(zenit – 14 mayo 2020).- Nos ha sorprendido a todos este suceso del coronavirus. Nadie lo esperaba. Nadie lo hubiera deseado. Pero la realidad es esta: este virus nos envolvió e invadió el norte y sur, el este y el oeste.
Quiero en este artículo analizar las lecciones que podemos aprender en estos momentos. No trataré el tema desde el punto de vista científico ni médico ni social. Para eso están los expertos y peritos en el tema. Solamente quiero ofrecer unas notas desde el punto de vista espiritual para afrontar y sacar provecho de esta prueba que Dios ha permitido en el mundo. Él es el Creador y Señor de la historia y del mundo. Y sabrá sacar un bien de esto que en sí es un mal que ha causado muertes y enfermedades.
El coronavirus nos plantea grandes retos que podemos enfrentar desde una perspectiva negativa o positiva. La pandemia es algo que no podemos cambiar, que no está en nuestras manos, pero lo que sí podemos hacer es cambiar nuestro corazón y la forma de vivirla internamente para convertirla en una bendición. Oscar Wilde dijo: «lo que nos parecen pruebas amargas, son a menudo bendiciones disfrazadas». ¡Hay que descubrirlas desde la oración permeada de fe y confianza en Dios!
Hoy se hace más evidente la necesidad de trabajar la interioridad para tener conciencia de nuestra dimensión espiritual. Esto ayudará a ver las situaciones desde otro ángulo: reconocer nuestras limitaciones, nuestra realidad, pero con un enfoque en la esperanza, la alegría y la solidaridad. Proverbios 17, 22 nos dice que un «gran remedio es el corazón alegre, pero el ánimo decaído seca los huesos».
- Iluminemos esta situación con el Catecismo de la Iglesia Católica
El drama de la existencia del mal ha sido usado desde muy antiguo para poner objeciones a la existencia de Dios o al menos a su actuación en el mundo. Lo reconoce el mismo Catecismo de la Iglesia Católica: ‘Si el mundo procede de la sabiduría y de la bondad de Dios, ¿por qué existe el mal?, ¿de dónde viene?, ¿quién es responsable de él?, ¿dónde está la posibilidad de liberarse del mal?’ (n. 284). Y también en otro lugar: ‘La fe en Dios Padre Todopoderoso puede ser puesta a prueba por la experiencia del mal y del sufrimiento. A veces Dios puede parecer ausente e incapaz de impedir el mal’ (n. 272).
Para muchos, pues, el escándalo del mal pone a prueba su fe en la providencia divina. ‘Si Dios Padre Todopoderoso, Creador del mundo ordenado y bueno, tiene cuidado de todas sus criaturas, ¿por qué existe el mal?’ (n. 309). ‘A esta pregunta tan apremiante como inevitable, tan dolorosa como misteriosa -responde el Catecismo- no se puede dar una respuesta simple. El conjunto de la fe cristiana constituye la respuesta a esta pregunta: la bondad de la creación, el drama del pecado, el amor paciente de Dios que sale al encuentro del hombre con sus Alianzas, con la Encarnación redentora de su Hijo, con el don del Espíritu, con lacongregación de la Iglesia, con la fuerza de los sacramentos, con la llamada a una vida bienaventurada que las criaturas son invitadas a aceptar libremente, pero a la cual, también libremente, por un misterio terrible, pueden negarse o rechazar. No hay un rasgo del mensaje cristiano que no sea en parte una respuesta a la cuestión del mal’ (n. 309).
Algunos se preguntan: ‘¿por qué Dios no creó un mundo tan perfecto que en él no pudiera existir ningún mal?’(n. 310). Es cierto que ‘en su poder infinito, Dios podría siempre crear algo mejor’ (ibid). Sin embargo, ‘en su sabiduría y bondad infinitas, Dios quiso libremente crear un mundo ‘en estado de vía’ hacia su perfección última. Este devenir trae consigo en el designio de Dios, junto con la aparición de ciertos seres, la desaparición de otros; junto con lo más perfecto lo menos perfecto; junto con las construcciones de la naturaleza también las destrucciones. Por tanto, con el bien físico existe también el mal físico, mientras la creación no haya alcanzado su perfección’ (Ibid).
Hay cosas que no podemos explicar ni entender sino desde una perspectiva que trascienda los tiempos y las expectativas demasiado apresuradas de los hombres: ‘Así, con el tiempo, se puede descubrir que Dios, en su providencia todopoderosa, puede sacar un bien de las consecuencias de un mal, incluso moral, causado por sus criaturas’ (n. 312).
