El Papa Francisco saluda al obispo más mayor de Lituania, de 98 años © Vatican Media

El Papa Francisco saluda al obispo más mayor de Lituania, de 98 años © Vatican Media

El Papa en Lituania: “Ustedes son hijos de mártires, esta es vuestra fuerza”

Encuentro con sacerdotes, religiosos, consagrados y seminaristas

Share this Entry

(ZENIT – 24 sept. 2018).- Al salir del edificio de la Curia, después de haber saludado a 20 personas entre benefactores y colaboradores, el Santo Padre se trasladó a la Catedral de Kaunas donde a las 14:40 horas (13:40 hora de Roma) tuvo lugar el encuentro con los sacerdotes, religiosos, consagrados y seminaristas.

Al llegar en el papamóvil, el Papa fue recibido en la entrada principal de la Catedral por el párroco, por una religiosa, por un religioso y por un seminarista.

Entonces el Santo Padre fue de la nave central hasta el ábside, donde un religioso y una religiosa le regalaron unas flores, que depositó en la Capilla del Santísimo Sacramento, donde permaneció en oración silenciosa por algunos minutos. Antes de dejar la Capilla, el Papa Francisco saludó a un grupo de religiosas presentes, diciéndoles algunas palabras de forma improvisada.

Después del canto de ingreso, Mons. Linas Vodopjanovas, O.F.M., Obispo de Panevezys y encargado de la vida consagrada, dirigió al Papa su saludo y, después de una oración y una lectura bíblica, el Santo Padre pronunció su discurso. Al término de la reunion, el Papa impartió la Bendición. Entonces se trasladó en auto al Museo de las Ocupaciones y Lucha por la Libertad.

Abajo, sigue la traducción del discurso que el Santo Padre dirigió a los presentes en el encuentro de manera improvisada.

* * *

Discurso del Santo Padre

Queridos hermanos y hermanas, ¡buenas tardes!

Ante todo, quiero expresar un sentimiento que tengo. Mirándoos a vosotros, veo detrás de vosotros tantos mártires. Mártires anónimos, en el sentido de que ni siquiera sabemos donde han sido sepultados. También uno de vosotros: he saludado a uno que conoció lo que era la prisión. Me viene a la mente una palabra para empezar: no se olviden, tienen memoria. Ustedes son hijos de mártires, esta es vuestra fuerza. Y que el espiritu del mundo no venga a decirles otra cosa diversa de la que han vivido vuestros antepasados. Recuerden sus martires y tomen su ejemplo: no tenian miedo. Hablando con los Obispos, vuestros Obispos hoy, preguntaron: “¿Como se puede hacer para introducir la causa de beatificación para tantos de los cuales no tenemos documentos, pero sabemos que son mártires?” Es una consolación, es hermoso oír esto: la preocupación por aquellos que nos han dado su testimonio. Son santos.

El Obispo –Mons. Linas Vodopjanovas, O.F.M.–, encargado de la vida consagrada, ha hablado sin matices –los franciscanos hablan así– “A menudo hoy, nuestra fe es probada en varias maneras,” dijo. Él no pensaba en las persecuciones de dictadores, no. “Después de haber respondido a la llamada de la vocación a menudo no sentimos más gozo ni en la oración ni en la vida comunitaria”.

El espíritu de secularización, del aburrimiento por todo aquello que toca la comunidad es la tentación de la segunda generación. Nuestros padres han luchado, han sufrido, han estado encarcelados y tal vez nosotros no tenemos la fuerza para ir adelante. ¡Tened esto en cuenta! La Carta a los Hebreos hace una exhortación: “No olvidéis los primeros días. No olvidéis a vuestros antepasados” (Cfr 10, 32-39). Esta es la exhortación que os hago al inicio.

Toda la visita a vuestro país ha estado estructurada en esta expresión: “Cristo Jesús, nuestra esperanza”. Ahora, casi al final de este dia, encontramos un texto del apóstol Pablo que nos invita a esperar con constancia. Y hace esta invitación después de habernos anunciado el sueño de Dios para todo ser humano, es más, para toda la Creación, y es que “todo contribuye al bien de aquellos que aman a Dios” (Rm 8, 28); “rectifica” todas las cosas, sería la traducción literal.

