Éxodo 34, 4-6.8-9: “Yo soy el Señor, el Señor Dios, compasivo y misericordioso”
Daniel 3: “Bendito seas para siempre, Señor”
II Corintios 13, 11-13: “La gracia de nuestro Señor Jesucristo, el amor del Padre y la comunión del Espíritu Santo estén siempre con ustedes”
San Juan 3, 16-18: “Dios envió a su Hijo al mundo para que el mundo se salvara por él”
Más allá del nombre
¿Cómo hablar de Dios? ¿Cómo reducirlo a nuestras categorías? Cuando pretendemos contener a Dios en un nombre o en un concepto y no permitimos que nos invada toda la experiencia de su presencia, parece que pretendemos reducirlo a un objeto del que podremos tener más o menos necesidad. Si Dios da su nombre a Moisés es para asegurar su presencia continua, fiel y muy cercana a su pueblo. “Dios es el que es”, esto es lo que significa su nombre Yahvé y encierra una profundidad que los Israelitas al mismo tiempo perciben como un misterio y como una cercanía. El Dios de sus padres, que ha bendecido y acompañado a los patriarcas, se manifiesta ahora cercano y presente, sosteniendo y animando a su pueblo en su esclavitud, en su dolor, en su liberación y en sus esperanzas. Y al mismo tiempo se proyecta como el Dios que continuará presente en el futuro del pueblo. Es muy profundo el significado del nombre de Dios y nos ayudaría mucho entenderlo para adorarlo y percibirlo como el Dios compasivo y clemente, paciente, misericordioso y fiel.
Un Dios comunidad y relación
Pero Jesús nos viene a descubrir mucho más y no podemos quedarnos en la simple adoración, presencia y respeto. Viene a manifestarnos que Dios es Trinidad. A la mayoría de los creyentes la Trinidad no les dice nada y les parece una doctrina extraña y superflua. Sin embargo, el Dios Trino es la característica distintiva del cristianismo. Cambia una imagen de un dios individualista y solitario por la del Dios de la vida, de relación, comunitario y amor. Aunque todas las palabras y las imágenes nos resulten ahora inadecuadas para expresarlo, la realidad de un Dios Trinidad nos lleva a una forma nueva de entender a Dios y su relación con las personas. Cristo nos lleva a esta dinámica y nos inserta en este misterio, más con su forma de actuar que con sus palabras. Nunca se puso a explicar filosófica o teológicamente las relaciones que había entre Él y su Padre Dios, pero las manifiesta igual que un niño habla de papá, mamá y hermanos, y vive el sentido de familia. Así también Cristo nos inserta en esta dinámica de amor en la Trinidad.
El amor del Padre
Jesús nos dice que Dios es Padre, y cada vez que habla de Él así lo nombra, y cada vez que se dirige a Él, también así lo llama, y siempre se siente el enviado a cumplir su voluntad y a descubrir su misterio. Lo grande de esta revelación es que no solamente hay esta relación con Jesús, sino que nos invita a participar de esa filiación. Una de las experiencias grandes de los discípulos al encontrar a Jesús resucitado, es la de entenderlo siempre en relación con su Padre Dios, pero también es la de no sentirse solos, sino llamados a participar de esa comunión. Somos hijos de Dios Padre con Jesús. Así también nos podemos y debemos sentir amados, cuidados y protegidos por un Dios que es nuestro Padre. Estaremos llamados también a cumplir sus mandamientos de creación, de relación con los otros hijos y de cuidado de la vida. Hoy podemos reflexionar en esta gran verdad: “Con Jesús soy hijo de Dios Padre”.
La gracia del Hijo
“Tanto amó Dios al mundo que le entregó a su hijo único, para que todo el que crea en él, no perezca” Son las palabras que nos muestran la grandeza del amor del Padre, pero son también las palabras que nos muestran la grandeza de la misión del Hijo. Con Jesús nosotros podemos sentirnos y ser hermanos. Jesús es la muestra palpable del amor del Padre y nos enseña cómo somos amados y cómo podemos amarnos siendo hermanos. El hombre no es un lobo solitario que tiene que luchar contra todos para subsistir. El hombre está llamado a la fraternidad en el mismo sentido que la vivió Jesús: haciéndose igual que los hermanos, sirviendo a los más débiles, anunciando su evangelio, dando la vida y dando vida. Es la misión de todo discípulo que quiere parecerse a Jesús su hermano mayor.
La comunión del Espíritu
Nada mejor para expresar el amor que el Espíritu Santo: es amistad, es comunión, es participación, es fuerza y dinamismo. Es maravilloso constatar como toda la vida de Jesús se mueve por “impulso del Espíritu”, desde su encarnación hasta su misión final. Cada momento es vivido con una fuerza extraordinaria por el Espíritu. El Espíritu sigue animando y dando fuerza a su Iglesia. Y lo más hermoso de todo es que no podemos arbitrariamente separar las acciones del Padre, del Hijo y del Espíritu. La Trinidad la entendemos como una circulación del amor, la danza trinitaria de unas Personas en las otras, todo pasa de una Persona divina a otra de manera recíproca. Y más impresionante aun es que nosotros somos invitados a participar de esa misma vida divina trinitaria. Sabernos hijos amados del Padre, hermanos predilectos de Cristo Jesús el Hijo, y templos llenos de la fuerza y el dinamismo del Espíritu.
Invitados al seno de una familia
Si logramos hacer vida y oración esta gran verdad, encontraremos una fuerza poderosa para actuar conforme a lo que Jesús nos ha enseñado. Más que definición de Trinidad, Jesús nos invita a participar de su misma familia y su sueño es que todos los hombres participen de este círculo de amor. Hoy, al celebrar a la Santísima Trinidad, debemos cuestionarnos seriamente si somos esa imagen de amor, de entrega y unidad que es nuestro Dios. Si hemos vencido los miedos, ambiciones y discriminaciones hacia los hermanos que también son hijos del mismo Padre, hermanos del mismo Jesús y templos del mismo Espíritu. También nos deja una gran enseñanza sobre la forma de educar y vivir en la familia. Las relaciones de la familia se deben construir conforme al modelo de la Trinidad: en unión, en respeto, en diálogo. La Santísima Trinidad es el modelo de educación, integración y amor familiar.
Santísima Trinidad, concédenos experimentar el gran Amor del Padre, la entrega incondicional del Hijo y la fuerza y vitalidad del Espíritu Santo. Amén.