“Acrisolada en el sufrimiento, perdió padre, hermanos, esposo e hijo a temprana edad, esta fundadora vertió su ternura en los pobres, enfermos y moribundos en lo que vio el rostro de Cristo”.
“Las cruces no nos faltaran nunca en esta vida, pero tampoco nos faltara la Divina asistencia” advirtió en un momento dado María Doménica Brun Barbantini. Su existencia había sido forjada en el sufrimiento, pero en medio del mismo no dio la espalda a Dios, no se dirigió a Él con reproches. Asida a su gracia se dedicó a prodigar ternura a quienes estaban sumidos en el dolor. “La vida, dijo, nos ha sido dada para conquistar el cielo”.
Había nacido en Lucca, Italia el 17 de enero de 1789. Su educación fue fraguada fundamentalmente por su madre, ya que su padre, guardia suizo, falleció siendo ella adolescente. Un hecho que le marcó profundamente al punto de mantener a resguardo en su corazón el poderoso alcance que él debió tener en su vida; no se han hallado atisbos externos de esta memoria paternal. Esta pérdida familiar era el primer aldabonazo cuajado de sufrimiento que resonaba en su puerta. Pero no sería el único porque el dolor no le dio respiro. En brevísimo espacio de tiempo perdió a tres de sus hermanos retornando cierta tormenta en su frágil corazón que apenas podía recuperar su sereno latido ahogado en tantas lágrimas.
Le aguardaba una gran misión y ya hubo signos que apuntaban a una singular gracia sobre la muchacha. Un día en la iglesia de los Milagros en el momento de la consagración a través del cáliz pudo ver la sangre de Cristo, hecho que solo conoció su confesor y que a ella la condujo por nuevos senderos de virtud. Inteligente, abierta y responsable fue creciendo humana y espiritualmente dejando atrás sombríos pensamientos que asolaron su mente con las sucesivas pérdidas de los seres que amaba.
Profundamente enamorada, en 1811 contrajo matrimonio con Salvatore Barbantini, un compatriota que regentaba un comercio de telas, y que sin ser de clase acomodada podía darle la estabilidad razonable que requería formar una familia. Pero falleció súbitamente cuando llevaban seis meses casados. El fruto de este amor latía en las entrañas de María Doménica cuando se vio de nuevo en brazos del sufrimiento. No podía imaginar que su pequeño Lorenzino, un niño encantador, inteligente y alegre, consuelo y regalo del cielo en su humana desdicha, moriría también a los ocho años víctima de una enfermedad.
De esa fragilidad humana que experimenta tanta impotencia frente al sufrimiento: «no sé cómo no llegué a perder la cabeza», iluminada por la gracia, brotó un manantial de piedad. Doctorada en el dolor, que espiritualmente acogió engarzándolo en su profunda fe y entrañas de misericordia, iría aliviando heridas del cuerpo y del alma de tantos desconsolados como ya había ido hallando a su paso en vida de su hijo. Los desvalidos, pobres, enfermos, moribundos fueron receptores de su ternura. Se desvivía por ellos sin importarle el estrago de las inclemencias meteorológicas en su cuerpo, los riesgos de las calles desiertas y peligrosas por las que transitó para asistirles, el hedor de las casas y de las llagas de los enfermos, ni las murmuraciones y críticas que fue recibiendo su labor en algunos sectores. Cristo estaba en todos aquellos que reclamaban sus atenciones. Se privaba de todo, hasta de su descanso, y para no sucumbir al sueño se aplicaba tabaco en los ojos. Tropezones y caídas posiblemente originadas por el jabón que alguien puso en el enlosado podían ser también estrategias del diablo para disuadirla de su empeño apostólico. No se arredró y comenzaron a suceder ciertos prodigios, manojos de «florecillas» fruto de su fe e inocencia evangélicas, milagros con los que Dios ponía de manifiesto su deferencia con esta amadísima y dilecta hija suya.
Con un grupo de mujeres a las que formó, en 1819 surgió la «Pía Unión de las Hermanas de la Caridad», que puso bajo el amparo de Nuestra Señora de los Dolores, y que fue aprobada por el arzobispo Sardi. Monseñor Del Prete, confesor de la fundadora, fue el artífice de las reglas. Él conocía a dos mujeres que querían vivir en comunidad, y dedicarse a la oración y al apostolado, por lo cual habló de ellas a María Dominica. Fue el germen de las Oblatas de San Francisco de Sales.
Las virtudes de María Doménica, mujer de empuje y ardor apostólico, hicieron que el arzobispo le confiara la misión de poner en marcha el monasterio de la Visitación dirigido a la educación de la juventud. Ella acogió la petición generosamente, pero en realidad se sentía llamada a erigir una fundación dirigida a los enfermos. Y en 1829 comienzan las primeras hermanas enfermeras oblatas ejerciendo la caridad según sus reglas: «visitar, ayudar y servir al Dios hecho hombre en agonía al morir en la cruz o en los moribundos, enfermos y pobres», «con un corazón empapado en el amor de Cristo», con pureza de intención, prontas siempre a dar su vida, si fuese preciso, ya que Cristo entregó la suya en la cruz por todos. En 1841 el arzobispo de Lucca aprobó las reglas y la Congregación de las Siervas de los enfermos. Como hizo la Virgen, a la que tuvo siempre inmensa devoción, y a quien bajo la advocación de los Dolores consideró inspiradora de su obra, habrían de vivir todas la compasión hacia los enfermos.
María Doménica tuvo un encuentro con san Camilo de Lelis. El padre Antonio Scalabrini vio similitudes entre lo dos carismas y el 23 de marzo de 1852 se firmó el documento papal por el que se otorgaba a las hijas de María Doménica el nombre de siervas de los enfermos sellando la comunión espiritual con los padres Camilianos. En 1855 atendieron a los afectados por el cólera portando la cruz roja de los Camilos.
Después de atravesar otros momentos dolorosos, como el malentendido creado entre ella y el arzobispo Arrigoni, difícil situación que acogió con visible espíritu evangélico, fue transitando hacia el final de su vida sin perder nunca su fe. En 1866 enfermó gravemente y sanó por la intercesión de san Camilo. Intensificando su oración, sacaba fuerzas en medio de su debilidad y pudo dejar resuelto el futuro de sus hijas como deseaba. Finalmente, enferma de un mal que no fue diagnosticado, entregó su vida a Dios el 22 de mayo de 1868. Juan Pablo II la beatificó el 17 de mayo de 1995.