(ZENIT – 22 marzo 2018).- Han pasado diez años desde que don Adolfo Antonio Suárez Rivera fue llamado a la casa del Padre y quince años desde que dejó de ser el pastor de la arquidiócesis de Monterrey, México.
ZENIT ofrece en exclusiva un artículo (publicado en dos partes) escrito por el sacerdote Jesús Treviño Guajardo, licenciado en Historia, de la arquidiócesis de Monterrey, actualmente formador y profesor de historia del seminario de Monterrey, que describe la persona de don Adolfo Antonio Suárez Rivera y su colaboración en la reforma constitucional de 1992.
«Se trata de descubrir cómo su magisterio social y su personalidad, ofrecen algunas claves de lectura de su ministerio episcopal en el México de finales del siglo XX», indica el profesor y sacerdote Jesús Treviño.
«¿Fue el señor Suárez un líder circunstancial, o su liderazgo en materia socio política corresponde a una reflexión y a una determinación personal?, ¿Qué tanto influyeron su historia y su personalidad en su ministerio?, ¿Era necesaria la reforma en materia de libertad religiosa para la sociedad mexicana?», el autor profundiza sobre estas cuestiones en el texto.
A continuación, les ofrecemos la primera parte del artículo escrito por el Pbro. Jesús Treviño Guajardo. Mañana, viernes, 23 de marzo de 2018, se publicará la segunda parte.
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Don Adolfo Antonio Suárez Rivera y su liderazgo en las reformas constitucionales, en materia de libertad religiosa, a finales del siglo XX
1. Datos biográficos desde su infancia hasta su ordenación episcopal
Don Adolfo Antonio nació el 9 de enero de 1927 en San Cristóbal de Las Casas, Chiapas. Sus padres fueron Adolfo Antonio Suárez Solórzano y Alicia Rivera de Suárez, quienes tuvieron seis hijos: María, Adolfo Antonio, César, Eduardo, Rosa Alicia y Martha.
Aunque su infancia transcurrió durante los años de persecución religiosa, creció y se formó en una familia católica, recibió sus sacramentos, cursó sus años de catecismo infantil y formó parte del grupo de Vanguardias de la Acción Católica Mexicana, fue un niño y adolescente bien educado en la vida cristiana.
Ingresó al seminario el 23 de agosto de 1941, a los catorce años. Durante sus estudios como seminarista cursó cuatro años de humanidades en el seminario de Chiapas, de ahí pasó al seminario de Jalapa y después al seminario de Montezuma en Nuevo México. Posteriormente fue enviado a la ciudad de Roma para continuar su formación en el colegio Pío Latinoamericano y para estudiar la Teología en la Universidad Gregoriana, obteniendo su grado de licenciatura en Teología. Después, ya ordenado presbítero, estudió en el Instituto Catequístico Latinoamericano de Santiago de Chile.
Desde sus años juveniles manifestaba una personalidad reservada, pero con claros dotes de liderazgo. «Era discreto, reservado y muy inteligente, cuando teníamos necesidad de algún repaso, él nos lo daba a todos los compañeros en el Colegio Pío Latino». Destacó como ayudante de Rafael García, entonces seminarista de Guadalajara, en las cuestiones de la relación con la Universidad Gregoriana, «Era muy metido en las actividades estudiantiles como líder de grupo». Terminó sus estudios, tanto de bachillerato como de licencia en teología, con el grado más alto: Suma Cum Laude.
Los estudios, tanto en Roma como en Santiago de Chile, dejaron en don Adolfo una marca que llevará consigo durante el resto de su ministerio como pastor. El contacto con el movimiento teológico previo al Concilio Vaticano II y las encíclicas del papa Pío XII, consolidaron su criterio amplio e integrador en la pastoral, así como su visión de Iglesia, en total sintonía con el Concilio Vaticano II. Éstas, serán algunas de las constantes que lo acompañarán toda su vida.
Recibió la ordenación sacerdotal el 8 de marzo de 1952 en Roma y regresó a México el 23 de marzo del mismo año. Ejerció su ministerio como presbítero de San Cristóbal de las Casas asumiendo diversos cargos: en el Seminario fue padre espiritual y profesor en el Instituto de Humanidades, y después en Filosofía; fue oficial mayor y secretario por 10 años en la curia del obispado; fue asesor diocesano del Movimiento Familiar Cristiano, asesor diocesano de la Acción Católica de la Juventud, director diocesano del Oficio Catequístico y capellán del templo de Nuestra Señora de la Merced, en San Cristóbal de las Casas.
De 1964 a 1968 fue miembro fundador del equipo interdiocesano de pastoral en la “Unión de Mutua Ayuda Episcopal” para la mentalización post-conciliar de los sacerdotes. De 1968 a 1971 fue párroco en la parroquia de San Bartolomé ubicada en Venustiano.
Carranza, Chiapas. Finalmente fue nombrado vicario general de la diócesis de San Cristóbal de las Casas, pero no llegó a ejercer dicho cargo, porque fue nombrado obispo de Tepic el 19 de mayo de 1971 por el papa Pablo VI.
Recibió la ordenación episcopal el 15 de agosto de 1971, a los 44 años de edad, en Tepic, Nayarit. Después, fue trasladado al obispado de Tlalnepantla el 28 de junio de 1980 y posteriormente fue trasladado al arzobispado de Monterrey, el 12 de enero de 1984, en donde realizó su ministerio como arzobispo hasta el año 2003.
