“Cuando el amor a Dios se desborda, brotan las bendiciones. Este gran reformador trinitario sufrió mucho por causas internas y externas, pero alcanzó la santidad, como santa Teresa vaticinó a sus padres cuando él era un niño”
En los siglos que median de aquel instante en el que este santo trinitario subió al cielo en 1613, su figura no ha hecho más que agrandarse. Y todo porque la herida de amor divino que traspasó su ser de parte a parte, además de impregnar a cuantos tuvo a su alrededor, sigue desbordándose para alumbrar a tantos modernos cautivos de sí mismos, de afanes diversos que asfixian su caminar, y de la opresión de otros. El efecto de esa mística llaga, ajena al paso del tiempo, se ha multiplicado y mantiene su frescura primigenia como signo palpable de que la única perennidad que en rigor cabe esperar es la que se alcanza con la ofrenda a Dios de la propia vida. Juan Bautista soñó la santidad, hizo de ella coto de sus juegos infantiles, respiró aromas de eternidad a los pies del sagrario unido a María, y nutrió su acontecer con esa exclusiva aspiración, venciendo sus flaquezas con la gracia de Cristo.
Nació en Almodóvar del Campo, Ciudad Real, España, el 10 de julio de 1561 en el hogar de unos labradores acomodados. Siendo niño mostró un precoz anhelo hacia la perfección del amor. Tanto es así que jugaba a ser santo incluyendo prácticas ascéticas que afectaron seriamente a su salud, al punto de que alguna secuela le acompañó hasta su muerte. El testimonio y aliento de sus padres contribuyeron a que calasen en él definitivamente rasgos de piedad característicos de su vida: devoción a la Eucaristía y rezo del Santo Rosario, así como la abnegación y un dilecto amor a los pobres. El conocimiento de hazañas de jóvenes que habían alcanzado la gloria eterna ofreciéndose a Dios sin reservas le animaba en su afán religioso.
Santa Teresa de Jesús, al conocerle de paso en uno de sus viajes apostólicos hacia 1574 o 1576, identificó en él al santo que llegaría a ser, comunicando a sus padres el futuro que preveía para el adolescente. Ellos, gozosos ante el vaticinio, no pusieron ningún impedimento para que su hijo siguiera en pos de su vocación. En este camino que emprendía, alimentando su aspiración religiosa, se formó con los carmelitas descalzos de su ciudad natal, y prosiguió estudios en Baeza y Toledo. Su primer intento fue integrarse en la comunidad, pero no pudo ver cumplido ese sueño por designios inexplicables de la divina Providencia. Y en 1580 se convirtió en religioso de la orden de trinitarios calzados, donde tomó el hábito y profesó al año siguiente. En el noviciado había coincido con Simón de Rojas, entre otros religiosos que iban a derramar su sangre por Cristo.
El camino hacia la santidad acarreaba renuncias que en un primer momento no se sentía inclinado a realizar. Después, al convertirse en un reformador consumado, repararía en esos escollos que surgieron de su interior. Y en una mirada retrospectiva sobre su vida, apuntaría debilidades como la vanidad y una cierta resistencia a dar respuesta inmediata a lo que entendía que Dios le pedía, además de señalar faltas diversas como la impaciencia y poco tacto, entre otras, surgidas de un temperamento colérico como el suyo, que le jugaba malas pasadas. En suma, advirtió que no había sido riguroso en la exigencia del seguimiento.
La santidad se fragua a través de fidelísimos y constantes sacrificios que testifican cada día la autenticidad de una decisión. Y Juan conquistó la suya. Esa es su grandeza y corona. Durante dieciséis años se fue forjando en la caridad, viviendo la regla primitiva de la Orden, sobreponiéndose a su endeble salud. Llevó su gran sabiduría de excelso predicador por Alcalá de Henares y Sevilla. Fue entonces, al salir de esta capital, cuando a través de una revelación que surgía como de una tempestad, vio que debía emprender la reforma trinitaria llevando a la Orden hacia un mayor rigor. Había llegado su hora: “Señor, me haré reformado en Valdepeñas”. “Pasó la tempestad y yo quedé recoleto con voto y con obligación y con deseo y voluntad”. Con esta convicción llegó a esta localidad en 1596, y de allí partió a Roma dos años más tarde, habiendo abandonado a los pies de Cristo el lastre que le ataba a tantas cosas inútiles; se dijo: “más quiero mi religión y la honra de mi buen Dios que los tesoros del mundo”.
La misión no fue nada fácil. Hubo férreas oposiciones de trinitarios calzados, detenciones, agresiones físicas y verbales, traiciones hasta de sus hijos, entre otras, que no le impidieron poner en pie la reforma que se produjo el 20 de agosto de 1599. Dejándose la vida en el empeño de dar a conocer a Cristo y asentar las bases de la misma, Juan no desmayó. Fundó 19 conventos, uno de ellos para monjas de clausura. Siendo el eje central de su vida la Santísima Trinidad, vivió y transmitió la caridad con los cautivos y los necesitados, la humildad, la penitencia y la oración. “¡Señor, ámate yo y sea pobre, tan pobre que solo tenga un breviario!”. Purificado y moldeado por Dios, como se acrisola el oro en el fuego, en momentos de oscuridad suplicaba ardientemente: “Tú, Señor, ¿no sabes que deseo hacer sola tu santa voluntad, aunque me cuesten mil vidas? Dame, Señor, luz; sepa yo tu santa voluntad. Nada se me da de cuantos trabajos hay en el mundo; solo querría yo agradarte y no salir un punto de tu querer”. Estas hondas experiencias rezuman los numerosos tratados ascéticos, místicos y teológicos que surgieron de su pluma, y en los que se aprecia su amor a la cruz. El tránsito a la vida eterna le sorprendió en Córdoba el 14 de febrero de 1613. Fue canonizado el 25 de mayo de 1975 por Pablo VI. Los trinitarios calzados dejaron de existir como Orden en 1897.