¿Qué es el Jubileo? ¿Cómo se distingue del celebrado por las comunidades judías en la antigüedad? ¿Por qué el papa Francisco ha convocado el Año Santo Extraordinario sobre el tema de la misericordia? ¿Y qué es la misericordia? ¿Qué significa perdonar los pecados? ¿Quién ha dado a la Iglesia este poder? ¿Y la misericordia interviene también en quien no cree o es fiel a otras religiones? ¿Por qué ha sido elegida la fecha del 8 de diciembre para dar inicio al Jubileo de la Misericordia? Para responder a estas y otras pregunta ZENIT ha entrevistado al cardenal Mauro Piacenza, Penitenciario Mayor ante el Tribunal de la Penitenciaria Apostólica.
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Eminencia, ¿dónde pueden los hombres encontrar hoy la Misericordia? ¿Hay un límite a la Misericordia divina? ¿Existen pecados tan graves que no pueden ser perdonados?
— Cardenal Mauro Piacenza: Esta Misericordia se encuentra, con seguridad, donde Cristo mismo ha querido encontrar al hombre: ¡en la propia Carne! Esta Carne de Cristo, Resucitada y Viva, es misteriosamente prolongada, por el poder del Espíritu Santo, de la Iglesia, que es su Cuerpo Místico. En la Iglesia, a través de esos hombres que Cristo mismo ha elegido, llamado y constituido ministros, la Misericordia aguarda a los pecadores y va personalmente a su encuentro en los sacramentos, especialmente en la reconciliación y la eucaristía.
Todos los sacramentos –y la Iglesia misma– son obra de la Misericordia de Cristo, en cuanto que, a través suyo, Él no solo “quita” el pecado, sino que lleva a los pecadores dentro de una plenitud de Vida, no merecida e inimaginable, tanto como para hacerles, junto a Él y “dentro” de Él, hijo de Dios. Esto sucede sobre todo a través del bautismo. Los hermanos ortodoxos dirían que el hombre es “divinizado” por Cristo. El sacramento de la reconciliación, después, renueva el don de nuestro bautismo, eliminando lo que contradice, o lo que se opone: el pecado
Esta misericordia Divina, que es Cristo, tiene la misma limitación que Su Amor, que es el mismo Amor del Padre. Incluso, a pesar de esto, conoce un límite, uno y solo uno, que coincide con ese límite que Dios mismo ha querido poner a su propia omnipotencia: la libertad del hombre. Si el hombre no acepta y no se abre a la misericordia que Dios le ofrece, con las propias elecciones y los propios actos concretos, lo rechaza, Dios no la impone. Pero Él, con divina paciencia, sin cansarse nunca –nos repite el papa Francisco– espera que el hombre se convierta, a lo largo de la peregrinación terrena, y ofrece a todos las gracias necesarias para que eso suceda.
Y cuándo termina el tiempo de esta peregrinación terrena, ¿qué sucede?
— Cardenal Mauro Piacenza: Cuando llega el momento, fundamental y sagrado –hoy demasiado olvidado–, de la “transición”, se abre para al hombre el llamado juicio particular: el alma, temporalmente desprendida de su cuerpo, se encuentra en la presencia de Cristo, Juez Justo y Salvador, que la evalúa, no se basa en sus convicciones subjetivas y tampoco respecto a las circunstancias en las cuales ha vivido, sino según sus obras, según la última orientación que las obras han dado a su corazón. La transición, en el fondo –y así el mismo destino eterno–, no es otra cosa que una imprevista “dilatación”, podríamos decir una “eternización” de nuestro último “instante presente”, que, despojado del pasar del tiempo, se encontrará delante de la Luz y la Verdad de Cristo, en esa misma “posición interior” que habíamos madurado en la tierra. De las obras juzgadas por Cristo, obviamente, son parte integrante el haber pedido u obtenido misericordia por nuestros pecados, el haber sido misericordioso nosotros mismos con el prójimo y el haber perseverado en la oración. El juicio particular, que seguirá, al final de los tiempos, el juicio universal y la resurrección de la carne, lleva inmediatamente –podríamos decir– el alma a su condición última: por una parte, se tiene la Salvación eterna, que puede vernos enseguida inmersos en la visión beatífica de Dios en el Paraíso, junto a todos los santos, a quienes está dedicada la próxima solemnidad, o vernos pasar por el fuego purificante del purgatorio; por la otra, sin embargo –¡Dios no lo quiera!– la perdición eterna, que llamamos infierno.