Como cristianos debemos profesar nuestra visión de fe en este misterio de la existencia del mal diciendo con el Catecismo: ‘Creemos firmemente que Dios es el Señor del mundo y de la historia. Pero los caminos de su providencia nos son con frecuencia desconocidos. Sólo al final, cuando tenga fin nuestro conocimiento parcial, cuando veamos a Dios ‘cara a cara’ (1 Co 13,12), nos serán plenamente conocidos los caminos por los cuales, incluso a través de los dramas del mal y del pecado, Dios habrá conducido su creación hasta el reposo de ese Sabbat definitivo, en vista del cual creó el cielo y la tierra’ (n. 314).
- Veamos ahora las lecciones que podemos aprender de esta situación difícil y desconcertante
Dios dirige el mundo. Y Dios no solo es Omnipotente, sino Omnisciente y Misericordioso. Así que podemos confiar que hay una razón para que esto ocurra. Como no somos profetas, lo máximo que podemos hacer es explorar qué lecciones se pueden aprender de esta pandemia sin precedentes y cómo podemos responder a los desafíos que nos presenta.
Primero, la humildad
Así lo dijo en una carta publicada en los periódicos judíos, Rav Jaim Kanievsky, gran sabio.
La primera lección de humildad es comprender que no tenemos el control. Esta pandemia pone al descubierto el hecho de la fragilidad humana, la limitación, la vulnerabilidad del ser humano. Somos seres necesitados de otros y del Otro (con mayúscula). Ante una situación de enfermedad, de dolor o de muerte nos da la oportunidad de reflexionar y de entrar en nuestro interior para ver cómo estoy viviendo.
Una clave de la espiritualidad ignaciana es el «Principio y fundamento». Soy criatura, fui creado, no soy omnipotente y a partir de este reconocimiento puedo estar atento a mis movimientos interiores para poder orientarlos.
Con todos los milagros tecnológicos que ocurrieron a comienzos del siglo XXI (la inteligencia artificial, el mapeo del genoma, la ingeniería genética, las computadoras cuánticas), no podemos controlar un virus microscópico. Estamos todos asustados en nuestras casas, los trabajadores de la salud son los soldados en el frente de batalla, y en todo el mundo fallecen decenas de miles de personas.
Aunque pensemos que nuestros esfuerzos son los que dirigen los eventos del mundo, cada tanto nos enseñan de una forma muy dramática que no es así. La Torá nos advierte no pensar “Mi fuerza y el trabajo de mis manos produjeron esta riqueza” (Deuteronomio 8, 17). El hombre no es la máxima fuente de poder; por encima de nosotros hay una ‘autoridad superior’. Dios nos está enseñando a atemperar nuestro orgullo y nuestro sentido de poder.
Comparto lo que un hermano de mi congregación ha dicho en un mensaje que mandó estudiantes de secundaria del colegio Guadalupe de San José de Gracia, Michoacán hace unos días [1].
“Quisiera comenzar con esta anécdota. Existió un gran pintor, un famoso pintor inglés, que estaba haciendo su obra maestra en la catedral de San Pablo en Londres. Estaba pintando un fresco hermoso y estaba él subido en un andamio a unos diez, doce metros de altura. Y cuando ya estaba terminando su obra, ya estaba casi completa, tanto se admiró de su arte, que se puso absorto, que se puso como embobado, y dijo: ¡wow, esto es hermoso! -Y, claro, ustedes saben que para uno apreciar mejor una pintura, uno toma la distancia-. Entonces este pintor empezó a dar para atrás en los andamios con el riesgo de caerse. Y entonces estaba como absorto viendo su obra, su belleza. Y un asistente que estaba al lado vio que el pintor estaba por caerse ya al abismo y entonces dijo: no voy a gritar… Mojó un pincel en la tinta y lo tiró en medio del fresco. Y entonces se vio el pincel y la tinta escurriéndose en medio de toda aquella belleza, de aquel orden, de aquella armonía. Y el pintor volvió y se acercó otra vez al fresco. Y entonces aquel asistente le dijo: ¡Te salvé la vida!-; ¡Uy, sí, estaba yo a punto de caerme…!