2. Antecedentes de la reforma constitucional en materia de libertad religiosa
Después de los movimientos liberales, la consolidación constitucional y las Leyes de Reforma, México tuvo como consecuencia un anticlericalismo, que se mantuvo incluso durante el Porfiriato, como un “anticlericalismo teórico”. Pero, posterior a la Revolución Mexicana, cobró vida y se erigió como bandera de los movimientos políticos que decían buscar la soberanía del pueblo.
El conflicto entre la Iglesia y el Estado, del cual formó parte la famosa persecución cristera (1926-1929), tuvo fin con un pacto social que llevó, tanto a la Iglesia como al Gobierno, a coexistir en un modus vivendi. Este esquema implicaba, para la Iglesia, entre otras cosas, aceptar el «no reconocimiento de “personalidad jurídica”» dado en el artículo 130º constitucional.
Las consecuencias del modus vivendi fueron: la generalización de un estado que impedía el diálogo institucional entre Iglesia y Gobierno para velar por el bienestar del pueblo, el status irregular de la Iglesia y un desinterés en el asunto político y social de parte del pueblo católico.
A partir de 1956, cuando el episcopado mexicano se pronunció con respecto a los deberes cívicos de los católicos, comenzó en la Iglesia mexicana una nueva etapa que se caracterizó por el interés en la cuestión política y un aumento en la conciencia de participar en la conformación de una sociedad más adecuada, de tal manera que la Iglesia ya no podía pretender vivir al margen de la situación política y social del país.
El Concilio Vaticano II y algunos documentos de la época como: Mater et Magistra, Pacem in terris, la constitución Gaudium et Spes y la declaración Dignitatis humanae, ayudaron a crear conciencia en el episcopado mexicano de la necesidad de gozar de una plena libertad religiosa, pero, aún y que hubo momentos de estrecha colaboración entre ambas instituciones, durante la década de los años 60´s, no se procedía a realizar reforma alguna en la Constitución Mexicana.
A finales del siglo XX, desde que el papa Juan Pablo II, en su primer visita a México (1979), había hecho referencia a la situación peculiar en la que vivía el país, sobre todo con respecto a la libertad religiosa, y a la necesidad de avanzar en este ámbito de acuerdo con la tendencia internacional del tiempo, se había despertado en los diferentes espacios de reflexión el interés por dicho tema, sin embargo, durante el período presidencial de Miguel de la Madrid (1982-1988) no se tuvieron iniciativas claras de intentar actualizar las leyes constitucionales.
3. Los pasos hacia la reforma constitucional
Uno de los aspectos que fue preparando el terreno para la reforma, fue la reapertura de la Universidad Pontificia de México en septiembre de 1982, fomentando el «diálogo con los “constructores de la sociedad pluralista”, es decir, con las instancias de forja de las decisiones de la cultura mexicana».
Otro aspecto fue la elección de monseñor Sergio Obeso Rivera, arzobispo de Jalapa, como presidente de la Conferencia del Episcopado Mexicano (CEM), el 18 de noviembre de 1982, quien fue factor decisivo en la labor de diálogo con el poder civil. El señor Obeso es descrito como un «hombre de carácter afable, cultivado y bien relacionado con el ambiente intelectual veracruzano […] muy aceptado y estimado entre el episcopado, el clero y los laicos…».
El tercer aspecto lo conforman tres figuras: don Girolamo Prigione como delegado apostólico, el señor Suárez como presidente de la Conferencia del Episcopado Mexicano y el licenciado Carlos Salinas de Gortari como presidente de la República Mexicana. Los tres tuvieron una participación fundamental en el diálogo Iglesia-Estado.
Sin pretender emitir un juicio general de ninguno, se puede decir que los tres tenían ideas claras en cuanto a las necesidades del país y voluntad firme para llevar a buen término sus proyectos. Es indudable que, tanto el presidente de la República como el delegado apostólico tuvieron que ejercer un liderazgo político para llevar a cabo la reforma, pero ¿cuál fue la contribución de don Adolfo?
De la misma forma que en sus años juveniles y que durante su ministerio sacerdotal, el señor Suárez tuvo muchas encomiendas a lo largo de su episcopado que lo impulsaron a encabezar muchos proyectos.
A los dos años de ordenado obispo (1973), fue nombrado por la Conferencia del Episcopado Mexicano vicepresidente y presidente de la comisión episcopal para el clero; después fue miembro del consejo de la presidencia de la CEM de 1976-1979, asistió como delegado a la Tercera Conferencia del Episcopado Latinoamericano en Puebla; de 1979 a 1982 ocupó la presidencia de la comisión episcopal para los laicos y fue reelegido para el siguiente trienio.
De 1982 a 1985 fue vocal del consejo de la presidencia de la CEM y vocal de la comisión episcopal para las diócesis nuevas. Fue elegido presidente de la CEM para el trienio 1988-1991y en la siguiente gestión fue reelegido para el trienio 1991-1994.
Cfr. Consejo presbiteral, Arquidiócesis de Monterrey, Trece años de fecundo ministerio episcopal del Cardenal don Adolfo Suárez Rivera, arzobispo de Monterrey, Monterrey N.L, 13 de mayo de 1997, p. 3. (…).
Texto y fotografías: Pbro. Lic. Jesús Treviño Guajardo