Queridos hermanos y hermanas, buenos días.
Ayer abrí aquí, en la Basílica de San Pedro, la Puerta Santa del Jubileo de la Misericordia, después de haberla abierta ya en la catedral de Bangui, en Centroáfrica. Hoy quisiera reflexionar con vosotros el significado de este Año Santo, respondiendo a la pregunta: ¿por qué un Jubileo de la Misericordia? ¿Qué significa esto?
La Iglesia necesita este momento extraordinario. No digo que es bueno para la Iglesia este momento extraordinario. No no. La Iglesia necesita este momento extraordinario. En nuestra época de profundos cambios, la Iglesia está llamada a ofrecer su contribución peculiar, haciendo visibles los signos de la presencia y de la cercanía de Dios.
Y el Jubileo es un tiempo favorable para todos nosotros, porque contemplando la Divina Misericordia, que supera todo límite humano y resplandece sobre la oscuridad del pecado, podemos convertirnos en testigos más convincentes y eficaces.
Dirigir la mirada a Dios, Padre misericordioso, y a los hermanos necesitados de misericordia, significa poner la atención en el contenido esencial del Evangelio: Jesús, la Misericordia hecha carne, que hace visible a nuestros ojos el gran misterio del Amor trinitario de Dios. Celebrar el Jubileo de la Misericordia equivale a poner de nuevo en el centro de nuestra vida personal y de nuestras comunidades, lo específico de la fe cristiana. Es decir, Jesucristo, el Dios misericordioso.
Un Año Santo, por tanto, para vivir la misericordia. Sí, queridos hermanos y hermanas, este Año Santo se nos ha ofrecido para experimentar en nuestra vida el toque dulce y suave del perdón de Dios, su presencia junto a nosotros y su cercanía sobre todo en los momentos de mayor necesidad.
Este Jubileo, de hecho, es un momento privilegiado para que la Iglesia aprenda a elegir únicamente “lo que a Dios le gusta más”. Y, ¿qué es lo que “a Dios le gusta más”? Perdonar a sus hijos, tener misericordia de ellos, para que puedan a su vez perdonar a sus hermanos, resplandeciendo como antorchas de la misericordia de Dios en el mundo.
Esto es lo que más le gusta a Dios. San Ambrosio en un libro de teología que escribió sobre Adán, toma la historia de la creación del mundo y dice que Dios, cada día después de haber hecho una cosa, la luna, el sol, los animales… La Biblia dice que Dios vio que era bueno. Pero cuando ha hecho al hombre y a la mujer, la Biblia dice que y vio que esto era muy bueno. Y san Ambrosio se pregunta ‘¿pero por qué dice dice muy bueno? ¿por qué está tan contento Dios después de la creación del hombre y la mujer?’. Porque finalmente tenía a alguno para perdonar. Es bonito, ¿eh? La alegría de Dios es perdonar. El ser de Dios es misericordia. Por eso en este año debemos abrir el corazón para que esta amor, esta alegría de Dios nos llene a todos de esta misericordia.
El Jubileo será un “tiempo favorable” para la Iglesia si aprendemos a elegir “lo que a Dios le gusta más”, sin ceder a la tentación de pensar que hay otra cosa que es más importante o prioritario. Nada es más importante que elegir “lo que a Dios le gusta más”, es decir, su misericordia, su amor, su ternura, su abrazo, sus caricias.
También la necesaria obra de renovación de las instituciones y de las estructuras de la Iglesia es un medio que debe conducirnos a hacer la experiencia viva y vivificante de la misericordia de Dios que, sola, puede garantizar a la Iglesia ser esa ciudad puesta sobre un monte que no puede permanecer escondida (cfr Mt 5,14). Solamente brilla una Iglesia misericordiosa. Si tuviéramos, aunque fuera solo por un momento, que olvidar que la misericordia es “lo que a Dios le gusta más”, cualquier esfuerzo nuestro sería en vano, porque nos haríamos esclavos de nuestras instituciones y de nuestras estructuras, por muy renovadas que puedan ser. Pero siempre seremos esclavos.
“Sentir fuerte en nosotros la alegría de haber sido encontrados por Jesús, que como Buen Pastor ha venido a buscarnos porque estábamos perdidos” (Homilía en las Primeras Víspera del Domingo de la Divina Misericordia, 11 de abril de 2015): este es el objetivo que la Iglesia se pone en este Año Santo.
Así reforzaremos en nosotros la certeza de que la misericordia puede contribuir realmente en la edificación de un mundo más humano. Especialmente en estos nuestros tiempos, en los que el perdón es un huésped raro en los ámbitos de la vida humana, el reclamo a la misericordia se hace más urgente, y esto en cada lugar: en la sociedad, en las instituciones, en el trabajo y también en la familia.
Ciertamente, alguno podría objetar: “Pero, padre, la Iglesia, en este Año, ¿no debería hacer algo más? Es justo contemplar la misericordia de Dios, ¡pero hay muchas necesidades urgentes!”. Es verdad, hay mucho que hacer, y yo soy el primero que no se cansa de recordarlo. Pero es necesario tener en cuenta, en la raíz de la falta de la misericordia, está siempre el amor propio.
En el mundo, esto toma la forma de la búsqueda exclusiva de los propios intereses, de placeres y honores unidos al querer acumular riquezas, mientras que en el vida de los cristianos se disfraza a menudo de hipocresía y mundanidad. Todas estas cosas son contrarias a la misericordia. Los lemas del amor propio, que hacen extranjera a la misericordia en el mundo, son tantos que a menudo no somos ni siquiera capaces de reconocerles como límites y como pecado. Es por esto que es necesario reconocerse pecadores, para reforzar en nosotros la certeza de la misericordia divina. ‘Señor yo soy un pecador, Señor yo soy una pecadora, ven con tu misericordia’. Y esta es una oración bellísima, es una oración fácil para decir todos los días. ‘Señor yo soy un pecador, Señor soy una pecadora, ven con tu misericordia’.
Queridos hermanos y hermanas, deseo que este Año Santo, cada uno de nosotros experimente la misericordia de Dios, para ser testigos de “lo que a Él le gusta más”. ¿Es de ingenuos creer que esto pueda cambiar el mundo? Sí, humanamente hablado es de locos, pero “la locura de Dios es más sabia que la sabiduría de los hombres, y la debilidad de Dios es más fuerte que la fortaleza de los hombres“ (1 Cor 1, 25). Gracias.