Como cada domingo, el papa Francisco rezó el Ángelus desde la ventana de su estudio en el Palacio Apostólico, ante una multitud que le atendía en la Plaza de San Pedro. Dirigiéndose a los fieles y peregrinos venidos de todo el mundo, que le acogieron con un largo y caluroso aplauso, el Pontífice les dijo:
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
En este segundo domingo de Adviento, la liturgia nos pone a la escuela de Juan el Bautista, que predicaba “un bautismo de conversión para el perdón de los pecados”. Y nosotros quizá nos preguntemos: ‘¿Por qué nos tendríamos que convertir? La conversión es para el que de ateo se vuelve creyente, de pecador se hace justo. Pero nosotros no la necesitamos. Nosotros somos ya cristianos’. Podemos preguntarnos esto. Por tanto, ‘estamos bien’. Y eso no es verdad. Pensando de este modo, no nos damos cuenta de que es precisamente por esta presunción –que somos cristianos, todos buenos, que estamos en lo correcto– precisamente por esta presunción, es por lo que nos debemos convertir: de la suposición de que, en fin de cuentas, va bien así y no necesitamos conversión alguna.
Pero preguntémonos: ¿es cierto que en las diversas situaciones y circunstancias de la vida, tenemos en nosotros los mismos sentimientos de Jesús? ¿Es verdad que sentimos como siente Jesús? Por ejemplo, cuando sufrimos algún mal o alguna afrenta ¿podemos reaccionar sin animosidad y perdonar de corazón a los que nos piden perdón? Que difícil es perdonar, ¿eh? ¡Que difícil! ‘Me la vas a pagar: esta palabra viene de dentro, ¿eh? Cuando estamos llamados a compartir alegrías y tristezas, ¿sabemos llorar sinceramente con el que llora y alegrarnos con el que se alegra? Cuando debemos expresar nuestra fe, ¿sabemos hacerlo con valentía y sencillez, sin avergonzarnos del Evangelio? Y así podemos plantearnos tantas preguntas. No estamos bien. Siempre debemos convertirnos, tener los sentimientos que tenía Jesús.
La voz del Bautista grita aún en los desiertos de hoy de la humanidad, que son –¿cuáles son los desiertos de hoy?– son las mentes cerradas y los corazones duros, y nos provoca para que nos preguntemos si efectivamente estamos recorriendo el camino correcto, viviendo una vida según el Evangelio. Hoy, como entonces, él nos amonesta con las palabras del profeta Isaías: “¡Preparad el camino del Señor!”. Es una invitación apremiante a abrir el corazón y recibir la salvación que Dios nos ofrece incesantemente, casi con testarudez, porque nos quiere a todos libres de la esclavitud del pecado. Pero el texto del profeta dilata esa voz, preanunciando que “todos los hombres verán la Salvación de Dios”. Y la salvación es ofrecida a todo hombre, y a todo pueblo, sin excluir a nadie, a cada uno de nosotros: ninguno de nosotros puede decir: ‘Yo soy santo, yo soy perfecto, yo ya estoy salvado’. No. Siempre debemos aceptar este ofrecimiento de la salvación, y por eso el Año de la Misericordia: para avanzar más en ese camino de la salvación, ese camino que nos ha enseñado Jesús. Dios quiere que todos los hombres sean salvados por medio de Jesucristo, el único mediador.
Por lo tanto, cada uno de nosotros está llamado a hacer conocer a Jesús a cuantos no lo conocen aún: pero eso no es hacer proselitismo. No. Es abrir una puerta. “¡Ay de mí si no predicara el Evangelio!”, declaraba san Pablo. Si a nosotros el Señor Jesús nos ha cambiado la vida, y nos la cambia cada vez que acudimos a Él, ¿cómo no sentir la pasión de hacerlo conocer a cuantos encontramos en el trabajo, en la escuela, en la comunidad, en el hospital, en los lugares de reunión? Si miramos a nuestro alrededor, encontramos a personas que estarían dispuestas a comenzar o a volver a comenzar un camino de fe, si encontraran a cristianos enamorados de Jesús. ¿No deberíamos y no podríamos ser nosotros esos cristianos? Os dejo la pregunta: ¿De verdad estoy enamorado de Jesús? ¿Estoy convencido de que Jesús me ofrece y me da la salvación? Y, si estoy enamorado, ¡tengo que hacerlo conocer! Pero debemos ser valientes: allanar las montañas del orgullo y de la rivalidad, rellenar los abismos excavados por la indiferencia y la apatía, enderezar los senderos de nuestras perezas y de nuestros acomodamientos.
