que resume muy bien lo que he querido decirles: «[Sueño] un paraíso sin guerra entre hermanos, rico en hombres sanos de alma y corazón… y un Dios que bendice su nueva ascensión». Sí, es un sueño. Y hay dos garantías: que el sueño se despierte y sea realidad de todos los días, y que Dios sea reconocido como la garantía de la dignidad nuestra como hombres. 

2. La segunda pregunta se refirió al diálogo como medio para forjar un proyecto de nación que incluya a todos. El diálogo no es fácil. También está el “diálogo-teatro”, es decir, representemos al diálogo, juguemos al diálogo, y después hablamos entre nosotros dos, entre nosotros dos, y aquello quedó borrado. El diálogo es sobre la mesa, claro . Si vos, en el diálogo, no decís realmente lo que sentís, lo que pensás, y no te comprometés a escuchar al otro, ir ajustando lo que vas pensando vos y conversando, el diálogo no sirve, es una pinturita. Ahora, también es verdad que el diálogo no es fácil, hay que superar muchas las dificultades y, a veces, parece que nosotros nos empecinamos en hacer las cosas más difíciles todavía. Para que haya diálogo es necesaria una base fundamental, una identidad. Cierto, por ejemplo, yo pienso en el diálogo nuestro, el diálogo interreligioso, donde representantes de las diversas religiones hablamos. Nos reunimos, a veces, para hablar… y los puntos de vista, pero cada uno habla desde su identidad: “Yo soy budista, yo soy evangélico, yo soy ortodoxo, yo soy católico”. Cada uno dice, pero su identidad. No negocia su identidad. O sea, para que haya diálogo es necesaria esa base fundamental. ¿Y cuál es la identidad en un país? –estamos hablando del diálogo social acá–. El amor a la patria. La patria primero, después mi negocio. ¡La patria primero! Esa es la identidad. Entonces, yo, desde esa identidad, voy a dialogar. Si yo voy a dialogar sin esa identidad el diálogo no sirve. Además, el diálogo presupone y nos exige buscar esa cultura del encuentro. Es decir, un encuentro que sabe reconocer que la diversidad no solo es buena, es necesaria. La uniformidad nos anula, nos hace autómatas. La riqueza de la vida está en la diversidad. Por lo que el punto de partida no puede ser: “Voy a dialogar pero aquel está equivocado”. No, no, no podemos presumir que el otro es
tá equivocado. Yo voy con lo mío y voy a escuchar qué dice el otro, en qué me enriquece el otro, en qué el otro me hace caer en la cuenta que yo estoy equivocado, y en qué cosas le puedo dar yo al otro. Es un ida y vuelta, ida y vuelta, pero con el corazón abierto. Con presunciones de que el otro está equivocado, mejor irse a casa y no intentar un diálogo, ¿no es cierto? El diálogo es para el bien común, y el bien común se busca, desde nuestra diferencias, dándole posibilidad siempre a nuevas alternativas. Es decir, busca algo nuevo. Siempre, cuando hay verdadero diálogo, se termina –permítanme la palabra pero la digo noblemente– en un acuerdo nuevo, donde todos nos pusimos de acuerdo en algo. ¿Hay diferencias? Quedan a un costado, en la reserva. Pero en ese punto en que nos pusimos de acuerdo o en esos puntos en que nos pusimos de acuerdo, nos comprometemos y los defendemos. Es un paso adelante. Esa es la cultura del encuentro. Dialogar no es negociar. Negociar es procurar sacar la propia tajada. A ver cómo saco la mía. No, no dialogues, no pierdas tiempo. Si vas con esa intención no pierdas tiempo. Es buscar el bien común para todos. Discutir juntos, pensar una mejor solución para todos. Muchas veces esta cultura del encuentro se ve envuelta en el conflicto. Es decir.. Vimos un ballet precioso recién. Todo estaba coordinado y una orquesta que era una verdadera sinfonía de acordes. Todo estaba perfecto. Todo andaba bien. Pero en el diálogo no siempre es así, no todo es un ballet perfecto o una orquesta coordinada. En el diálogo se da el conflicto. Y es lógico y esperable. Porque si yo pienso de una manera y vos de otra, y vamos andando, se va a crear un conflicto. ¡No le tenemos que temer! No tenemos que ignorar el conflicto. Por el contrario, somos invitados a asumir el conflicto. Si no asumimos el conflicto – “No, es un dolor de cabeza, que vaya con su idea a su casa, yo me quedo con la mía”- no podemos dialogar nunca. Esto significa: «Aceptar sufrir el conflicto, resolverlo y transformarlo en un eslabón de un nuevo proceso» (Evangelii gaudium 227). Vamos a dialogar, hay conflicto, lo asumo, lo resuelvo y es un eslabón de un nuevo proceso. Es un principio que nos tiene que ayudar mucho. «La unidad es superior al conflicto» (ibíd. 228) El conflicto existe: hay que asumirlo, hay que procurar resolverlo hasta donde se pueda, pero con miras a lograr una unidad que no es uniformidad, sino que es unidad en la diversidad. Una unidad que no rompe las diferencias, sino que las vive en comunión por medio de la solidaridad y la comprensión. Al tratar de entender las razones del otro, al tratar de escuchar su experiencia, sus anhelos, podemos ver que en gran parte son aspiraciones comunes. Y esta es la base del encuentro: todos somos hermanos, hijos de un mismo Padre, de un Padre celestial, y cada uno con su cultura, su lengua, sus tradiciones, tiene mucho que aportar a la comunidad. Ahora, “¿yo estoy dispuesto a recibir eso?”. Si estoy dispuesto a recibir, y a dialogar con eso, entonces sí me siento a dialogar; si no estoy dispuesto, mejor no perder el tiempo. Las verdaderas culturas nunca están cerradas en sí mismas –mueren, si se cierran en sí mismas mueren–, sino que están llamadas a encontrarse con otras culturas y crear nuevas realidades. Cuando estudiamos historia encontramos culturas milenarias que ya no están más. Han muerto. Por muchas razones. Pero una de ellas es haberse cerrado en sí mismas. Sin este presupuesto esencial, sin esta base de hermandad será muy difícil arribar al diálogo. Si alguien considera que hay personas, culturas, situaciones de segunda, tercera o de cuarta… algo, seguro, saldrá mal, porque simplemente carece de lo mínimo, que es el reconocimiento de la dignidad del otro. Que no hay persona de primera, de segunda, de tercera, de cuarta: son de la misma línea. 

