La parábola del hijo pródigo es el relato del Padre misericordioso, que enseña a vivir como hijo tanto al que se fue de casa como al que se quedó y no vivía como tal hijo. Esta página evangélica constituye como el núcleo del Evangelio. Dicen los estudiosos de este pasaje que si se hubiera perdido todo el Evangelio y sólo hubiera aparecido esta página, tendríamos el corazón mismo del Evangelio, tendríamos lo esencial que Jesús quería decirnos de parte de Dios.
Se trata de una página preciosa, y siempre produce consuelo constatar que tenemos un Padre así. Al escuchar en este domingo de nuevo esta página evangélica se nos llena el corazón de esperanza. Hay mucha gente que no ha experimentado a Dios así nunca. Piensa que Dios es enemigo del hombre, que Dios es justiciero, que Dios no es capaz de ocuparse de nuestras cosas. Pero Jesús ha venido a decirnos cómo es Dios, que es un Padre bueno, que se conmueve y se alegra cuando volvemos a él, que está preocupado por nosotros día y noche, que le interesa mucho nuestro bien, sobre todo cuando sufrimos por cualquier causa.
A ese hijo perdido que se fue y se gastó la hacienda de mala manera ha salido a buscarlo Jesús, el hijo bueno. Jesús ha recorrido los caminos del hijo pródigo sin apartarse de su Padre, sin romper nunca con él, porque es inocente. Y cuando ha encontrado a ese hijo perdido, ha cargado con su dolor, lo ha cargado sobre sus hombros para traerlo a la casa del Padre. Esa es la cruz de Cristo, el sufrimiento vivido con amor en plena comunión con su Padre, en favor del hombre pecador. Jesús es el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo, cargando con él y sufriéndolo en su propia carne.
No hay perdón sin penitencia. El camino recorrido para hacer el propio capricho debe ser recorrido a la inversa con dolor. Jesús sale a nuestro encuentro para aliviarnos ese dolor, para hacerlo llevadero, para darle sentido. Incluso para ahorrarnos mucho sufrimiento, aunque nos da la oportunidad de aportar nuestro granito de arena. Para que el resultado final no sea sólo regalo, sino también premio. Por eso, el tiempo de cuaresma (y toda la vida del cristiano) tiene este sentido penitencial, de desandar con dolor los caminos mal andados por los pecadores. En la vida del cristiano, la reparación del mal cometido es una constante fundamental.
Reparar el mal a base de bien, desandar lo mal andado. En relación con Dios: “Padre, he pecado contra el cielo y contra ti; ya no merezco llamarme hijo tuyo, trátame como a uno de tus jornaleros”. Aquí el dolor de contrición, me pesa haber ofendido a Dios por ser tan bueno conmigo y haberle ofendido, y eso que él sólo me ha hecho bien. Este dolor encuentra alivio y consuelo cuando mira a Dios, Padre bueno, que no se enfada con nosotros ni reacciona a la manera humana, sino que es rico en misericordia y se complace en perdonarnos. Es un Padre que nos abraza, que nos viste de fiesta, que prepara un banquete en nuestro honor, que se desborda de amor con el hijo que le ha ofendido, que no le pide cuentas, sino que se alegra enormemente “porque este hijo estaba muerte y ha vuelto a la vida”.
Cómo podremos decirles a nuestros contemporáneos lo bueno que es Dios. Con nuestro testimonio y con las palabras que lo expliquen, siendo misericordiosos con ellos. En nuestro mundo abunda el conflicto, el insulto, las intolerancias y las descalificaciones. El cristiano anuncia que Dios es amor y misericordia con su propia vida, como ha hecho Jesús, que “cuando lo insultaban, no devolvía el insulto; en su pasión no profería amenazas; al contrario, se ponía en manos del que juzga justamente” (1Pe 2,23).
Qué bonito y consolador es tener un Padre así, que siempre perdona y nos acoge con amor. Qué bueno tener un hermano mayor, Jesús, que ha pagado por nuestros pecados y nos llama a colaborar con él. La cuaresma es tiempo de preparación a la Pascua. A vivirla dejando que esa misericordia de Dios cale en nuestro corazón, y nos haga misericordiosos.
Recibid mi afecto y mi bendición:
+ Demetrio Fernández, obispo de Córdoba