Cuando se emplea la palabra “vocación” (llamada), ha sido frecuente durante siglos pensar sólo en los candidatos para el seminario o para la vida religiosa. El Concilio Vaticano II habló de “vocación cristiana” y aún más: esa vocación cristiana es “vocación universal a la santidad”. En un sentido más amplio todavía, el Concilio habló de “vocación humana”, porque toda vida humana es una llamada a la plenitud de la belleza, del bien y la verdad que se abren en Dios.
Pues bien, la promoción humana –el desarrollo humano integral– es parte, y parte esencial, de la vocación cristiana; y más aún, de toda existencia humana. Así se dice en la encíclica Caritas in veritate, donde el término “vocación” aparece en 25 ocasiones:
“Todos los hombres perciben el impulso interior de amar de manera auténtica; amor y verdad nunca los abandonan completamente, porque son la vocación que Dios ha puesto en el corazón y en la mente de cada ser humano”. Esa vocación universal al amor y a la verdad es manifestada por Jesucristo, que la libera de las limitaciones humanas y la hace plenamente posible.
Vocación significa llamada. ¿Quién llama a participar en la promoción y el desarrollo humanos? Llama Dios, que interviene en toda vida que comienza. Nos llama a cada uno nuestro propio ser, hecho para el amor. En palabras de Benedicto XVI, esta vocación a la promoción humana es también una “llamada de hombres libres a hombres libres para asumir una responsabilidad común”.
En la medida de su respuesta a esa llamada –explica la encíclica–, “los hombres, destinatarios del amor de Dios, se convierten en sujetos de caridad, llamados a hacerse ellos mismos instrumentos de la gracia para difundir la caridad de Dios y para tejer redes de caridad”.
Puesto que toda llamada espera una respuesta, ¿cuáles serían las condiciones para responder a esta “vocación al desarrollo humano”? La encíclica señala tres condiciones principales: la libertad, la verdad y la caridad.
a) En primer lugar, la libertad. Toda vocación “es una llamada que requiere una respuesta libre y responsable” ¿Y quién debe responder? Tanto las personas –cada una–como los pueblos –los pueblos hambrientos interpelan a los pueblos opulentos–. Dicho de otro modo, esta vocación exige, a la vez, una respuesta personal y una respuesta de las estructuras e instituciones sociales –del Estado y de otros agentes sociales– y eclesiales.
b) En segundo lugar, la respuesta exige que se respete la verdad. Ante todo, la verdad profunda del “ser” del hombre. Y por eso se trata de “promover a todos los hombres y a todo el hombre”. A este propósito el Evangelio es un elemento fundamental, porque enseña a conocer y respetar el valor incondicional de la persona humana. Cristo revela el hombre al propio hombre (cf GS 22), y, así, le muestra que su valor es grande para Dios. Le muestra “el gran sí de Dios” a todos sus anhelos. De aquí deduce el Papa que sólo respondiendo a esta vocación el hombre puede ser feliz y realizarse plenamente: “Precisamente porque Dios pronuncia el ‘sí’ más grande al hombre, el hombre no puede dejar de abrirse a la vocación divina para realizar el propio desarrollo”. Así que esta vocación al desarrollo abarca tanto el plano natural como el sobrenatural. De hecho, cuando Dios se eclipsa en el horizonte del hombre o de la sociedad, se comienza a disipar nuestra capacidad de reconocer la finalidad y el bien a que estamos llamados.
c) Finalmente, “la visión del desarrollo como vocación comporta que su centro sea la caridad”. Es muy de agradecer la clarividencia de la encíclica en este tema, siguiendo las ideas de Pablo VI. Las causas del subdesarrollo –se dice– no son principalmente materiales, sino que radican, primero, “en la voluntad que con frecuencia se desentiende de los deberes de la solidaridad”. Después, en el pensamiento, que no siempre sabe orientar adecuadamente a la voluntad (por eso se requiere configurar un “humanismo nuevo”). Y, sobre todo, la causa está en “la falta de fraternidad entre los hombres y entre los pueblos”.
Al llegar a este punto, se pregunta Benedicto XVI si acaso la fraternidad la podrán lograr los hombres por sí mismos, favorecidos por la actual tendencia a la globalización. Pero no. La fraternidad “nace de una vocación transcendente de Dios Padre, el primero que nos ha amado, y que nos ha enseñado mediante el Hijo lo que es la caridad fraterna”. Por tanto –concluye–, responder con generosidad a la vocación para el desarrollo requiere hoy la urgencia de la caridad de Cristo.
Sólo esa urgencia de la caridad de Cristo permite responder a los aspectos concretos y costosos de esa llamada. Así es la intervención en la vida pública, cultural y política, cada cual según su condición. “Todo cristiano está llamado a esta caridad, según su vocación y sus posibilidades de incidir en la pólis”. Otro aspecto es el cuidado y la responsabilidad por la naturaleza; y, antes, el cuidado respetuoso de cada persona en la familia, en la empresa, en la universidad, sabiéndose servidores y no dueños. Responder a esta vocación requiere del trabajo y la técnica que de él procede. En todo caso, Benedicto XVI proclama la necesidad de formar “hombres rectos… que sientan fuertemente en su conciencia la llamada al bien común”.
Hay que tener en cuenta que esta vocación no nos la hemos dado a nosotros mismos, sino que viene de Dios. Por eso, antes que nada, y continuamente, es preciso acoger a Dios en nuestra vida, dejarle entrar libremente y seguirle con toda fidelidad y entusiasmo. Ha llegado la hora –especialmente para los jóvenes y más aún para los universitarios– del compromiso con Dios y los demás. Pues “sólo si pensamos que se nos ha llamado individualmente y como comunidad a formar parte de la familia de Dios como hijos suyos, seremos capaces de forjar un pensamiento nuevo y sacar nuevas energías al servicio de un humanismo íntegro y verdadero”.
