Levítico: “Sean santos, porque yo, el Señor, soy santo”
Salmo 102: “El Señor es compasivo y misericordioso”
Corintios 3, 16-23: “Ustedes son templo de Dios y el Espíritu de Dios habita en ustedes”
San Mateo 5, 38-48: “Sean perfectos como su Padre celestial es perfecto”
Entre las anécdotas que se narran de Tatic Samuel hay una que siempre me ha llamado la atención, porque me la han narrado varias veces. Se refiere a su relación con “sus enemigos”. Periodistas y entrevistadores con frecuencia trataban de amarrar navajas diciéndole que alguna persona había juzgado negativamente su labor. Y con frecuencia él contestaba “es que mi amigo verá las cosas de otra manera”. Y cuando le reclamaban que tal personaje no podría ser su amigo porque buscaba hacerle daño, él, en tono entre sarcástico y divertido, contestaba: “De mi parte sólo tengo amigos. De su parte, él sabrá si es buen amigo o mal amigo”. Y es verdad, Cristo nos invita a amar incluso a los enemigos y esa es la única forma de no tener enemigos
A nuestro mundo tan saturado de violencia, de odios, y de dudas; a personas tan sumidas en la angustia por la vida y en la pérdida de su sentido, sonarán como cañonazos explosivos las frases que provienen desde la montaña para cambiarnos la vida. El libro del Levítico nos recuerda la exigencia que Dios le hace a Moisés: “Sean santos porque yo, el Señor, soy santo”. No es una afirmación ambigua, ni pretende una santidad estereotipada que nos aleja del mundo, sino que se traduce en actitudes muy concretas: “No odies a tu hermano ni en lo secreto de tu corazón… no te vengues ni guardes rencor… ama a tu prójimo como a ti mismo”. ¿Está claro en qué consiste la santidad? Si reconocemos que tenemos un Dios que es bueno como el pan que a todos alimenta, que para todos se reparte, y si se nos invita a parecernos a Él, la santidad no quedará en aislamientos ni indiferencias. La santidad será como el sol que cada día, con una terca insistencia, pretende iluminar y dar calor a todos los humanos, sin hacer distinción de razas, de colores o de estados de ánimo. Así es nuestro Dios y así nos invita a vivir.
San Pablo nos lanza la segunda frase explosiva: “¿No saben ustedes que son templo de Dios y que el Espíritu de Dios habita en ustedes?” ¿Cómo podemos vivir con apatía e indiferencia? No somos poca cosa. Dios no hace basura y nos ha formado con gran dignidad. Valemos mucho como personas. Y mientras escribo estas reflexiones escucho las noticias de asesinatos, violencia y destrucción. ¿Habrá razones suficientes para acabar con la propia vida? Si no nos amamos nosotros, ¿cómo vamos a amar a los demás? El amor al prójimo está basado en el amor a nosotros mismos, pero necesitamos reconocer la propia dignidad. Y no se trata de falsos orgullos, sino de poner los cimientos de nuestro verdadero valor a tal grado que San Pablo dice: “Ustedes son de Cristo”. Necesitamos vivir con esa dignidad, reconociéndonos templos llenos de la presencia de Dios. Nunca lo debemos olvidar y no podremos vivir de una manera negativa porque nosotros somos ese templo de Dios.
Y por si fuera poco, también desde la montaña, San Mateo nos recuerda una expresión explosiva y magnífica: “Sean perfectos como su Padre celestial es perfecto.” Son las palabras de Jesús que invita a sus discípulos a romper la escalada que inicia con la violencia, que continúa con las venganzas y que finaliza dejando el corazón lleno de odios y resentimientos. La antigua ley que buscaba proteger al más desvalido y que exigía cobrar ojo por ojo y diente por diente, no solucionaba de fondo la violencia porque el corazón lleno de rencor no permite encontrar la paz. Quien se pudre por dentro para no aceptar al prójimo, para no amarlo, se queda lejos del hermano, pero acaba podrido para toda la vida. El otro no puede ser “enemigo”, es un ser humano, alguien que sufre y goza, que busca y espera. Sí, ya sé que en la mente de muchos de nosotros no sólo estarán esas personas molestas y fastidiosas que nos cuesta mucho tratar diariamente con cariño, sino también estaremos pensando en los grandes asesinos y en los narcotraficantes y en los corruptos. ¿Cómo amar o aceptar a tales personas? Mi pregunta siempre será: ¿cómo los ama Dios? ¿Cómo da la vida Jesús también por ellos? La violencia nunca se solucionará con violencia. ¿No tendremos también nosotros otra propuesta?
A Cristo lo llamaron loco por proponer estas soluciones, pero son las únicas propuestas que pueden solucionar la violencia. Cristo nos invita a realizar cosas “extraordinarias”. La vocación del cristiano es vocación a la locura y a lo extraordinario. No está llamado el cristiano a ser mediocre y conformista, sino a realizar grandes proezas: parecerse a Dios Santo, vivir como templo de Dios y ser perfecto como su Padre celestial es perfecto. La Palabra de Dios que hoy se nos presenta, no es letra muerta, sino viva y palpitante y nos deja inquietos. Estamos llamados a realizar cosas extraordinarias: el perdón, el amor sin condiciones, y la apertura a los diferentes. El amor cristiano nace de lo profundo de la persona, de saberse amado por Dios y quiere ser reflejo y expresión de ese amor del Padre que nos abraza a todos. Amar al prójimo significa hacerle bien pero también exige aceptarlo, respetarlo y descubrir lo que hay en él de presencia de Dios. El mal, a pesar de las apariencias, siempre será débil. El odio brota del miedo y se siente amenazado. La ofensa tiene necesidad de la venganza. En cambio, el amor es la única fuerza capaz de cortar de raíz la violencia. Es urgente un “¡ya basta!” a la violencia y aceptar la propuesta de la no violencia que Cristo nos ofrece. El cristiano es vencedor no cuando logra posesionarse de las armas del enemigo, sino cuando dejando las propias armas, lo convierte en amigo. La debilidad del amor es la única fuerza capaz de desarmar el mal.
Tomemos en serio las palabras que nos ofrece “La Palabra”, reconozcámonos como personas valiosas, amadas por Dios. Dejémonos cuidar, abrazar y querer por Dios Padre para así lanzarnos en pos del gran ideal, que nos parece extraordinario: amar, perdonar, ser santos y vivir como templos del Espíritu.
Señor Jesús, que nos propones a Papá Dios como único modelo de amor y de paz, concédenos que, dejando las armas de la venganza y la violencia, nos arriesguemos a acompañarte en tu aventura de construir un mundo sin odios, un mundo de hermanos, un reino de paz. Amén.