Hoy quisiera compartir con vosotros algunos rasgos característicos de esta esperanza; rasgos que nosotros –sacerdotes, seminaristas, consagrados y consagradas– estamos llamados a vivir. Ante todo, antes de invitarnos a la esperanza, Pablo ha repetido la palabra “gemir” tres veces: la Creación gime, los hombres gimen, el Espíritu gime en nosotros (cfr Rm 8, 22-23.26). Se gime por la esclavitud de la corrupción, por el anhelo a la plenitud. Y hoy nos hará bien preguntarnos si ese gemido esta presente en nosotros, o si en vez nada gima más en nuestra carne, nada anhela al Dios viviente. Como decía vuestro Obispo: “No sentimos más el gozo en la oración, en la vida comunitaria. El bramido del ciervo sediento ante la carencia de agua debe ser nuestro en la búsqueda de la profundidad, de la verdad, de la belleza de Dios. Queridos, nosotros no somos “funcionarios de Dios”! A lo mejor la sociedad de bienestar nos ha saciado demasiado, plenos de servicios y de bienes, y nos encontramos agobiados por todo y llenos de nada; tal vez nos ha hecho sordos o disipados, pero no llenos. Peor todavía: a veces no sentimos más el hambre. Somos nosotros, los hombres y mujeres de especial consagración, los que no podemos permitirnos más perder aquel gemido, aquella inquietud del corazón que solo encuentra reposo en el Señor (cfr S. Agustín, Confesiones, I, 1, 1).

La inquietud del corazón. Ninguna información inmediata, ninguna comunicación virtual instántanea puede privarnos de tiempos concretos, prolongados, para conquistarse trata de esto, de un esfuerzo constant– para tener un diálogo cotidiano con el Señor a través de la oración y la adoración. Se trata de cultivar nuestro deseo de Dios, como escribía San Juan de la Cruz. Decía así: “Sed asiduos en la oración sin descuidarla ni siquiera en medio de ocupaciones exteriores. Si comes o bebes, si hablas o tratas con seglares o haces otra cosa cualquiera, desea siempre a Dios teniendo en Él el afecto del corazón” (Consejos para llegar a la perfección, 9).

Este gemido deriva también de la contemplación del mundo de los hombres; es un llamado a la plenitud ante las necesidades insatisfechas de nuestros hermanos más pobres, ante la falta del sentido de la vida de los más jóvenes, la soledad de los ancianos, los abusos contra el medioambiente. Es un gemido que busca organizarse para incidir en los eventos de una nación, de una ciudad, no como presión o ejercicio de poder, pero como servicio. El grito de nuestra gente debe afectarnos, como Moisés, al cual Dios reveló el sufrimiento de su pueblo en el encuentro en la “zarza ardiente” (cfr Ex 3,9). Escuchar la voz de Dios en la oración nos hace ver, nos hace oír, conocer el dolor de otros para poder liberarlos. Pero mientras tanto debemos ser afectados cuando nuestro pueblo ha dejado de gemir, ha dejado de buscar el agua que apaga la sed. Es un momento también para discernir que cosa está anestesiando la voz de nuestra gente.

El grito que nos hace buscar a Dios en la oración y en la adoración es el mismo que nos hace oír el lamento de nuestros hermanos. Ellos “esperan” en nosotros  y tenemos necesidad, a partir de un atento discernimiento, de organizarnos, programar y ser audaces y creativos en nuestro apostolado. Que nuestra presencia no sea dejada a la improvisación, pero que responda a las necesidades del pueblo de Dios y sea así fermento en la masa (cfr Exhortación Apostólica Evangelii Gaudium, 33).  Pero el Apóstol habla también de constancia, constancia en el sufrimiento, constancia en perseverar en el bien. Esto significa estar centrados en Dios, permanecer firmemente radicados en Él, ser fieles a su amor.

Vosotros, los más ancianos de edad –¿cómo no mencionar Monseñor Sigitas Tamkevicius?–, sabréis testimoniar esta constancia en el sufrimiento, este “esperar contra toda esperanza” (cfr Rm 4, 18). La violencia ejercida sobre vosotros por haber defendido la libertad civil y religiosa, la violencia de la difamación, la cárcel y la deportación no pudieron vencer vuestra fe en Jesucristo, Señor de la historia. Por esto, tenéis mucho que decirnos y enseñarnos, y también mucho que proponer, sin tener que juzgar la aparente debilidad de los más jóvenes. Y vosotros, los más jóvenes, cuando frente a pequeñas frustraciones que os desaniman tendiendo a cerraros en sí mismos, a recurrir a comportamientos y evasiones que no son coherentes con vuestra consagración, busquen vuestras raíces y miren el camino recorrido por los ancianos. Veo que hay jóvenes aquí. Repito, porque hay jóvenes. Y vosotros, los más jóvenes, cuando frente a las pequeñas frustraciones que os desaniman, tendiendo a encerraros en vosotros mismos, a recurrir a comportamientos y evasiones que no son coherentes con vuestra consagración, busquen vuestras raíces y miren al camino recorrido por los ancianos. Es mejor que tomen otro camino que vivir en la mediocridad. Esto para los jóvenes. Todavía tienen tiempo, y la puerta está abierta. Son propriamente las tribulaciones que delinean los rasgos distintivos de la esperanza cristiana, porque cuando es solo una esperanza humana podemos frustrarnos y aplastarnos en el fracaso; pero lo mismo no pasa con la esperanza cristiana: esa sale más límpida, más probada por el crisol de las tribulaciones.

