VIGÉSIMO SEXTO DOMINGO DEL TIEMPO COMÚN
Ciclo C
Textos: Amós 6, 1a. 4-7; 1 Tm 6, 11-16; Lc 16, 19-31
Antonio Rivero, L.C. Doctor en Teología Espiritual, profesor en el Noviciado de la Legión de Cristo en Monterrey (México) y asistente del Centro Sacerdotal Logos en México y Centroamérica, para la formación de sacerdotes diocesanos.
Idea principal: ¿Qué piensa Cristo de la pobreza y de la riqueza?
Síntesis del mensaje: El domingo pasado vimos qué hacer con el dinero. Hoy Jesús vuelve a ponernos el ejemplo del rico epulón y el pobre Lázaro para invitarnos una vez más a saber usar las riquezas –medios- para alcanzar la eternidad dichosa –fin- mediante la caridad misericordiosa con el necesitado. Amós (1ª lectura) sigue azotando a los que viven a sus anchas, de placer en placer, olvidados de Dios y del prójimo. San Pablo nos exhorta a vivir esas virtudes propias de un seguidor de Cristo: la justicia, la religión, la fe, la paciencia y el amor (2ª lectura). Menos mal que Dios es fiel y hace justicia a los oprimidos y da pan a los hambrientos (Salmo).
Puntos de la idea principal:
En primer lugar, miremos al rico epulón. Epulón, sí, que en latín se traduciría “tragón sibarita”. ¡Ni nombre tenía! Lucas lo describe con estas tres pinceladas: era rico –suponemos que consiguió las riquezas justamente-, se vestía con las mejores telas de la India, diríamos hoy; y banqueteaba cada día, es decir, manteles largos con tres copas finas, marca Riedel austríaca, en la jerga de hoy. Lógicamente así ni cuenta se daba de que a la puerta de su casa yacía un pobre hombre con la mano extendida, con la boca seca, famélico, con los ojos tristes repletos de legañas y con el cuerpo cubierto de llagas y gusanos.
En el presupuesto del rico no entraba Dios ni el prójimo. Sólo él, declinado en todos los casos: yo, de mí, para mí…mis cosas, mi comida y mis vestidos. Eso en vida. Ciertamente este rico no ha maltratado al pobre, ni le ha golpeado; simplemente ha estado ciego ante la necesidad de su hermano, no se ha querido enterar de que existía, por su ceguera egoísta. Pero nada puede durar eternamente. Y murió. ¿Desenlace? Al infierno –que existe, claro que sí-, no por ser rico, sino por no compartir su riqueza con los pobres. Sus riquezas no le sirvieron de pasaporte para la otra vida. Infierno eterno. Pena y castigo eternos, sin arrepentimiento y sin vuelta atrás. Ah, si hubiera compartido algunas migajas con el pobre, otro hubiera sido su destino, que él mismo se labró, que no Dios. Dios sólo da el veredicto en el día del juicio, donde seremos juzgados del amor, nos dirá san Juan de la Cruz. Este rico hizo de las riquezas su fin y a ellas se apegó, y quedó deshumanizado y sin alma. No pudo llevarse al otro mundo sus riquezas. Antes que Lucas, ya el profeta Amós había gritado contra este tipo de… ¿hombres?
En segundo lugar, ahora miremos a ese pobre Lázaro. Con nombre concreto que significa “Dios ayuda” en hebreo. Prototipo de la miseria humana. Pero confiado en Dios. Su desgracia viene así descrita por Lucas: mendigo echado en el suelo, cubierto de llagas y hambriento al menos de las migajas que caían de la mesa del rico. También el murió. ¿Desenlace? Fue llevado al cielo –que también existe-. No por ser pobre, sino por haber confiado en Dios y no haber ofendido, ni protestado ni robado al rico. ¡Cuántos Lázaros hay hoy en nuestro mundo, en nuestra ciudad, en nuestro barrio! Dicen nuestros obispos de Latinoamérica en la IV Conferencia del CELAM en Santo Domingo: “Descubrir en los rostros sufrientes de los pobres el rostro del Señor (cf. Mt 25, 31 -46) es algo que desafía a todos los cristianos a una profunda conversión personal y eclesial. En la fe encontramos los rostros desfigurados por el hambre, consecuencia de la inflación, de la deuda externa y de injusticias sociales; los rostros desilusionados por los políticos, que prometen pero no cumplen; los rostros humillados a causa de su propia cultura, que no es respetada y es incluso despreciada; los rostros aterrorizados por la violencia diaria e indiscriminada; los rostros angustiados de los menores abandonados que caminan por nuestras calles y duermen bajo nuestros puentes; los rostros sufridos de las mujeres humilladas y postergadas; los rostros cansados de los migrantes, que no encuentran digna acogida; los rostros envejecidos por el tiempo y el trabajo de los que no tienen lo mínimo para sobrevivir dignamente (cf. CELAM, «Documento de trabajo», 163).