Pues bien, la promoción humana –el desarrollo humano integral– es parte, y parte esencial, de la vocación cristiana; y más aún, de toda existencia humana. Así se dice en la encíclica Caritas in veritate, donde el término “vocación” aparece en 25 ocasiones:
“Todos los hombres perciben el impulso interior de amar de manera auténtica; amor y verdad nunca los abandonan completamente, porque son la vocación que Dios ha puesto en el corazón y en la mente de cada ser humano”. Esa vocación universal al amor y a la verdad es manifestada por Jesucristo, que la libera de las limitaciones humanas y la hace plenamente posible.
Vocación significa llamada. ¿Quién llama a participar en la promoción y el desarrollo humanos? Llama Dios, que interviene en toda vida que comienza. Nos llama a cada uno nuestro propio ser, hecho para el amor. En palabras de Benedicto XVI, esta vocación a la promoción humana es también una “llamada de hombres libres a hombres libres para asumir una responsabilidad común”.
En la medida de su respuesta a esa llamada –explica la encíclica–, “los hombres, destinatarios del amor de Dios, se convierten en sujetos de caridad, llamados a hacerse ellos mismos instrumentos de la gracia para difundir la caridad de Dios y para tejer redes de caridad”.
Puesto que toda llamada espera una respuesta, ¿cuáles serían las condiciones para responder a esta “vocación al desarrollo humano”? La encíclica señala tres condiciones principales: la libertad, la verdad y la caridad.
a) En primer lugar, la libertad. Toda vocación “es una llamada que requiere una respuesta libre y responsable” ¿Y quién debe responder? Tanto las personas –cada una–como los pueblos –los pueblos hambrientos interpelan a los pueblos opulentos–. Dicho de otro modo, esta vocación exige, a la vez, una respuesta personal y una respuesta de las estructuras e instituciones sociales –del Estado y de otros agentes sociales– y eclesiales.
b) En segundo lugar, la respuesta exige que se respete la verdad. Ante todo, la verdad profunda del “ser” del hombre. Y por eso se trata de “promover a todos los hombres y a todo el hombre”. A este propósito el Evangelio es un elemento fundamental, porque enseña a conocer y respetar el valor incondicional de la persona humana. Cristo revela el hombre al propio hombre (cf GS 22), y, así, le muestra que su valor es grande para Dios. Le muestra “el gran sí de Dios” a todos sus anhelos. De aquí deduce el Papa que sólo respondiendo a esta vocación el hombre puede ser feliz y realizarse plenamente: “Precisamente porque Dios pronuncia el ‘sí’ más grande al hombre, el hombre no puede dejar de abrirse a la vocación divina para realizar el propio desarrollo”. Así que esta vocación al desarrollo abarca tanto el plano natural como el sobrenatural. De hecho, cuando Dios se eclipsa en el horizonte del hombre o de la sociedad, se comienza a disipar nuestra capacidad de reconocer la finalidad y el bien a que estamos llamados.
c) Finalmente, “la visión del desarrollo como vocación comporta que su centro sea la caridad”. Es muy de agradecer la clarividencia de la encíclica en este tema, siguiendo las ideas de Pablo VI. Las causas del subdesarrollo –se dice– no son principalmente materiales, sino que radican, primero, “en la voluntad que con frecuencia se desentiende de los deberes de la solidaridad”. Después, en el pensamiento, que no siempre sabe orientar adecuadamente a la voluntad (por eso se requiere configurar un “humanismo nuevo”). Y, sobre todo, la causa está en “la falta de fraternidad entre los hombres y entre los pueblos”.
Al llegar a este punto, se pregunta Benedicto XVI si acaso la fraternidad la podrán lograr los hombres por sí mismos, favorecidos por la actual tendencia a la globalización. Pero no. La fraternidad “nace de una vocación transcendente de Dios Padre, el primero que nos ha amado, y que nos ha enseñado mediante el Hijo lo que es la caridad fraterna”. Por tanto –concluye–, responder con generosidad a la vocación para el desarrollo requiere hoy la urgencia de la caridad de Cristo.
Sólo esa urgencia de la caridad de Cristo permite responder a los aspectos concretos y costosos de esa llamada. Así es la intervención en la vida pública, cultural y política, cada cual según su condición. “Todo cristiano está llamado a esta caridad, según su vocación y sus posibilidades de incidir en la pólis”. Otro aspecto es el cuidado y la responsabilidad por la naturaleza; y, antes, el cuidado respetuoso de cada persona en la familia, en la empresa, en la universidad, sabiéndose servidores y no dueños. Responder a esta vocación requiere del trabajo y la técnica que de él procede. En todo caso, Benedicto XVI proclama la necesidad de formar “hombres rectos… que sientan fuertemente en su conciencia la llamada al bien común”.
Hay que tener en cuenta que esta vocación no nos la hemos dado a nosotros mismos, sino que viene de Dios. Por eso, antes que nada, y continuamente, es preciso acoger a Dios en nuestra vida, dejarle entrar libremente y seguirle con toda fidelidad y entusiasmo. Ha llegado la hora –especialmente para los jóvenes y más aún para los universitarios– del compromiso con Dios y los demás. Pues “sólo si pensamos que se nos ha llamado individualmente y como comunidad a formar parte de la familia de Dios como hijos suyos, seremos capaces de forjar un pensamiento nuevo y sacar nuevas energías al servicio de un humanismo íntegro y verdadero”.