“Apostolado y estudio fueron una conjunción magistral en este insigne defensor de la fe nicena, perseguido y desterrado, que dejó una huella imborrable en su pueblo. Fue especialmente venerado por Juan Crisóstomo y Gregorio de Nisa”
En el Año de la Fe se nos recordó la invitación petrina a estar dispuestos para dar razones de nuestra esperanza (1 Pe 3,15). Ofrecer la vida a Cristo incluye el esfuerzo de formarse a conciencia para llevar a todos, creyentes e incrédulos, con el rigor debido, las verdades en las que se asienta el patrimonio fiducial que hemos recibido. Y esto es algo que viven como bendición y privilegio sus genuinos seguidores, a quienes urge ponerle en el lugar que le corresponde abriendo siempre nuevos caminos.
El acervo patrimonial de una tradición apostólica de inmensas proporciones ha sido labrado por aquellos que antepusieron su defensa a todo interés personal, y utilizaron responsablemente las ágoras del momento, como hoy las tenemos y no solo en las redes sociales. También los paraninfos universitarios están ávidos de que alguien esparza las semillas de la fe que durante siglos han querido ser suplantadas por los diversos “ismos”. Melecio de Antioquía salió al paso de las corrientes de la época y, aún viviendo inmerso en ese caos de tendencias afines y contrarias al dogma, supo llevar a muchos por el camino de la conciliación con una altura intelectual que dejó a todos perplejos. Ensamblar estudio y apostolado en orada ofrenda es la gran tarea que tenemos delante y que muchos hemos recibido dentro del carisma al que hemos sido llamados. Es uno de los cruciales desafíos a los que nos invita la nueva evangelización.
Melecio era natural de Melitene, Armenia. Nació hacia el año 310 en el seno de una ilustre familia. El año 357 se celebró un Concilio en su ciudad natal y fue designado obispo de Sebaste. Pero este férreo garante de la fe nicena, que supo ganarse a los arrianos y a los católicos, sufrió exilio en varias ocasiones. El arrianismo estaba en su apogeo y los conflictos le acompañaban. Siendo prelado las tensiones creadas le indujeron a refugiarse durante un tiempo en el desierto, y luego en Siria. Lejos de amainar las disputas, éstas fueron creciendo porque la iglesia de Antioquía había sucumbido bajo el yugo de la herejía. Los que sucedieron al obispo Eustaquio, desterrado el año 330, aniquilaron la fe. En medio de constantes pugnas, Melecio fue elegido obispo de Antioquía.
La situación en la que se produjo su designación fue incómoda ya que en ella no habían intervenido los católicos sino algunos arrianos, hecho mal acogido por una parte de los fieles. El asunto se dirimió una vez que el emperador Constancio II, que había dispuesto que otros prelados comentasen el Libro de los Proverbios, pudo constatar que, a diferencia de ellos, Melecio daba claras pruebas de su ortodoxia ensalzando el texto que vinculó al misterio de la Encarnación, con lo cual se diferenciaba de aquéllos.
Este nítido testimonio de fe –conservado por san Epifanio por su modélico y riguroso enfoque– puso en aprietos a los arrianos, y Eudoxio, que no perdía ocasión para desacreditar a Melecio, intentó influir en la decisión de Constancio y convencerle de que debía enviarle al destierro. Logró sus propósitos, ya que las denuncias de sabelianismo lanzadas sobre Melecio tuvieron éxito, y fue desterrado a Melitene, ocupando Eudoxio, que había sido discípulo de Arrio, la sede de Antioquía. No obstante, el cisma que planeaba sobre ésta desde que se produjo el destierro de san Eustaquio aún no había llegado a su apogeo. El vaivén que se cernía sobre los prelados de uno y de otro signo estaba unido al criterio de los sucesivos emperadores. Así, Justiniano en el año 362 restituyó a Melecio en el gobierno de la sede antioquena, pero ese no fue el criterio seguido por Valente, que lo desterró en el año 365. Graciano en el 378 propició su regreso a la ciudad, pero las dificultades arreciaban. Y en el año 381 se convocó el II Concilio ecuménico que tuvo lugar en Constantinopla. Melecio lo presidía, y fue entonces cuando entregó su alma a Dios.
Se había caracterizado por la bondad, humildad, paciencia y espíritu conciliador. Con su virtud se hizo acreedor del respeto y afecto de muchas personas, sentimientos que fueron patentes de modo singular cuando regresó del destierro. Tomaron como una bendición el mero hecho de poder verle y oírle. Los que podían se afanaron para besar sus manos y sus pies. Simplemente estos gestos dan idea de la altísima consideración que tenían los fieles de la ciudad por este obispo santo, al que ya habían encumbrado como tal antes de que la Iglesia lo hiciera. No es de extrañar que, tras su muerte –como atestiguó san Juan Crisóstomo, que lo conoció bien ya que había estado bajo su protección y fue ordenado diácono por él–, quienes lo conocieron dieran tantas muestras de veneración hacia este heroico prelado que se había mantenido fiel a la fe, y que durante dieciocho años había sufrido las fluctuantes decisiones de los gobernantes de turno.
El signo que prueba el anhelo del pueblo de que su nombre perdurase al paso del tiempo, es que muchos ciudadanos de Antioquía lo escogieron para bautizar a sus hijos. Además, su efigie la tenían presente en anillos, elementos de la vajilla y paredes de sus moradas, además de esculpirla en el dintel de la puerta de acceso a las mismas, como testificó Juan Crisóstomo en el panegírico que le dedicó: “Apenas llegado a Antioquía, cada uno de vosotros da su nombre a sus hijos, creyendo de este modo introducir al mismo santo en su casa”. La oración fúnebre corrió a cargo de san Gregorio de Nisa. Éste, acompañado de todos los que se hallaban presentes en el Concilio, tributó honor a san Melecio. Con sentidas palabras ensalzó de él: “la dulce y tranquila mirada, radiante sonrisa y bondadosa mano que secundaba a su apacible voz”, concluyendo magníficamente con esta certeza: “Ahora él ve a Dios cara a cara, ruega por nosotros y por la ignorancia del pueblo”.