3. Y esto me da pie para responder a la inquietud manifestada en la tercera pregunta: acoger el clamor de los pobres para construir una sociedad más inclusiva. Es curioso: el egoísta se excluye. Nosotros queremos incluir. Acuérdense de la parábola del hijo pródigo, ese hijo que le pidió la herencia al padre, se llevó toda la plata, la malgastó en la buena vida y, al cabo de un largo tiempo que había perdido todo –porque le dolía el estómago de hambre–, se acordó de su padre. Y su padre lo esperaba. Es la figura de Dios, que siempre nos espera. Y, cuando lo ve venir, lo abraza y hace fiesta. En cambio, el otro hijo, el que había estado en la casa, se enoja y se autoexcluye: “Yo con esta gente no me junto, yo me porté bien, yo tengo una gran cultura, estudié en tal o tal universidad, tengo esta familia y esta alcurnia. Así que con éstos no me mezclo”. No excluir a nadie, pero no autoexcluirse, porque todos necesitamos de todos. También un aspecto fundamental para promover a los pobres está en el modo en que los vemos. No sirve una mirada ideológica, que termina usando a los pobres al servicio de otros intereses políticos y personales (cf. Evangelii gaudium 199). Las ideologías terminan mal, no sirven. Las ideologías tienen una relación o incompleta o enferma o mala con el pueblo. Las ideologías no asumen al pueblo. Por eso, fíjense en el siglo pasado. ¿En qué terminaron las ideologías? En dictaduras, siempre, siempre. Piensan por el pueblo, no dejan pensar al pueblo. O como decía aquel agudo crítico de la ideología, cuando le dijeron: “Sí, pero esta gente tiene buena voluntad y quiere hacer cosas por el pueblo”. –“Sí, sí, sí, todo por el pueblo, pero nada con el pueblo”. Estas son las ideologías.  Para buscar efectivamente su bien, lo primero es tener una verdadera preocupación por su persona –estoy hablando de los pobres-, valorarlos en su bondad propia. Pero, una valoración real exige estar dispuestos a aprender de los pobres, aprender de ellos. Los pobres tienen mucho que enseñarnos en humanidad, en bondad, en sacrificio, en solidaridad. Los cristianos, además, tenemos además un motivo mayor para amar y servir a los pobres, porque en ellos tenemos el rostro, vemos el rostro y la carne de Cristo, que se hizo pobre para enriquecernos con su pobreza (cf. 2 Co 8,9). Los pobres son la carne de Cristo. A mí me gusta preguntarle a alguien, cuando confieso gente –ahora no tengo tantas oportunidades para confesar como tenía en mi diócesis anterior-, pero me gusta preguntarle: “¿Y usted ayuda a la gente?” –“Sí, sí, doy limosna”. –“Ah, y dígame, cuando da limosna, ¿le toca la mano al que da limosna o tira la moneda y hace así?”. Son actitudes. “Cuando usted da esa limosna, ¿lo mira a los ojos o mira para otro lado?”. Eso es despreciar al pobre. Son los pobres. Pensemos bien. Es uno como yo y, si está pasando un mal momento por miles razones –económicas, políticas, sociales o personales-, yo podría estar en ese lugar y podría estar deseando que alguien me ayude. Y además de desear que alguien me ayude, si estoy en ese lugar, tengo el derecho de ser respetado. Respetar al pobre. No usarlo como objeto para lavar nuestras culpas. Aprender de los pobres, con lo que dije, con las cosas que tienen, con los valores que tienen. Y los cristianos tenemos ese motivo, que son la carne de Jesús.