Es verdad que estos son otros tiempos y vivimos en otras estructuras, pero también es verdad que estos consejos son asimilados mejor cuando aquellos que han vivido esas duras experiencias no se cierran, pero las comparten  aprovechando de momentos comunes. Sus historias no están plenas de nostalgias de tiempos pasados presentados como mejores, ni de acusaciones disimuladas a los que tienen estructuras afectivas más fragiles. La reserva de constancia de una comunidad de discípulos es eficaz cuando sabe integrar  –como aquel escriba del Evangelio– lo nuevo y lo viejo (cfr Mt 13,52), cuando es consciente que la historia vivida es raíz para que el árbol pueda florecer.

En fin, mirar a Cristo Jesús como nuestra esperanza significa identificarse con Él, para participar comunitariamente en su destino. Para el apóstol Pablo, la salvación esperada no se limita a un aspecto negativo –liberación de una tribulación interna o externa, temporal o escatológica — pero el acento es puesto sobre algo altamente positivo: participación en la vida gloriosa de Cristo (cfr 1 Ts 5,9-10), participación en su Reino glorioso (cfr 2 Tm 4,18), la redención del cuerpo (cfr Rm8,23-24). Entonces, se trata de vislumbrar el misterio del proyecto único e irrepetible que Dios tiene para cada uno, para cada uno de nosotros.  Porque no hay nadie que nos conozca y que nos haya conocido tan profundamente como Dios, por eso Él nos ha destinado a algo que parece imposible: apuesta sin posibilidad de error que nosotros reproduciremos la imagen de su Hijo. Y ha puesto sus expectativas en nosotros, y nosotros esperamos en Él.

Nosotros: un “nosotros” que integra, pero que supera y excede el “yo”; el Señor nos llama, nos justifica y nos glorifica juntos, tan juntos como incluir toda la creación. Muchas veces hemos puesto tanto el acento sobre responsabilidad personal que la dimensión comunitaria se ha transformado en fondo, solo un ornamento. Pero el Espíritu Santo nos reúne, reconcilia nuestras diferencias y genera nuevos dinamismos para dar impulso a la misión de la Iglesia (cfr Exhortación Apostólica Evangelii Gaudium, 131; 235).

Este tiempo en que estamos reunidos es encomendado a los Santos Pedro y Pablo. Ambos eran conscientes del tesoro que les fue dado a los dos en momentos y modos diversos, fueron invitados a “ir a lo profundo” (cfr Lc 5,4). Estamos todos en la barca de la Iglesia, buscando siempre “gritara Dios, de ser constantes en medio de las tribulaciones y de tener a Cristo Jesús como objeto de nuestra esperanza. Y esta barca, reconoce al centro de su misión el anuncio de aquella gloria esperada, que es la presencia de Dios en medio de su pueblo, en Cristo Resuscitado, y que un día, esperado con ansia por toda la Creación, se manifestará en los hijos de Dios.  Este es el desafío que nos empuja: el mandato de evangelizar. Es la razón de nuestra esperanza y de nuestra alegría.

Cuantas veces encontramos sacerdotes, consagrados y consagradas, tristes, La tristeza espiritual es una enfermedad. Tristes porque no saben… Tristes porque no encuentran el amor, porque no están enamorados, enamorados del Señor. Han dejado a un lado la vida matrimonial, de familia, y han querido seguir al Señor. Pero ahora parece que se han cansado… Y cae en la tristeza. Por favor, cuando vosotros os encontréis tristes, parad. Y busquen un sacerdote sabio, una hermana sabia. No sabios porque se han graduado de la universidad, no, no por eso. Sabio o sabia porque ha sido capaces de andar hacia adelante en el amor.  Vayan a pedir consejos. Cuando esa tristeza empieza, podemos profetizar que si no se cura a tiempo, hará de vosotros “solterones” y “solteronas”, hombres y mujeres que no son fecundos. ¡Y tened miedo de esta tristeza! La siembra el diablo. Y hoy aquel mar en el cual “entrar en lo profundo” serán los escenarios y los desafíos siempre nuevos de esta Iglesia que va hacia afuera. Tenemos que preguntarnos nuevamente: ¿qué nos pide el Señor? Cuales son las periferias que tienen más necesidad de nuestra presencia para llevarles la luz del Evangelio?  (cfr Exhortación ApostólicaEvangelii Gaudium, 20).