Pues bien, ¿qué ha pasado con la pandemia, con el coronavirus? Nosotros, seres humanos, estábamos absortos, embobados, borrachos, ante el progreso, ante nuestra capacidad de hacer cosas, de consumir; trabajo, escuela, estudio, universidad, y el mundo estaba frenético. El Papa Francisco ha dicho: nos considerábamos sanos en un mundo enfermo. Y, claro, tan acelerados estábamos, tan empapados de nuestro ego, de nuestro consumir, yo, mis cosas, mis proyectos, mis estudios, tantas cosas, tantos problemas, que estábamos admirados con nuestro ego que nos íbamos a caer al abismo. Y ¿qué hizo Dios? Así como el asistente, mojó un pincel y lo tiró en medio de nuestro ego, de nuestra soberbia humana, incluso de nuestro avance tecnológico desenfrenado, desequilibrado. ¿Para qué? Para salvar nuestra vida, y sobre todo, salvar nuestra alma. ¡Este es el mensaje! Dios va a sacar un bien de este mal, queridos amigos que me están escuchando.
Dios no está gritando. Dios no está hablando fuerte. ¿Por qué Dios no habla en esta pandemia? ¿Por qué deja los muertos? ¿Por qué deja tantos contagiados? ¡Qué tristeza! Seguramente ustedes tendrán vecinos, gente que está contagiada, que está perdiendo el empleo porque no puede trabajar. No pueden funcionar las cosas a nivel económico, social. Y ¿Por qué Dios se calla? Porque está tirando el pincel a la pared y nos está salvando la vida, y sobre todo nuestra alma.
Así que, queridos amigos, vamos a ver también esa parte espiritual y buena de toda esta tragedia. Esto nos ha hecho pensar más en Dios que en nosotros mismos. ¡Cuánta gente ahora se acuerda de Dios! ¡Cuánta gente ahora dedica tiempo para rezar el rosario en familia! ¿Tú estás rezando el rosario en familia? -¡Ahí le dejo!- ¡Cuánta gente ahora dedica tiempo a sus seres queridos, a sus familiares, a sus papás! Los papás ahora pueden estar más tiempo con los hijos. Cosas que antes hacíamos a las carreras. Y qué maravilla que hemos redescubierto la riqueza de la familia, de los seres queridos, del encuentro. Incluso virtual: ya estamos conectados virtualmente, estamos nostálgicos unos de otros, pero nos comunicamos. ¡El valor de la relación interpersonal! ¡Más humanos! No tanto tecnológicos, máquinas, progreso, dinero, fama,-que eso es bueno-; pero cuando uno se mete por ahí y no sale de ahí, nos olvidamos ese tacto, esa sensibilidad humana que también es de Dios. Esta pandemia nos ha hecho ver también que tenemos que dar prioridad a las cosas importantes en la vida. A veces poníamos cosas o hacíamos cosas que no eran tan importantes y lo poníamos en primer lugar. ¡Dar el correcto valor a las cosas! Y saber que todo pasa. Simplemente se queda aquello que hayamos hecho por los demás.
Este último párrafo nos introduce a la segunda lección de podemos aprender.
Segunda lección: Caridad e interés por los demás
Todos estamos conectados. Somos mutuamente responsables los unos por los otros. Yo soy responsable por mis hermanos y hermanas. No puedo comportarme como Caín: “¿Acaso soy el guardián de mi hermano?” (Gn 4,9). Todos somos responsables por todo el mundo; y si Dios ama a todos los seres humanos, entonces también nosotros debemos amarlos y preocuparnos por ellos. Son nuestros hermanos, pues Dios es nuestro Padre.
El desafío es cumplir esta enseñanza de una forma extrema. Se nos pide que detengamos nuestras vidas, que nos aislemos en nuestras casas, que nos quedemos encerrados con nuestras familias (y para muchos esto implica estar completamente solos), para salvar las vidas de otras personas. Se nos pide que dejemos de lado nuestras libertades personales y nuestros deseos por el bien de otros. Sí, si socializamos hay cierto riesgo para nosotros mismos, sin embargo entendemos que el peligro real es para la gente más anciana.
De hecho, algunas personas en todo el mundo preguntan: ¿qué ocurre con la economía? La economía es una preocupación, pero en esta situación del coronavirus el mensaje es claro: los valores nos dicen que debemos aislarnos porque de lo contrario los ancianos corren grave peligro. Antes que nada están las vidas de todas las personas de nuestra sociedad.
