Nació en Montepulciano, Italia, el 4 de octubre de 1542. El papa Marcelo II era tío materno suyo. Esta circunstancia, unida a su privilegiada inteligencia superior a lo ordinario, que presagiaba un futuro brillante para su vida, aunque no llegó a ser causa de tropiezo para él, bordeó las tentaciones de la vanidad y el orgullo. Su madre le advirtió de la gravedad de estas tendencias que le acechaban, no solo por ser familiar del pontífice sino por sus prodigiosas dotes intelectuales. De éstas dio constancia el rector de los jesuitas de su ciudad natal, quien ya lo consideraba «el más inteligente de los alumnos», vaticinándole una carrera prometedora.
Roberto podía haber dejado a un lado los consejos maternos, pero no lo hizo. Reparó en la fugacidad de las glorias de este mundo: «Estando durante mucho tiempo pensando en la dignidad a que podía aspirar, me sobrevino de modo insistente el pensamiento de la brevedad de las cosas temporales. Impresionado con estos sentimientos, llegué a concebir horror de tal vida y determiné buscar una religión en que no hubiera peligro de tales dignidades». Y sabiendo que podía ser designado obispo o cardenal, eligió ex profeso la Orden de los jesuitas para consagrar su vida a Cristo. Ingresó en ella en 1560. Creyó estar a salvo allí de ciertos honores, debido al veto impuesto por las constituciones que impedían a sus miembros aceptar tan altas misiones, pero se equivocó.
A pesar de su débil salud –uno de sus más grandes sufrimientos, porque le obligaba a efectuar periódicos descansos cada dos meses para reponerse–, llegó a la vida religiosa con una sólida formación filosófica y teológica recibida en el Colegio Romano, en Padua y en Lovaina, donde impartió clases de teología después de ser ordenado sacerdote en 1570. Luego se convirtió en titular de la cátedra de apologética del Colegio Romano ejerciendo en él la docencia desde 1576 a 1586. Fue siendo rector de este prestigioso centro cuando tuvo bajo su dirección a san Luís Gonzaga, a quien admiró por su excelsa virtud; quiso ser enterrado junto a su tumba. También estimó a su hermano jesuita san Bernardino Realino, aunque el afecto era mutuo. Cuando se vieron cara a cara en un viaje apostólico efectuado por Roberto, los dos se abrazaron postrados de rodillas; era un signo del altísimo concepto que tenían el uno del otro. Tras la despedida, Bernardino manifestó: «se ha ido un gran santo».
Fruto de las reflexiones de esa época en la que fue profesor del Colegio Romano surgieron las Controversiae, un éxito de ventas y objeto de constantes reediciones, texto de primera magnitud para defender la fe católica frente a las tesis de los protestantes. Escribió la obra a petición del pontífice. Tan fulminantes fueron sus argumentos para destronar al protestantismo que Teodoro de Beza, el teólogo calvinista francés, reconoció: «He aquí el libro que nos ha derrotado». Ese trabajo, junto con la Biblia, fue utilizado por san Francisco de Sales para combatirlos. En los escritos de Belarmino se advierten, junto a la Sagrada Escritura, referencias a los santos, destacando las alusiones a Jerónimo, Agustín, Gregorio Nacianceno y Juan Crisóstomo. No falta la presencia de otras glorias de la Iglesia como san Benito, san Francisco y santo Domingo. Distintas obras de este insigne jesuita, como Doctrina cristiana breve, al igual que ha sucedido con su Controversiae, han sido sucesivamente reeditadas y traducidas a varios idiomas.
Clemente VIII lo designó sucesivamente teólogo pontificio, consultor del Santo Oficio, rector del Colegio de los Penitenciarios de la basílica de San Pedro, miembro de los obispos, de los Ritos, del Índice y de la Propagación de la Fe, así como cardenal y arzobispo de Capua. Respecto a esta última misión, aún tratándose de la voluntad del Santo Padre, cuando se lo propuso diciéndole: «Le elegimos porque no hay en la Iglesia de Dios otro que se le equipare en ciencia y sabiduría», Roberto le recordó el veto impuesto a los jesuitas por sus constituciones para ostentar cargos. Pero el pontífice dejó claro que podía dispensarle del mismo. De modo, que para no incurrir en pecado mortal, tuvo que aceptar el cardenalato. Al tomar posesión de sus aposentos, implantó la austeridad que signaba su acontecer. «Las paredes no sufren de frío», manifestó al rogar que retirasen las espléndidas cortinas para dárselas a los pobres. Admirable predicador, aclamado y elogiado por su sabiduría y dotes oratorias, llegó al corazón de todos los que acudían a escucharle. Multitudes llenaban los templos esperando oír sus sermones, y similar acogida tenían sus palabras en las universidades por las que pasó.
Se cuenta que mientras transmitía la Palabra de Dios su rostro mostraba un brillo especial. Como le ha sucedido a otros insignes predicadores, sufrió una radical evolución en el modo de exponer los sermones. Así, al ver que las gentes se sentían llamadas a la conversión, se decantó por la sencillez y sobriedad del evangelio, después de haber pasado por una etapa de recargamiento y uso de elementos literarios. Fue un hombre de oración, reflexivo, humilde y obediente. Sus peticiones al cielo para no ser elegido pontífice tuvieron eco, pero poco faltó para recibir la designación ya que fue votado por la mitad del cónclave. Sus incursiones en el ámbito de la diplomacia en Venecia y en Inglaterra fueron de gran valía. Nunca había querido tener nada para él, pero lo poco que le quedaba tras su muerte lo entregaron a los pobres cumpliendo lo que dejó escrito en su testamento. En él rogaba también que sus funerales se oficiaran de noche desprovistos de solemnidad. Así se hizo después de su fallecimiento sucedido el 17 de septiembre de 1621 con fama de santidad. Pero no se pudo evitar que un impresionante gentío lo despidiera. Pío XI lo beatificó el 13 de mayo de 1923. También lo canonizó el 29 de junio de 1930, y en 1931 lo proclamó doctor de la Iglesia.