El amor misericordioso es también volverse a los que se encuentran en carencia espiritual, moral, social y cultural” (Santo Domingo, Conclusiones 178). Y más adelante: “El creciente empobrecimiento en el que están sumidos millones de hermanos nuestros hasta llegar a intolerables extremos de miseria es el más devastador y humillante flagelo que vive América Latina y el Caribe. Así lo denunciamos tanto en Medellín como en Puebla y hoy volvemos a hacerlo con preocupación y angustia. Las estadísticas muestran con elocuencia que en la última década las situaciones de pobreza han crecido tanto en números absolutos como en relativos. A nosotros los pastores nos conmueve hasta las entrañas el ver continuamente la multitud de hombres y mujeres, niños y jóvenes y ancianos que sufren el insoportable peso de la miseria, así como diversas formas de exclusión social, étnica y cultural; son personas humanas concretas e irrepetibles, que ven sus horizontes cada vez más cerrados y su dignidad desconocida”. ¿No es para llorar y hacer algo? Y el documento de Aparecida nos dice: “Sólo la cercanía que nos hace amigos nos permite apreciar profundamente los valores de los pobres hoy, sus legítimos anhelos y su modo propio de vivir la fe. La opción por los pobres debe conducirnos a la amistad con los pobres… a la luz del Evangelio reconocemos su inmensa dignidad y su valor sagrado a los ojos de Cristo, pobre como ellos y excluido entre ellos” (n. 398)
Finalmente, ¿en cuál de los dos personajes me reflejo? “¡En ninguno!”. ¡No puede ser! Hoy tenemos que hacer un serio examen de conciencia y ver cuál de los dos habita en mi interior, a cuál de los dos estoy alimentando y cuál de los dos quiero ser. Seremos ese rico epulón si sólo pensamos en nosotros y nada hacemos para solucionar las diversas pobrezas de nuestros hermanos. No debemos dejar que se establezca una separación entre nosotros y los pobres, nuestros hermanos que sufren y carecen de los medios necesarios para vivir. Debemos salir positivamente a su encuentro, cuidar de ellos, preocuparnos por su bien, como tantas veces nos ha repetido el papa Francisco. Que conste que este reclamo no es nuevo en la Iglesia. La Iglesia siempre ha tenido esta preocupación desde que fue fundada, y siempre ha impulsado a los hombres a que socorran a los más necesitados.
Hoy, hay organizaciones como Cáritas, que intentan salir al encuentro de las necesidades de los pobres, de los refugiados, de los sin techo, sin pan, sin tierra. ¡Cuántos misioneros y misioneras dejan sus países y se van a países lejanos para llevar no sólo el pan de la Palabra sino también el pan material, las medicinas y ropa a hermanos que apenas tienen nada! Pero cuántos hay que cierran los ojos y se sientan en la mesa de este rico epulón sibarita, con peligro –sepámoslo- de su salvación eterna.
Para reflexionar: ¿Tengo la conciencia de que mis bienes, no sólo económicos, sino también culturales y religiosos, los debo compartir con los demás? ¿Estoy encerrado en mi egoísmo, olvidando a los demás, sobre todo a los pobres, que me resultan “incómodos”? ¿Estoy apegado a las cosas materiales, embotado por lo secundario y descuidando lo principal? ¿Me extraña que Jesús dijera que es tan difícil que se salve un rico lleno de sus cosas como que un camello pase por el ojo de una aguja?
Para rezar: Señor, ayúdame a poner en su lugar la riqueza. Abre mis ojos a las necesidades de tanto Lázaros. Y que sepa compartir lo poco o lo mucho que tengo para aliviar un poco el sufrimiento de esos mis hermanos, a ejemplo tuyo y de tantos santos. Amén.
Para cualquier duda, pregunta o sugerencia, aquí tienen el email del padre Antonio, arivero@legionaries.org