Cuando la crisis comience a disminuir, habremos aprendido que la humanidad debe ser mutuamente responsable los unos por los otros, porque ya no podremos decir que un virus en la otra punta del mundo no es nuestro problema. También necesitaremos recordar que, como hermanos, tenemos que mantener el delicado equilibrio entre tener una conciencia y preocupación global y al mismo tiempo recordar que tenemos que mantener nuestros valores humanos y cristianos. Si algo dejó claro Cristo fue el mandamiento del amor: “Amaos los unos a los otros, como yo os he amado” (Juan 13, 34).
Un ejemplo de esto es el valor absoluto de la vida humana que no puede verse comprometida. Mantener nuestros valores a veces requiere que mantengamos límites o que permanezcamos diferentes al resto del mundo. Debemos aplicar esta lección también a nuestros hogares en estas circunstancias. En vez de entrar a una pelea con un miembro de la familia, debemos ceder y anular nuestros propios deseos.
La enseñanza final que debemos contemplar es por qué se nos aísla de nuestros amigos, de nuestros abuelos, de nuestra comunidad. La lección parece clara: si cuando socializamos hablamos mal de alguien, si chismeamos con nuestros amigos sobre otras personas, ya no merecemos el privilegio de esos lazos sociales porque los usamos mal. El aislamiento puede enseñarnos a reflexionar sobre cómo tener interacciones sociales positivas y constructivas en vez de relaciones negativas y destructivas.
La pregunta que debemos formularnos es: ¿Esta tragedia nos llevará a cambiar y a ser mejores personas? ¿La aprovecharemos para pensar sobre nuestra vida desde una nueva perspectiva, una que nos ayude a entender que no tenemos el control y que debemos hacer lugar a Dios en nuestras vidas? Una perspectiva que nos enseñe a poner las necesidades de los demás antes de las propias, aunque eso nos produzca inconvenientes e incomodidad. Una perspectiva que traiga paz y armonía con los demás y evite los chismes, las heridas y las peleas.
Quizás de esta devastadora tragedia pueda emerger un mundo más afectuoso, receptivo, solidario, con más consciencia social y con consciencia de la existencia y la realidad de Dios.
Tercera lección: la maduración en diversas virtudes humanas [2]
- Aceptar la crisis. Aunque resulte muy complicado, sobre todo cuando las infecciones y fallecimientos afectan a nuestra propia familia, una crisis no se supera personalmente mientras no se acepta plenamente, con todo su dramatismo y con todas sus consecuencias. Aceptar no es una postura pasiva ni indiferente. Aceptar es más que tolerar, soportar o aguantar. La aceptación exige una comprensión. Aceptar la crisis lleva a comprender su conveniencia para el desarrollo personal y colectivo, así como vislumbrar los muchos bienes que de ella pueden derivarse a corto, medio y largo plazo para la humanidad.
- La crisis como oportunidad. La aceptación permite ver la crisis como una oportunidad en la medida en que supone un aceleramiento brusco del nivel de consciencia individual y colectivo, así como del ritmo de crecimiento personal y desarrollo de los pueblos y de la humanidad. Las grandes crisis ponen la maquinaria humana a su máximo rendimiento, pues a cada persona se le exige dar lo mejor de sí misma. Sin una crisis social profunda, ni Gandhi, ni Martin Luther King, ni Nelson Mandela, ni la Madre Teresa de Calcuta, ni Óscar Romero se habrían convertido en auténticos campeones de los derechos humanos.
- El ser humano puede operar desde su dimensión biológica, emocional, racional o espiritual. Las crisis ayudan al ser humano a identificarse con su dimensión más elevada, la espiritual, a encontrar una paz más profunda en medio de situaciones verdaderamente dramáticas, a adquirir un conocimiento de la realidad mucho más integral. La persona humana se espiritualiza —fundamentalmente— a través del silencio y la contemplación, de la meditación y de la oración. Espiritualizarse ayuda a dar más valor a lo esencial que a lo accesorio, a lo eterno que a lo temporal, al espíritu que a la materia, al amor que al placer, a lo gratuito que a lo oneroso, al dar que al recibir.
- Espíritu de servicio. Las crisis ayudan a multiplicar los actos de servicio a los demás porque generan necesidades apremiantes. Las crisis producen una multiplicación en cadena de actos de solidaridad entre seres humanos y pueblos que fortalece lazos y destinos. Este necesario espíritu de servicio implica cuidarse a uno mismo para poder ser buen instrumento en ayuda de los demás. Por eso, un correcto espíritu de servicio sabe protegerse, no egoístamente sino solidariamente, con el fin de recuperar fuerzas y poder continuar con el servicio. Esto resulta de capital importancia en el personal médico. De lo contrario, es fácil caer en el agotamiento que siempre conlleva un aumento de la carga social.