Si no, si vosotros no tenéis el gozo de la vocación, ¿quién podrá creer que Jesucristo es nuestra esperanza? Solo nuestro ejemplo de vida dará razón de nuestra esperanza en Él.

Hay otra cosa que se conecta con la tristeza: confundir la vocación con una empresa, con una compañía de trabajo. “Yo me empleo en esto, trabajo en esto, me entusiasmo con esto, y soy feliz porque tengo esto”. Pero mañana viene un obispo, otro o el mismo, o viene otro superior, superiora y te dice: “No, corta esto y anda a otra parte. Es el momento de la derrota. ¿Por qué? Porque en ese momento te darás cuenta de haber ido por un camino equivocado. Te darás cuenta que el Señor, que te ha llamado para amar, ha sido decepcionado por ti, porque tú has preferido ser empresario

Al inicio os he dicho que la vida de quien sigue a Jesús no es la vida de un funcionario o funcionaria: es la vida del amor del Señor y del celo apostólico por la gente. Haré una caricatura: ¿qué hace un sacerdote funcionario? Tiene su horario, su oficina, abre la oficina a esta hora, hace su trabajo, cierra la oficina… Y la gente está afuera. Él no se acerca a la gente. Queridos hermanos y hermanas, si no queréis ser funcionarios, os diré una palabra: ¡Acercamiento! Acercamiento, proximidad. Acercamiento al Tabernáculo, tete-a –tete (cabeza a cabeza, mano a mano) con el Señor. Y acercamiento a la gente. “Pero, Padre, la gente no viene…” ¡Anda a encontrarla! “Pero, hoy los chicos no vienen…”. Inventa algo: el oratorio, para seguirlos, para ayudarlos. Acercamiento con la gente. Y acercamiento con el Señor en el Tabernáculo. ¡El Señor os quiere pastores del pueblo, y no clérigos del Estado! Después diré algo a la hermanas, pero después…

Acercamiento quiere decir misericordia. En esta tierra donde Jesús se ha revelado como Jesús misericordioso, un sacerdote no puede no ser misericordioso, sobretodo en el confesionario. Piensen como Jesús recibiría a esta persona (que viene a confesarse).  ¡Ya la vida le ha pegado bastante a ese pobre hombre! Hazle sentir el abrazo del Padre que perdona. Si no puedes darle la absolución, por ejemplo, dale la consolación de un hermano, de un padre. Anímalo a ir adelante. Convéncelo de que Dios perdona todo, pero esto con el calor de padre. ¡Nunca echar a alguien del confesionario!  Nunca echarlo. “Mira, tú no puedes… Ahora no puedo, pero Dios te ama, tú reza, vuelve y hablaremos…” Así. Acercamiento. Esto es ser padre. A ti no te importa echar al pecador así? No estoy hablando de vosotros, porque no os conozco. Hablo de otras realidades. Y misercordia. El confesionario no es el estudio de un psiquiatra. El confesionario no es para escavar el corazón de la gente.

Y por esto, queridos sacerdotes, acercamiento significa para vosotros tener también entrañas de misericordia. ¿Y sabéis vosotros de donde se sacan las entrañas de misericordia? Ahí, del Tabernáculo. Y vosotras, queridas hermanas… Tantas veces se ven hermanas que son buenas –todas las hermanas son buenas–, pero chismorrean, chismorrean, chismorrean… Pregunten a aquella que está en el primer lugar en el otro lado –la penúltima– si en la cárcel tenía tiempo para chismorrear, mientras que cosía guantes. Pregúntenle. ¡Por favor, sean madres! Sean madres, porque vosotras sois iconos de la Iglesia y de Nuestra Señora. Y que cada persona que os vea pueda ver la Madre Iglesia y la Madre María. No olviden esto. Y la Madre Iglesia no es “solterona”. La Madre Iglesia no chismorrea: ama, sirve, hace crecer. Vuestro acercamiento es ser madre: icono de la Iglesia e icono de Nuestra Señora.

Traducción de Virginia Forrester 

Share this Entry

Virginia Forrester

Apoye a ZENIT

Si este artículo le ha gustado puede apoyar a ZENIT con una donación

@media only screen and (max-width: 600px) { .printfriendly { display: none !important; } }