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Monseñor Enrique Díaz Díaz: «Pregunta al corazón»

XII Domingo Ordinario

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Zacarías 12, 10-11; 13,1: “Mirarán al que traspasaron”

Salmo 62: “Señor, mi alma tiene sed de ti”

Gálatas 3, 26-29: “Cuantos han sido bautizados en Cristo se han revestido de Cristo”

San Lucas 9, 18-24: “Y ustedes, ¿quién dicen que soy yo?”

Es un grupo de estudiantes el que se atreve a hacer la pregunta: “¿Por qué muchos que fueron bautizados después abandonan el cristianismo? ¿Por qué si son cristianos viven en la injusticia, roban, matan y violentan?”. Ellos mismos intentan dar la respuesta diciendo que sólo es costumbre, que la ciencia los ha aparta, que se alejan por los malos ejemplos, que falta mucha coherencia y muchas otras respuestas. Lo cierto es que detrás de todas estas respuestas está la ausencia de un verdadero encuentro con Jesús que incida en la vida. Con dureza afirmaba Mazzini: “En la antigüedad, bárbara y feroz, los ladrones colgaban de las cruces; en los tiempos presentes, ‘civilizados’, las cruces penden del cuello de los ladrones”. La fe tendría que estar acorde con los hechos.

Para los discípulos de Jesús hay un momento de capital importancia. Ya han contemplado los prodigios realizados por Jesús, ya han escuchado sus palabras, ya recorren junto a Él el camino hacia Jerusalén, pero “en un momento de compañía, en un lugar solitario, al hacer oración”, les hace dos preguntas fundamentales: “¿Quién dice la gente que soy yo?” y “Ustedes, ¿quién dicen que soy yo?”. No es cualquier momento, Jesús ha envuelto a sus discípulos en un ambiente de intimidad y de presencia de su Padre Dios, porque si son importantes todas las preguntas sobre el reinado, algunas son imprescindibles y ahora espera respuestas serias y comprometidas. Lo están contemplando en su “estar cara a cara con el Padre”, como Hijo en la intimidad. Se les ha concedido ver aquello que “la gente” no ve. De esta visión se deriva un conocimiento que va más allá de “la opinión” de “la gente”, suscita una fe y una confesión que los animará en su seguimiento.Este pasaje del evangelio siempre me ha sonado a revisión, a momento de pararse  para ver cómo van las cosas. Está prácticamente a la mitad del evangelio de Lucas y Jesús hace dos preguntas que son como un sondeo, como una encuesta pero no de cosas superficiales, sino de lo que es más importante en nuestro corazón. Y está claro que la respuesta a Jesús no le dejó muy convencido, aunque al final escuchó lo que esperaba.

Siempre es más fácil responder lo que dicen los demás, que abrir el corazón para dejar ver lo que hay dentro. Al instante se responden las opiniones comunes, las que no comprometen, las que están sostenidas por una tradición y son opinión pública. Es evidente que “la gente” tiene una opinión favorable de Jesús, pero muy lejana e impersonal. Lo perciben con los mismos signos del Antiguo Testamento y no se atreven a establecer una relación cercana y personal con Él. Jesús no se deja encasillar en estos conceptos. Para Él lo importante es el encuentro personal, el compromiso decidido, la amistad sin condiciones y el amor a toda prueba. Es una pregunta al corazón que no se puede evadir y que Pedro, a nombre de los discípulos, responde: “El Mesías de Dios”. ¿Respuesta real? ¿Respuesta dicha desde el corazón? Técnica y teológicamente cualquier estudioso la firmaría, pero esa respuesta aún tiene mucho de impersonal y Cristo quiere verdaderos amigos que estén dispuestos a seguirlo. No le dice nunca a Pedro que está equivocado, no le reprocha, pero le amplía su visión miope. Ciertamente es “el Mesías”, “el ungido”, de Dios, pero no en el sentido que anhelaba el pueblo esperando una salvación que viene del cielo casi milagrosamente. Jesús les indica a Pedro y a sus demás discípulos el camino para alcanzar esa salvación y lograr la plena liberación. Primero les descubre el camino que Él va a seguir de rechazo y sufrimiento, pero también de resurrección, y después los invita a ser sus fieles seguidores.

Hoy Jesús pregunta por nuestra fe y por nuestra vida, no por las apariencias. Es más fácil cumplir unos preceptos, que en el fondo no alteran nuestra vida, que enamorarse de verdad y dejar que el Evangelio empape nuestra vida y cuestione incluso nuestras seguridades. Es más fácil responder de memoria, como un perico, que Jesucristo es el Hijo de Dios, que plantearse en serio nuestra fe cristiana. Raramente somos capaces de renunciar a nuestro dinero o a nuestro tiempo para construir un mundo más justo y equitativo. Nos hemos fabricado una religión a nuestra manera, por miedo a comprometernos de verdad. Muchas personas se escandalizan y se alejan de Dios al contemplarnos. ¿Seremos capaces de ser de verdad testigos, mártires, de Jesucristo, como después lo fue Pedro? Para seguir a Jesucristo es necesario que nos neguemos a nosotros mismos y carguemos con nuestra cruz. Cada uno tenemos la nuestra…

Ya decía un gran pensador, contemplando a los cristianos: “no hace falta que me digan quién es Jesús para ustedes; por su forma de ser y de vivir, los demás lo notarán”. Conformarnos con respuestas ligeras: “Jesús es mi amigo”, “Jesús nació en Belén” o “Jesús murió en la cruz”, no es suficiente. Se necesita una experiencia de encuentro con Jesús, se necesita asimilar y vivir su amor. El día en que nuestros deseos, actitudes, trabajos e ideales, estén traspasados por la figura y la Palabra de Jesús podremos descubrir que Cristo es, ante todo, el que modela y da esencia a nuestra vida.  Comprenderemos las palabras de San Pablo que nos asegura que nos “hemos revestido de Cristo”. Y eso, no se dice… primero se vive. Quede hoy en nuestro corazón, para responder de corazón, la pregunta de Jesús: “Y tú, ¿quién dices que soy yo?”.

Hoy, Señor Jesús, quiero que seas para mí, ilusión que me empuje a trabajar por tu Reino, fe que me ayude a sentirte siempre presente, esperanza que me anime en el desaliento, amor que me enseñe a negarme para dar lo mejor de mí mismo. Amén.

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Enrique Díaz Díaz

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