Ciertamente, es muy necesario para un país el crecimiento económico y la creación de riqueza, y que esta llegue a todos los ciudadanos sin que nadie quede excluido. Y eso es necesario. La creación de esta riqueza debe estar siempre en función del bien común, de todos, y no de unos pocos. Y en esto hay que ser muy claros. «La adoración del antiguo becerro de oro (cf. Ex 32,1-35) ha encontrado una versión nueva y despiadada en el fetichismo del dinero y en la dictadura de la economía sin rostro» (Evangelii gaudium 55). Las personas cuya vocación es ayudar al desarrollo económico tienen la tarea de velar para que éste siempre tenga rostro humano. El desarrollo económico tiene que tener rostro humano. ¡No, a la economía sin rost
ro! Y en sus manos está la posibilidad de ofrecer un trabajo a muchas personas y dar así una esperanza a tantas familias. Traer el pan a casa, ofrecer a los hijos un techo, ofrecer salud y educación, son aspectos esenciales de la dignidad humana, y los empresarios, los políticos, los economistas, deben dejarse interpelar por ellos. Les pido que no cedan a un modelo económico idolátrico que necesita sacrificar vidas humanas en el altar del dinero y de la rentabilidad. En la economía, en la empresa, en la política, lo primero siempre es la persona y el habitat donde vive.

Con justa razón, Paraguay es conocido en el mundo por haber sido la tierra donde comenzaron las Reducciones, una de las experiencias de evangelización y organización social más interesantes de la historia. En ellas, el Evangelio fue alma y vida de comunidades donde no había hambre, no había desocupación ni analfabetismo ni opresión. Esta experiencia histórica nos enseña que una sociedad más humana también hoy es posible. Ustedes la vivieron en sus raíces acá. ¡Es posible! Cuando hay amor al hombre, y voluntad de servirlo, es posible crear las condiciones para que todos tengan acceso a los bienes necesarios, sin que nadie sea descartado. Buscar en cada caso las soluciones por el diálogo. 

En la cuarta pregunta, he respondido con esto de una economía toda en función de la persona y no en función del dinero. La señora, la empresaria, hablaba de la poca efectividad de ciertos caminos. Y mencionaba uno que yo había mencionado en la Evangelii gaudium, que es el populismo irresponsable, ¿no es cierto? Y parece que no dan efecto, ¿no? Y hay tantas teorías, ¿no? ¿Cómo hacerlo? Creo que con esto que digo de una economía con rostro humano está la inspiración para responder a esa pregunta.

