En esta conmemoración de Todos los Fieles Difuntos, nuevamente nos encontramos frente a una vida breve, de intensa entrega a Cristo, que transcurrió sin notoriedad y se consumó sobrenaturalizando lo ordinario. Luigi, que ese fue el nombre que le impusieron en bautismo a este pasionista, fue el cuarto de los seis hijos habidos en el matrimonio de agricultores compuesto por Giuseppe y Filomena, que vieron partir de este mundo prematuramente a dos de ellos. Luigi nació en la localidad italiana de Trebbio perteneciente a Poggio Berni (diócesis de Rimini), región de Emilia-Romagna el 29 de abril de 1868. Su madre le educó en la fe cristiana, como haría con el resto de sus hijos.
Giuseppe murió a consecuencia del tifus cuando el beato tenía 4 años. No le dio tiempo a conocer las cualidades de este hijo estudioso, sensible, lleno de bondad, en el que fueron calando las enseñanzas que recibía en el hogar. Como sucedía entonces en tantas localidades, muchas veces eran los sacerdotes los que tomaban la iniciativa de acoger a los niños para proporcionarles adecuada formación. Luigi acudía el centro que había abierto el padre Angelo Bertozzi, con el que aprendió latín antes de ir a la escuela pública. Además, prestaba una ayuda inestimable a los suyos trabajando en el campo. Sufría al oír las blasfemias proferidas por un tío suyo, Bertoldo, que convivía con la familia, al que tuvo especialmente presente en sus oraciones, y no descansó en sus peticiones hasta que siendo ya religioso tuvo noticias de que había abandonado tan pésima y grave costumbre.
Su madre, como la gran parte del pueblo, además del párroco padre Filippo, sabía que el muchacho estaba en el buen camino y admiraba su excelente conducta. Ella había acudido al sacerdote para intercambiar impresiones sobre este hijo que la tenía admirada con su comportamiento, y en el que veía las trazas de un chico que apuntaba directo al cielo. Entonces Filippo le había dicho que Dios estaba trabajando en el corazón del pequeño quien le estaba respondiendo admirablemente. La madrina de Luigi, como otras personas cercanas, no dudaba de la gracia que resplandecía en él. Así lo dejaba entrever en sus comentarios, diciendo que parecía haber nacido para el paraíso. Y sí, era realmente un ángel, como iba a comprobarse.
La formación espiritual que recibía en el seno familiar se convirtió en la base sobre la que se asentó su temprana vocación. Y es que sus ensoñaciones se dispararon en 1880 al escuchar a los pasionistas del santuario de la Madonna di Casale, ubicado en las cercanías de Sant’Arcángelo que predicaban las misiones por la región. Ya estaba acostumbrado a las prácticas de piedad. Solía acudir a misa diariamente recorriendo a pie cinco kilómetros, tenía presente en su oración a personas a las que estimaba, como su abuelo que había fallecido seis años antes, impartía catequesis, y pasaba por encima de las habladurías de algunos vecinos que calificaban su conducta como propia de un santurrón.
No hay edad para el amor a Dios y el caso de Luigi es otra prueba de ello, ya que en ese momento tenía 12 años. Sin embargo, aunque era casi un niño, interpretó perfectamente el llamamiento interior que sintió para seguir a Cristo a través de ese carisma: «Te quiero pasionista». Habló de ello con el superior de Casale di Vito, pero se vio obligado a vivir en un compás de espera contando los días que le faltaban para cumplir los 14, edad en la que iba a ser admitido. El 2 de mayo de 1882 ingresó en el convento. Su madre y hermanos se quedaron llorando. Él los consoló diciendo: «Por mí no debéis llorar; yo soy verdaderamente feliz». Quería ser sacerdote, un gran misionero, y, sobre todo, ser santo. El 27 de ese mismo mes tomó el hábito y el nombre de Pío. En 1883 inició el noviciado en san Eutizio de Soriano. Luego regresó a Casale donde profesó el 30 de abril de 1884.
Mientras se formaba en los estudios eclesiásticos, que le hubieran llevado al sacerdocio, probaba fehacientemente su vocación con una vida de entrega y fidelidad en lo cotidiano. Alegre, estudioso, caritativo, modesto, obediente, generoso, dando muestras de saber estar en todo momento. Llamaba la atención su devoción por la Eucaristía, por Cristo crucificado y por la Virgen María. Tenía como insignes modelos para su vida a san Luís Gonzaga y a san Gabriel de la Dolorosa. Si su familia pensó alguna vez que podría sentirse defraudado en la forma de vida y lugar elegido para entregarla, habrían errado. Su hermana Teresa siempre que fue a visitarlo constató en su rostro el gozo que le envolvía. Una vez su madre le preguntó que si quería volver a casa, y su respuesta fue rotunda, inequívoca: «¡Ni por todo el oro del mundo!».
Su constitución física era frágil. Y a Dios Padre debía urgirle tenerlo junto a Él. Así, aunque recibió las órdenes menores, ni siquiera pudo convertirse en subdiácono porque la temible tuberculosis se cebó en él en 1888. Acogió serenamente la funesta enfermedad, y cuando su madre fue a verle la animó diciéndole que fuese fuerte, vaticinándole que se reunirían de nuevo en el cielo. Murió el 2 de noviembre de 1889 a sus 21 años, arrebatado por el amor divino, comunicando a los que le acompañaban en esos postreros instantes que la Virgen venía a por él. Según sus propias palabras, ofrecía su vida «por la Iglesia, el papa, la congregación, para la conversión de los pecadores, y sobre todo por el bien de mi querida Romagna». Sus restos se veneran en el santuario de Casale desde 1923. Juan Pablo II lo beatificó el 17 de noviembre de 1985.