- Prudencia, no miedo. Una adecuada gestión de la crisis exige aprender a distinguir la prudencia del miedo. La prudencia es espiritual y no consume energía vital; el miedo es emocional, y acaba con nuestra energía. La prudencia ante la crisis lleva a cumplir a rajatabla las indicaciones de las autoridades gubernamentales y sanitarias que la gestionan. Es fuente de paz y siempre suma. El miedo, en cambio, paraliza, resta y en nada contribuye al fin de la pandemia.
- Gestionar la incertidumbre. La crisis nos ayuda a aprender a vivir en momentos de incertidumbre, lo que supone un alto grado de desprendimiento personal y abandono en la providencia divina. Una de las necesidades básicas del ego es precisamente ese deseo de control, de seguridad que todos tenemos. Esta crisis es esencialmente antiegoica, pues si algo nos demuestra, es que el ser humano no tiene el control del planeta, ni tan siquiera de una parte de él. Mucho menos del universo.
- Cuidar las relaciones humanas. La crisis es una gran oportunidad para mejorar nuestras relaciones humanas con los más próximos. El confinamiento al que tantos millones estamos sometidos obliga a muchas personas a convivir con seres queridos, a veces en espacios reducidos y con medios escasos. El confinamiento genera tensión. El respeto, el buen humor y el perdón en las relaciones humanas perfuman nuestras casas y las convierten en hogares dignos y nobles, aptos para la convivencia en familia.
- Huir del victimismo. Una cosa es ser víctima del coronavirus y otra caer en el victimismo. Ser víctima del coronavirus es un hecho; el victimismo es, en cambio, una actitud, un modo de comportarse asumiendo indebidamente el papel de víctima. Es victimista quien elude su propia responsabilidad ante la crisis del coronavirus, quien considera que las medidas adoptadas por los gobiernos son imposiciones autoritarias, quien culpa a los demás como potenciales transmisores olvidando que uno mismo es un factor de riesgo, o quien busca excesiva compasión sin compadecerse de los demás.
- Vivir el presente. La crisis nos ayuda a vivir el presente con gran intensidad, sin mirar melancólicamente hacia el pasado ni con ansiedad hacia el futuro. Vivir el hoy y el ahora es la mejor manera de hacer rendir el tiempo y de sacar lo mejor de nosotros mismos. Fijar la atención en lo que se hace en cada momento es una gran fuente de riqueza interna y externa, individual y colectiva.
- Mantener la energía vital alta. Basta mirar a una persona para ver su nivel energético vital, que poco tiene que ver con su salud física o con su bienestar material. Un enfermo de coronavirus que perdona a su transmisor, que sonríe al personal sanitario que le cuida, que se aísla sin considerarse víctima, que aprovecha su aislamiento para orar, meditar y unirse íntimamente a los demás, está derrochando energía vital a raudales, como aquellas personas sanas que con una sonrisa aceptan las limitaciones impuestas por la crisis, los errores propios y ajenos, o agradecen al personal sanitario sus denodados esfuerzos con un aplauso cada noche. Tu sonrisa también contribuye a superar la crisis.
- ¿Qué puede hacer la Iglesia?
De la experiencia de la Iglesia de responder a otras situaciones de emergencia y epidemia, sabemos que hay tres funciones clave que la Iglesia puede desempeñar en estos tiempos para promover la preparación y la resiliencia:
- Dar esperanza y enfrentar el miedo con información precisa y aliento a través de nuestra fe.
- Mantener a la comunidad en adoración y conectada, si es necesario, a través de mensajes, teléfono y en línea, en caso de cuarentena e interrupción de relaciones físicas.
- Expresar la compasión y el cuidado de Dios a la gente afectada en nuestras comunidades, recordando que las que ya son más vulnerables serán las más afectadas.
Como Iglesia, estamos llamados a ser una voz que calma y dé tranquilidad, afirmando que Dios está con nosotros. Y así podamos salir de la dimensión del miedo.
El coronavirus nos ha hecho pensar en el cuidado de uno mismo, pero también de los demás. Si estoy sano, evito que los demás se enfermen y viceversa; por lo tanto, tengo que cuidarme y cuidar a los demás.