La realidad del purgatorio parecer estar hoy particularmente olvidada en gran parte de la predicación, ¿cree que aún es actual hablar de ellos? ¿Qué puede decir al hombre de hoy?
— Cardenal Mauro Piacenza: Que nada de lo que tiene que ver con nuestra persona no es importante a los ojos de Dios. La realidad del purgatorio, siempre actual porque es verdadera, afirma que Dios tiene tal infinita “estima” por la criatura humana y toma así “tremendamente” en serio nuestra libertad creada para –podríamos decir– “obedecerle”.
Él, leyendo en el Libro de Ezequiel, no quiere la muerte del pecador, sino que se convierta y viva (cf. Ez 33,11). Incluso, a pesar de que Dios quiera donar la vida al hombre, Él ha decidido respetar la libertad, hasta tal punto de permitirle decidir también “rechazar” definitivamente Su Amor, o acogerlo en la medida en la que permite, siempre con su libertad, que se documenta en las obras.
Si esta “apertura última” del corazón no fuera aún total, aunque orientado claramente a la Verdad de Dios, entonces el alma necesitaría una ulterior “dilatación”, de dejarse lo que prepara a la visión de Dios de la llama viva de Su Amor, como explica el tratado de la gran Santa y teóloga del purgatorio, Caterina de Génova, y cómo ha enseñado al Santo Padre emérito, en su segunda encíclica, Spe Salvi (cf. Spe Salvi, 48).
Para los que están en el purgatorio, sin embargo, habiendo terminado el tiempo de la libertad, ya no les es posible “merecer”, colaborar voluntariamente con la Gracia de Cristo. Estos hermanos pueden solo “recibir” tal gracia, que es obtenida por la oración de la Iglesia, la llamada “oración de sufragio”, que consiste, particularmente, en la ofrenda del sacrificio eucarístico, en las obras de caridad y en la limosna. Protagonistas de esta oración, además, son sobre todo María Santísima, icono perfecto de la Iglesia y Dispensadora de toda gracia, y después nosotros, que en virtud del bautismo vivimos en comunión con los fieles de todos los tiempos.
Por tanto, ¿también el sufragio es una forma de misericordia? ¿Quién puede beneficiarse?
— Cardenal Mauro Piacenza: ¡Ciertamente el sufragio es una obra insustituible de Misericordia! Esto tiene sus raíces en primer lugar y siempre, en la Misericordia de Cristo, que solo puede salvar y purificar el corazón del hombre, pero que, en su bondad, nos asocia a su obra de Salvación, haciéndonos así “cooperadores”. Sobre todo en esta cooperación, en este ser asociados a la Obra de Cristo, es el primer beneficio: somos conformados en el Señor, nos hacemos más partícipes de su pensamiento y sus sentimientos.
Se beneficia también nuestra fe, porque se extiende principalmente a las realidades invisibles y así, se “fortalece”. Finalmente se benefician seguramente, las almas del purgatorio, que reciben el “aliento” de nuestro sufragio, hasta su liberación definitiva.
Tal obra es tan grande e indispensable, que la Iglesia, en ocasión de la conmemoración de todos los difuntos, que celebramos el próximo 2 de noviembre, la enriquece con el don de la indulgencia plenaria, de la remisión de todas las penas temporales consecuencia del pecado, que “retienen” el alma en el purgatorio. Será posible ganar la indulgencia,
sólo para los fieles difuntos en esta circunstancia, a las habituales condiciones: confesión sacramental, en los ocho días precedentes o sucesivos, la comunión, la oración por las intenciones del Sumo Pontífice, el desapego de cualquier pecado, también venial, y la visita al cementerio del 1 al 8 de noviembre, o a la iglesia parroquial, de la tarde del 1 a la noche del 2 de noviembre.
Ésta, en el fondo, es precisamente la Misericordia de Cristo: atraviesa el Cielo y la Tierra, todo lo recoge en unidad, socorre a los hombre en el tiempo y los prepara para el paraíso, no mortifica la libertad, sino que la ensalza a alturas antes impensables, llamándola a dejarse amar, y amor en Él y con Él, y así cooperar en su misma obra de Salvación. Nos enseñe María Santísima, Madre de Misericordia a buscar la Misericordia, a amar la Misericordia, ¡a vivir así realmente la Misericordia!