© Cathopic/Angie Mendoza

Mons. Enrique Díaz Díaz: «Como la perla»

XVI Domingo Ordinario

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Génesis 18, 1-10: “Señor, no pases junto a mí sin detenerte”

Salmo 14: “¿Quién será grato a tus ojos, Señor?

Colosenses 1, 24-28: Un designio secreto que Dios ha mantenido oculto y que ahora ha revelado a su pueblo santo”

San Lucas 10, 38-42; “Marta lo recibió en su casa. María escogió la mejor parte”

Al escuchar el evangelio de este domingo aparece ante mis ojos la figura  de Doña Chenta, mujercita menuda, encorvada por el mucho servir y la acumulación de años, pero siempre dispuesta a atender a quien llegaba, a ofrecer descanso, comida o bebida según la ocasión, y pronta a escuchar con toda atención a la persona, fuera quien fuera. Difícil equilibrio de una actividad sorprendente que lo mismo aseaba, atendía sus plantas o sus canarios, que servía al hijo o a la visita que llegaba, pero que siempre dispuesta a escuchar. Quizás con el paso de los años se fue acrecentando más su capacidad de escucha y sus fuerzas le fueron limitando sus actividades,  pero siempre la recuerdo así con ese raro equilibrio: una Marta dispuesta contemplar, o bien, una María atenta a servir en las necesidades de los demás.

Quizás para escuchar este evangelio deberíamos recordar cómo se forma una perla.  Las perlas son el resultado del crecimiento provocado por la presencia de una partícula de material ajeno (un grano de arena u otra substancia como agua de mar), en el interior de la concha de los moluscos. Una ostra que no ha sido herida no puede producir perlas. Pero para que ese “objeto extraño” se llegue a convertir en perla se requiere de una larga permanencia en el interior de la ostra. ¿Alguien se quiere transformar en perla? Requerirá entrar en el interior de sí mismo para descubrirse junto a Dios, requerirá el silencio de la perla. Ya advertía San Agustín la necesidad de retornar de la exterioridad dispersiva hacia la profundidad íntima y secreta del hombre interior. Allí no sólo se descubrirá el propio Yo, sino también a Dios. Pero en el interior de la ostra no hay pasividad sino una gran efervescencia de fluidos y combinaciones, y todo con la calma infinita del tiempo, del anonimato y de la oscuridad. Así también la persona a partir de la materialidad y fragilidad de su propio ser, se transformará en perla purísima. Es una lección importantísima en este tiempo hecho sobre todo de apariencias, inclinación a la ostentación exterior y a la atracción sólo de la superficialidad. Estamos tentados por la frivolidad de las experiencias sensibles, de la ligereza y de las cosas banales. Pero hoy, el Señor Jesús nos recuerda que si se quiere crear algo sólido y permanente, es necesario tener el valor de entrar en el interior, de arriesgarse a la comunicación verdadera, a la meditación, a la interioridad. Iniciar la aventura de “sentarse a escuchar la palabra del Señor” que es la mejor parte.

No se trata de poner en contraposición a Marta y a María, no se trata de condenar las acciones comprometidas y conscientes en la construcción del Reino, tampoco de despreciar o minusvalorar el poder de la oración y la escucha de la palabra. Se trata de responder con toda seriedad la pregunta que nos lanza el salmo: “¿Quién será grato a tus ojos, Señor?”. Y entonces tendremos que mirar lo profundo de nuestro corazón. Si solamente nos despedazamos repartidos en mil empresas y nuestro corazón está hueco, seremos como la carreta que hace mucho ruido cuando la llevan vacía. Pero tampoco será verdadera nuestra piedad y no seremos gratos al Señor, si nuestra contemplación y nuestro silencio, no se traducen en “proceder con honradez y justicia”, pues la mera práctica religiosa exterior es insuficiente en relación a la fe y al seguimiento de Jesús. Jesús hoy se nos presenta como el huésped que deberemos atender, escuchar y seguir. Para agradarlo no pide exterioridades, sino la honradez del corazón. Tendremos que tener mucho cuidado que la acumulación de pendientes y tareas, no nos roben la paz y la tranquilidad, y nos quiten la oportunidad de entablar ese diálogo con el “Huésped” que hoy viene a visitarnos. “Señor mío, si he hallado gracia a tus ojos, te ruego que no pases junto a mí sin detenerte”. Son las palabras de Abraham para la misteriosa visita que se le presenta. Los acoge, los escucha, los atiende y logra transformar la esterilidad de Sara en la fecunda bendición de un hijo.

Hoy caminemos al ritmo de Jesús, no necesitamos afanarnos por lo inmediato; no valemos por lo que hacemos sino por lo que somos, y a los ojos de Jesús, nuestro huésped, tenemos valor infinito. Tendremos que descubrir el valor de la Palabra que se anida en nuestro corazón y se transforma en perla preciosa, pero que requiere ese espacio, ese momento continuo, esa espera. ¿Cuánto tiempo hace que no le dedicamos un espacio con calma, sin otras preocupaciones que atender “la Palabra de Jesús”? Así, a pie descalzo, despojados de todo lo que tenemos, sin máscaras, con sencillez, poniéndonos en manos de quien nos ama tanto. Escuchar su Palabra entrando en lo desconocido, experimentando su ternura, con el corazón desnudo. No podemos tampoco caer en  un intimismo que nos aísle de la realidad o nos torne indiferentes ante los problemas del prójimo. Está demasiado cercana la narración del buen samaritano como para que este pasaje nos hiciera olvidar que el amor a Dios se manifiesta en el amor al prójimo. Pero atención, nuestro corazón debe tener una fuente, si no, se seca. También debe tener una salida expresada en el amor al prójimo; si no, se pudre y huele mal. ¿Cuál es nuestra fuente interior y cómo se manifiesta equilibradamente en buenas obras?

 Padre Bueno, que en Jesús nos has mostrado «el camino»: mira cómo nos atoramos entre tantas actividades y nos vamos a los extremos. Ayúdanos a encontrar, a semejanza de Jesús, la síntesis armoniosa entre oración y acción; entre contemplarte y obedecerte; entre servirte a Ti y servir a los hermanos. Amén.

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Enrique Díaz Díaz

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