Que nos ayude la Virgen María –que es Madre y sabe cómo hacerlo– a derribar las barreras y los obstáculos que impiden nuestra conversión, es decir, nuestro camino hacia el encuentro con el Señor. ¡Él solo! ¡Solo Jesús puede dar cumplimiento a todas las esperanzas del hombre!
Al término de estas palabras, el Santo Padre rezó la oración mariana:
Angelus Domini nuntiavit Mariae…
Al concluir la plegaria, el Papa se refirió a la XXI Conferencia Internacional sobre el Cambio Climático que se está llevando a cabo en París:
Queridos hermanos y hermanas,
Sigo con gran atención los trabajos de la Conferencia sobre el clima en curso en París, y me vuelve a la mente una pregunta que hice en la encíclica Laudato si’ “¿Qué tipo de mundo queremos dejar a quienes nos sucedan, a los niños que están creciendo?” Por el bien de la casa común, de todos nosotros y de las futuras generaciones, en París todo el esfuerzo debería estar dirigido a mitigar los impactos de los cambios climáticos y, al mismo tiempo, a contrastar la pobreza y hacer florecer la dignidad humana. Las dos elecciones van unidas. Parar los cambios climáticos y contrastar la pobreza para que florezca la dignidad humana. Recemos para que el Espíritu Santo ilumine a todos los que están llamados a tomar decisiones tan importantes y les dé la valentía de tener siempre como criterio de elección el bien mayor para la familia humana.
Además, el Pontífice recordó el quincuagésimo aniversario de la eliminación de las sentencias mutuas de excomunión de 1054:
Mañana se conmemora el quincuagésimo aniversario de un acontecimiento memorable entre católicos y ortodoxos. El 7 de diciembre de 1965, en la vigilia de la conclusión del Concilio Vaticano II, con una declaración común del papa Pablo VI y del patriarca ecuménico Atenágoras, se eliminaban de la memoria las sentencias de excomunión intercambiadas entre la Iglesia de Roma y la de Constantinopla en 1054. Es realmente providencial que este gesto histórico de reconciliación, que ha creado las condiciones para un nuevo diálogo entre ortodoxos y católicos en el amor y la verdad, sea recordado precisamente en el inicio del Jubileo de la Misericordia. No hay un auténtico camino hacia la unidad sin una petición de perdón a Dios y entre nosotros, por el pecado de la división. Recordemos en nuestras oraciones al querido patriarca ecuménico Bartolomé y a los demás jefes de las Iglesias ortodoxas, y pidamos al Señor que las relaciones entre católicos y ortodoxos estén inspiradas siempre por el amor fraterno.
Sobre la ceremonia de beatificación de los mártires de la diócesis de Chimbote, el Santo Padre señaló:
Ayer, en Chimbote (Perú), fueron proclamados beatos Michael Tomaszek y Zbigniew Strzałkowski, franciscanos conventuales, y Alessandro Dordi, sacerdote fidei donum, asesinados por odio a la fe en 1991. Que la fidelidad de estos mártires en el seguimiento de Jesús nos dé la fuerza a todos nosotros, pero especialmente a los cristianos perseguidos en diferentes partes del mundo, para testimoniar con valentía el Evangelio.
A continuación, llegó el turno de los saludos que realiza tradicionalmente el Obispo de Roma:
Saludos a todos los peregrinos, llegados de Italia y de diferentes países. ¡Hay muchas banderas! ¿eh? En particular, al coro litúrgico de Milherós de Poiares y a los fieles de Casal de Cambra, Portugal. Saludo a los participantes en el Congreso del Movimiento de Compromiso Educativo de Acción Católica, a los fieles de Biella, Milán, Cusano Milanino, Neptuno, Rocca di Papa y Foggia; a los confirmand
os de Roncone y los confirmando de Settimello, a la Banda de Calangianus y al Coro de Taio.
Francisco concluyó su intervención diciendo:
Os deseo a todos un buen domingo y una buena preparación para el inicio del Año de la Misericordia. Por favor, no os olvidéis de rezar por mí. ¡Buen almuerzo y hasta pronto!
(Texto traducido y transcrito del audio por ZENIT)