Este galileo, hijo del Zebedeo, compartía el mismo nombre con otro de los apóstoles: el descendiente de Alfeo. Santiago era natural de Betsaida donde pudo nacer hacia el año 5 d. C. en una acomodada familia de pescadores. Fue uno de los elegidos personalmente por Jesús, quien le invitó a seguirle cuando se hallaba ganándose el sustento en el lago de Genesaret. Su hermano Juan, el «discípulo amado», que compartía con él la faena, también fue objeto de llamamiento en ese instante, y se apresuraron a ir en pos del Maestro por el que entregarían su vida. La inmediatez de su respuesta, dejando trabajo y familia al momento sin sopesar los riesgos ni detenerse a pensar racionalmente, signos que se manifestaron antes en Pedro y en Andrés, es una de las características del seguimiento, testimonio vivo para quienes son sorprendidos por Jesús en cualquier recodo del camino. Comprendieron en ese minuto que supuso el cambio radical de sus vidas lo que encerraba el espíritu inserto en sus palabras: «os haré pescadores de hombres». De algún modo entendieron que implicaban mucho más que sobrenaturalizar su oficio; les colocaba en el disparadero hacia el paraíso prometido.
Da idea de cómo sería el temperamento de estos jóvenes pescadores el sobrenombre que Cristo les dio: «boanerges», esto es, «hijos del trueno». Algunos pasajes evangélicos reflejan su primitivo carácter impulsivo e inmaduro. También una cierta osadía, no exenta de ingenuidad, pero en todo caso envuelta en la ambición y su inseparable egoísmo cuando secundaron a su madre en la petición de prebendas que hizo para ellos. El Redentor respondió con infinita paciencia, haciéndoles una observación que fue profecía. ¿Serían capaces de beber el cáliz? Su respuesta afirmativa fue corroborada por Él, y se cumplió en Santiago con su cruento martirio, pero el objeto de la conversación: saber si podrían ser encumbrados en el cielo uno a la derecha y otro a la izquierda, estaba en manos del Padre. Indudablemente, la impetuosidad y la pasión bien encauzadas son fuente de gracias. Así que la volcánica vehemencia que albergaba el corazón de estos hermanos tuvo en Jesús la vía genuina para seguir creciendo en la línea adecuada. Los dos despertaron el anhelo de incontables personas que, seducidas por esa cascada inagotable de pasión por lo divino que apreciaban en ambos, se dispusieron a entregar a Dios sus vidas.
Santiago, junto a su hermano Juan, y a Pedro, conforman una privilegiada tríada dentro de la comunidad de los Doce. Fueron testigos de momentos singulares que a otros discípulos les fueron vedados. Acompañaron al Redentor en instantes gloriosos y también dolorosos. Contemplaron la Transfiguración en el Monte Tabor, que ardientemente desearon haber podido prolongar, y de no haber sucumbido al sueño los tres habrían apreciado su terrible agonía en Getsemaní porque eran los que se hallaban más cerca de Él en esos momentos. Santiago estaba presente cuando Jesús devolvió milagrosamente la salud a la suegra de Pedro y resucitó a la hija de Jairo. Tuvo la gracia de ver al Maestro, ya Resucitado, al producirse su aparición en las orillas del lago de Tiberíades y se encontraba en Jerusalén en el momento de la venida del Espíritu Santo.
Tras la Resurrección, los discípulos dieron inicio a una labor evangelizadora que a algunos les condujo muy lejos de las fronteras en las que se habían movido. Según la tradición, Santiago llegó a España, dejando la huella de la fe directamente recibida de Cristo en dos lugares emblemáticos: Galicia y Zaragoza (la antigua Cesaraugusta). Primeramente habría pasado por la tierra gallega y una vez sembrado allí el evangelio se trasladaría a Zaragoza. En las orillas del río Ebro descansaría de las intensas jornadas apostólicas junto a un grupo de siete seguidores, los «Varones apostólicos», los únicos que se habían convertido. Afligido ante la dureza de corazón de las gentes en las que había hecho mella el paganismo, obtuvo el consuelo de la Virgen que se le apareció en esas riveras el 2 de enero del año 40 d. C. Se hallaba de pie, sobre una columna de luz rodeada de ángeles. Después de asegurarle que obtendría grandes frutos apostólicos, le encomendó que erigiese una iglesia levantando un altar justamente en el lugar donde estaba el pilar en el que reposaba. Acompañó su petición con la promesa de que Ella permanecería hasta el fin de los tiempos en ese sitio, «para que la virtud de Dios obre portentos y maravillas por mi intercesión con aquellos que en sus necesidades imploren mi patrocinio». Además, le indicó que regresara a Jerusalén después de materializar su ruego. Dicho esto, María desapareció y quedó la columna de jaspe en torno a la cual se edificó la iglesia solicitada, actual basílica de la Virgen del Pilar en la ciudad de Zaragoza.
Santiago volvió a Jerusalén, como Ella le había pedido, y el año 41 fue martirizado durante la persecución del rey Herodes Agripas. Fue el primer discípulo mártir. Luego, siempre según la tradición, su cuerpo, inicialmente sepultado en Jerusalén, fue trasladado por sus discípulos a Galicia. Sus restos se veneran en la catedral de Santiago de Compostela. Los estudiosos no se ponen de acuerdo a la hora de ratificar la fiabilidad de estos hechos. Además, hay discordancias como la datación de fechas que no encajan en la historia. Pero lo cierto es que la que se ha considerado su tumba dio lugar a la Ruta Jacobea, una de las corrientes más fecundas de la historia a todos los niveles espirituales y culturales, incesantemente recorrida por millares de peregrinos que acuden a visitarla desde hace siglos. Esta es la realidad incuestionable; no precisa ser contrastada. Otras vías, que tampoco están corroboradas, subrayan nuevas trayectorias del apóstol Santiago que pudo llevarle a Cartagena y a Lérida. Es el patrón de España y de otros muchos países del mundo, objeto siempre de gran veneración, especialmente en Latinoamérica.