Tenemos que empezar por el cuerpo, para eso están las medidas de higiene y protección señaladas por las autoridades. En ese mismo sentido tenemos que ver cuáles son las impurezas dentro de mí que necesito limpiar, mis egoísmos, mis resentimientos.
Si uno trabaja estos aspectos, tenemos la capacidad de ayudar y acompañar a otros que tengan dificultades.
Recomiendo que se dedique un momento y espacio todos los días para realizar el examen ignaciano, a la manera que indica Jesús: «cuando ores, entra en tu cuarto, y cuando hayas cerrado la puerta, ora a tu Padre que está en secreto» (Mt 6:6), y preguntarnos en este tiempo de pandemia: ¿cuáles han sido los momentos que me he sentido frágil?, ¿cuáles son los sentimientos que han predominado en mi interior?, ¿cómo he vivido esos sentimientos?, ¿cuándo me he sentido débil o vulnerable?, ¿ante qué presencias me he sentido así? Y hacia dónde me llevan estos sentimientos: ¿qué pensamientos y deseos me van generando? Después, reflexionar sobre cómo quiero seguir actuando. Cómo ordeno mis afectos desordenados provocados por esta situación que vivimos.
La imagen que me surge es el samaritano que va por el camino y que atiende al que se encuentra lastimado por otros. No podemos enojarnos o recriminar si nos encontramos con personas afectadas por la enfermedad en nuestro camino, tenemos que hacernos responsables del afectado, de los otros y de nuestro mundo.
La pandemia nos muestra la necesidad de cultivar el amor a Dios que significa partir del amor hacia uno mismo, que brota de lo más profundo hacia Él; admirar mi grandeza desde lo pequeño que soy, admirarme del otro y agradecer su presencia para poder admirarme ante la presencia de Dios, porque los atardeceres siguen siendo hermosos, aún en este tiempo de pandemia.
Conclusión
Termino dando aliento y ánimo a todos. “Dios nos va a dar un mundo mejor -diría el hermano Celso da Silva-, porque Dios nos ha librado de caer en el abismo de nuestra miseria, de nuestro egoísmo, para acercarnos a lo que realmente vale, es decir, a Dios, a los demás– nuestro padres, amigos, vecinos-, y también a hacer lo que realmente importa en la vida para que un día podamos llegar al cielo y decir: “he invertido mi vida bien. No me he perdido en tantas banalidades, en tantos vicios…”. Tantas cosas malas que la juventud piensa que es bueno…como las sirenas, escuchan las sirenas y se emboban: “¡ay, que todo es bueno!”. No todo es bueno y no todo lo que es bello es verdadero. ¡Ánimo! ¡Dios está con nosotros! Sigamos unidos. El mundo será diferente, mejor. Porque Dios siempre saca un bien de un mal. ¡No tengan duda! ¡Confíen!”.
Termino con la famosa coplilla de santa Teresa de Jesús, la santa de mi ciudad, Ávila:
Nada te turbe,
nada te espante.
Todo se pasa,
Dios no se muda,
La paciencia
todo lo alcanza;
Quien a Dios tiene
nada le falta:
Sólo Dios basta.
Eleva el pensamiento,
al cielo sube,
por nada te acongojes,
nada te turbe.
A Jesucristo sigue
con pecho grande,
y, venga lo que venga,
Nada te espante.
¿Ves la gloria del mundo?
Es gloria vana;
nada tiene de estable,
Todo se pasa.
Aspira a lo celeste,
que siempre dura;
fiel y rico en promesas,
Dios no se muda.
Ámala cual merece
Bondad inmensa;
pero no hay amor fino
Sin la paciencia.
Confianza y fe viva
mantenga el alma,
que quien cree y espera
Todo lo alcanza.
Del infierno acosado
aunque se viere,
burlará sus furores
Quien a Dios tiene.
Vénganle desamparos,
cruces, desgracias;
siendo Dios su tesoro,
Nada le falta.
Id, pues, bienes del mundo;
id, dichas vanas,
aunque todo lo pierda,
Sólo Dios basta.
Antonio Rivero, L.C.
[1] Hermano Celso da Silva, que se encuentra en Roma estudiando teología.
[2] Me apropio lo que se dice en este artículo que encontré y con el que estoy de acuerdo: https://cnnespanol.cnn.com/2020/03/25/diez-consejos-espirituales-para-lidiar-con-la-crisis-del-coronavirus/