En la quinta pregunta creo que la respuesta está dada a lo largo de lo que dije cuando hablé de las culturas. O sea, hay una cultura ilustrada, que es cultura y es buena y hay que respetarla, ¿cierto? Hoy, por ejemplo, en una parte del ballet, se tocó música de una cultura ilustrada y buena. Pero hay otra cultura, que tiene el mismo valor, que es la cultura de los pueblos, de los pueblos originarios, de las diversas etnias. Una cultura que me atrevería a llamarla –pero en el buen sentido– una cultura popular. Los pueblos tienen su cultura y hacen su cultura. Es importante ese trabajo por la cultura en el sentido más amplio de la palabra. No es cultura solamente haber estudiado o poder gozar de un concierto, o leer un libro interesante, sino también es cultura mil cosas. Hablaban del tejido de Ñandutí. Por ejemplo, eso es cultura. Y es cultura nacida del pueblo. Por poner un ejemplo, ¿cierto? Y hay dos cosas que, antes de terminar, quisiera referirme. Y en esto, como hay políticos aquí presentes, –incluso está el Presidente de la República–, lo digo fraternalmente, ¿no? Alguien me dijo: “Mire, “fulano de tal” está secuestrado por el ejército, ¡haga algo!”. Yo no digo si es verdad, si no es verdad, si es justo, si no es justo, pero uno de los métodos que tenían las ideologías dictatoriales del siglo pasado, a las que me referí hace un rato, era apartar a la gente, o con el exilio o con la prisión o, en el caso de los campos de exterminio, nazis o estalinistas, la apartaban con la muerte, ¿no? Para que haya una verdadera cultura en un pueblo, una cultura política y del bien común, rápido juicios claros, juicios nítidos. Y no sirve otro tipo de estratagema. La justicia nítida, clara. Eso nos va a ayudar a todos. Yo no sé si acá existe eso o no, lo digo con todo respeto. Me lo dijeron cuando entraba. Me lo dijeron acá. Y que pidiera por no sé quién. No oí bien el apellido. Y después está otra cosa que también por honestidad quiero decir: un método que no da libertad a las personas para asumir responsablemente su tarea de construcción de la sociedad, y es el chantaje. El chantaje siempre es corrupción: “Si vos hacés esto, te vamos a hacer esto, con lo cual te destruimos”. La corrupción es la polilla, es la gangrena de un pueblo. Por ejemplo, ningún político puede cumplir su rol, su trabajo, si está chantajeado por actitudes de corrupción: “Dame esto, dame este poder, dame esto o, si no, yo te voy a hacer esto o aquello”. Eso que se da en todos los pueblos del mundo, porque eso se da, si un pueblo quiere mantener su dignidad, tiene que desterrarlo. Estoy hablando de algo universal.

Y termino. Para mí es una gran alegría ver la cantidad y variedad de asociaciones que están comprometidas en la construcción de un Paraguay cada vez mejor y próspero, pero, si no dialogan, no sirve para nada. Si chantajean, no sirve para nada. Esta multitud de grupos y personas son como una sinfonía, cada uno con su peculiaridad y su riqueza propia, pero buscando la armonía final, la armonía, y eso es lo que cuenta. Y no le tengan miedo al conflicto, pero háblenlo y busquen caminos de solución.

Amen a su patria, a sus conciudadanos y, sobre todo, amen a los más pobres. Así serán ante el mundo un testimonio de que otro modelo de desarrollo es posible. Estoy convencido, por la propia historia de ustedes, de que tienen la fuerza más grande que existe: su humanidad, su fe, su amor. Ese ser del pueblo paraguayo que lo distingue tan ricamente entre las naciones del mundo.

Y pido a la Virgen de Caacupé, nuestra Madre, que los cuide, que los proteja, que los aliente en sus esfuerzos. Que Dios los bendiga y recen por mí. Gracias.

Después del canto:

Un consejo, como despedida, antes de la bendición: Lo peor que les puede pasar a cada uno de ustedes cuando salgan de aquí es pensar: “Qué bien lo que le dijo el Papa a fulano, a sultano, a aquél otro”. Si alguno de ustedes acepta pensar así –porque el pensamiento suele venir, a mí también me viene a veces–, pero hay que rechazarlo: “¿El Papa a quién le dijo eso?” –“A mí”. Cada uno, quien sea: “A mí”. Y los invito a rezar a nuestro Padre común, todos juntos, cada uno en su lengua:

Padre nuestro…

Texto distribuido por la Sala de Prensa del Vaticano

© Copyright – Libreria Editrice Vaticana

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ZENIT Staff

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