Josué 5, 9. 10-12: “El pueblo de Dios celebró la Pascua al entrar en la tierra prometida”
Salmo 33: “Haz la prueba y verás qué bueno es el Señor”
II Corintios 5, 17-21: “Dios nos reconcilió Consigo por medio de Cristo”
San Lucas 15, 1-3. 11-32: “Tu hermano estaba muerto y ha vuelto a la vida”
Una familia está enfrentando una situación extrema: una de sus hijas está embarazada causándoles grave conflicto. Los hermanos mayores por ningún motivo la quieren ver en su casa porque es una deshonra, aunque, si investigamos un poco, ellos no tienen su historial limpio. El padre, en un primer momento, intentó golpearla; después dijo que no quería saber nada de ella, y finalmente convive con ella a regañadientes, mirándola a veces con odio y otras veces con desprecio, siempre haciéndola sentir mal. La pobre mamá es quien más sufre pues, aunque la recibe con cariño, siempre presionada por toda la familia, termina también maltratándola y echándole toda clase de culpas. Esto o algo parecido sucede en muchas familias. Si nos ponemos en el lugar de cada uno de los personajes de la parábola y miramos nuestra forma de comportarnos en la familia, nuestros rencores, nuestros resentimientos, nuestros egoísmos y nuestros silencios, comprenderemos mejor la grandeza del padre de familia de la parábola.
Una primera lectura nos sitúa mirando al joven que abandona a su padre y lo percibimos como el centro de todo el relato. Si cambiamos el personaje por nuestra propia persona ya tendremos una gran enseñanza porque es la historia de cada uno de nosotros: abandonar la casa paterna, romper los hilos tanto de fraternidad como de filiación, hundirse en un mundo de pecado, lejos del amor del padre, sentir en nuestro interior la nostalgia del terruño, la añoranza del pan, y la soledad de quien era amado. Y así levantarse del abismo y resurgir para nuevamente encontrar el amor paterno. Es una experiencia que muchos hemos vivido y que cada Cuaresma nos invita a renovar: reencontrar el amor y la paz de la casa del padre. Es, sin duda, el hijo menor un ejemplo para cada uno de nosotros sobre todo en esta Cuaresma.
Pero en este Año de la Misericordia quizás podamos centrar nuestra atención en las razones de la parábola: el motivo que da origen a la narración de Jesús es el escándalo que provoca el trato que Él da a los pecadores. «Por lo cual los fariseos y los escribas murmuraban entre sí: “Éste recibe a los pecadores y come con ellos”». Es la base sobre la cual descansa esta narración. Y me parece que la parábola insiste sobre todo en esta nueva imagen de Dios que Cristo nos quiere ofrecer. La parábola, aunque la llamamos del Hijo Pródigo, quizá la deberíamos llamar la parábola del “Padre Misericordioso”. La mirada no está centrada sobre todo en el hijo y su pecado; está puesta en el padre y su actitud amorosa. Resalta la ternura de un Padre que antes que juzgar, perdona; que antes que condenar, restaura; que antes que abandonar, espera pacientemente. Jesús hace resplandecer una nueva y singular historia del perdón.
Cuando nos da a conocer su misión nos dice que “no ha venido para condenar el mundo sino para salvar el mundo”. Y toda su vida es una muestra de esta verdad. Él busca, como buen pastor, la oveja extraviada; o como la mujer, la moneda perdida. Los privilegiados de la misericordia, los preferidos de Jesús, son los pobres, las mujeres abandonadas, los extranjeros, los pecadores, es decir, los separados y señalados por la sociedad. Para Jesús, el hijo pródigo es siempre esperado. Y este comportamiento provoca el fastidio y el desprecio de los fariseos y de ciertos hombres “justos”, incapaces de mirar más allá de lo externo, parecidos al hijo mayor, celoso de la bondad del padre hacia el hijo menor.
Jesús centra nuestra mirada en el Padre amoroso que espera al hijo con ternura. Es cierto, para que pueda haber regreso, debe haber un verdadero reconocimiento del pecado. No es fácil aceptarse como pecador. Buscamos a toda costa justificarnos, y muchos hasta creen que lo han logrado diciendo que no hay pecado. Pero, de improviso, sentimos en nuestra vida y en la vida del mundo que nos rodea, un profundo y misterioso sentido de culpabilidad: las guerras, la destrucción, el odio racial, el hambre de los hermanos, la incapacidad de perdonar a veces a los más cercanos… En fin, una larga historia de debilidad, de miseria y de pecado. No estamos exentos de culpa ni de los pecados personales y ni de pecados de todo un pueblo. Pero no podemos quedarnos en medio de los cerdos: necesitamos reconocernos pecadores, incapaces de levantarnos por nosotros mismos y poner toda la confianza, toda la fe, en un Padre amoroso que no condena, sino que espera con los brazos abiertos. Es el esfuerzo grande de no quedarse en el pecado, sino experimentar la Misericordia de un Padre que no hace muchas preguntas, que simplemente limpia, acoge, viste y vuelve a poner el anillo de la filiación. ¡Qué diferente de nuestro mundo! ¡Qué modo de actuar tan distinto! Y es lo que Jesús nos propone.
Quizás nosotros con el hijo mayor, condenamos y no somos capaces de vivir como hermanos; destruimos la fraternidad y nos enojamos porque Dios sigue amando; nos alejamos de la mesa porque los otros no están a nuestra altura. Pero nos olvidamos que no basta permanecer en la casa del Padre para participar del banquete: se necesita saber perdonar. No basta no haber hecho nada malo, se necesita amar como hermano al que se ha alejado. No basta no haber quebrantado las leyes, se requiere haber trabajado por un mundo más justo, más humano. Así, también nosotros rompemos la armonía de la casa paterna cuando nos negamos a reconocer a los hermanos. Tan grave es el pecado del hijo menor como el del mayor. Ambos rompen injustamente la fraternidad y la filiación. Es la realidad del pecado actual: nos desconocemos como hermanos, nos “robamos” la herencia, no compartimos la mesa, y nos olvidamos que somos hijos de Dios y que el “otro” es nuestro hermano y también es hijo de Dios.
Tres personajes de una historia actual. Contemplemos sus actitudes y miremos cómo lo experimentamos en nuestra vida. Y así, a veces nos miraremos como el hijo que necesita regresar y volver a la casa paterna; otras veces nos sentiremos abrazados y acariciados por el Padre que nos ha rescatado del pecado; ojalá que nunca asumamos la actitud del hermano mayor, de crítica dura y corazón cerrado, que no se convierte ni admite la conversión del hermano, que se cierra a la bondad del Padre y que excluye, con argumentos que lo justifican, de la mesa a su hermano.
Tiempo de Cuaresma es tiempo de levantarse y de volver al Padre para sentir nuevamente toda su ternura; es recobrar la condición de hijo. ¿Nos animaremos, en esta Cuaresma, a regresar a la casa del Padre?
Señor, Padre de Misericordia, tus brazos abiertos nos ofrecen ternura, haz que abandonando nuestro pecado, retornemos a la mesa de la fraternidad y de tu amor. Amén.