“’Madre Nati’, primera mexicana canonizada, fundadora de las Hijas del Sagrado Corazón de Jesús. Desde su piedad eucarística se volcó en los enfermos, ancianos y moribundos de su país”
Cada vida discurre dentro de unos parámetros, y en la de los santos ha habido trayectorias relevantes y otras que pasaron desapercibidas. Aunque parezca que todo discurre en un clima interno de paz, es difícil concebir itinerarios espirituales que no hayan sido ensombrecidos alguna vez por la tormenta, o un conato de la misma. Los “atentados” externos, como dice el evangelio, no son tan problemáticos como los internos. En el camino hacia la perfección cada cual tiene que disponerse a luchar contra los suyos. Si la entrega es firme porque al asceta no le abandona el coraje en esta batalla, y conserva para sí lo que acontece en su interior, nadie más que Dios puede conocerlo.
Es posible que algo así sucediese en la vida de Natividad Venegas de la Torre, conocida como “Madre Nati”. Llegó a una avanzada edad teniendo, a los ojos de los demás, ese cariz de las personas sencillas. No cesan de entregarse, pero lo hacen con tanta naturalidad que parece algo ordinario; no llaman la atención. Después, cuando se examinaron sus virtudes, se apreciaron tal cantidad de matices que no cabe dudar del esfuerzo que tuvo que poner en muchos instantes de su vida.
Nació en Zapotlanejo, Jalisco, México, el 8 de septiembre de 1868, pero vivió en distintas localidades del país. Fue la última de doce hermanos. Perdió a su madre con 16 años y a su padre cuando tenía 19. Y en ese tiempo la autenticidad y coherencia de su cristiano progenitor, así como la piedad que le inculcó su madre, le enseñaron a reconocer los signos del verdadero amor. Con ella aprendió a rezar, a familiarizarse con el catecismo y los principios esenciales de la fe. De su padre también heredó su afición por la poesía. Natividad solía dar clases a los niños y tendía a enfrascarse en la lectura de los santos. Una de sus hermanas se quejaba porque tenía que asumir gran parte del trabajo. Cuando acudía a su padre, éste le recordaba el pasaje evangélico de las hermanas Marta y María, haciéndole ver que Natividad actuaba como María, y ella como Marta. Al quedarse huérfanas de madre, el padre envió a las hijas a Guadalajara al cuidado de unos tíos. Fue la última vez que ellas le vieron con vida. Con este hecho luctuoso, la existencia de la santa entraba en un periodo difícil, de cierto sufrimiento.
En esa época se había manifestado su devoción por el Santísimo Sacramento. Pasaba horas ante el Sagrario, recibía la Eucaristía y realizaba obras caritativas. En 1898 se afilió a las Hijas de María. Pero fue en 1905 cuando se produjo un cambio sustancial en su acontecer. Acudió junto a otras tres jóvenes a unos ejercicios espirituales que tuvieron lugar en San Sebastián de Analco, y al concluirlos decidió consagrarse. Tuvo varias opciones en sendas órdenes que le ofrecieron integrarse en ellas, pero eligió formar parte de las Hijas del Sagrado Corazón de Jesús, que tenían como objetivo la atención de los enfermos. Media docena de mujeres, incluida ella, afrontaron la tarea de asistirles en el hospital del Sagrado Corazón recién fundado por el canónigo padre Atenógenes Silva y Alvarez Tostado. Estaba dirigido a los pobres. Por ellos y por los ancianos mostraba particular sensibilidad: “Los ancianos son viajeros que se están yendo, y es preciso acompañarles con la mayor ternura posible”. Profesó en 1910 y dos años más tarde fue elegida vicaria. Tenía cualidades para el gobierno y condujo a sus hermanas a la vivencia de las virtudes. En su labor como formadora supo combinar la firmeza con la ternura. Comprensiva, servicial, humilde y paciente, iba marcando con su testimonio el sendero de una auténtica consagración.
Su espíritu sensibilizado por el drama humano no podía quedar impasible ante la aflicción de ancianos, moribundos, enfermos y pecadores; los consoló y asistió por diversas vías. Impulsó comedores para los que no tenían recursos y les proporcionó medicamentos. Tampoco se olvidó de los familiares de los hospitalizados; con delicadeza y visión destinó un espacio para que pudieran acompañar a los suyos sin costo alguno. Los prelados, los sacerdotes y los seminaristas fueron también objeto de su trato exquisito y de su generosidad. La tríada en la que estuvo asentada su vida espiritual fue el Sagrado Corazón de Jesús, la Eucaristía y la Virgen. Se mortificó sin piedad alguna hacia sí misma. Perseveraba viviendo unida a Cristo, siendo constante y fiel en las cosas sencillas de cada día, que generalmente son las que más cuestan, sin caer en la rutina. Se propuso imitarle a Él con gozo, agradecida de poderse hacer ascua de amor por los demás. Movida por su ardor apostólico soñaba con extender la fe por doquier. En 1921 fue elegida superiora general. Ocupando esta alta misión, en medio de la persecución gubernamental redactó en 1926 las constituciones de las Hijas del Sagrado Corazón Jesús, convertido en Instituto, reglas aprobadas en 1930 por monseñor Orozco y Jiménez, arzobispo de Guadalajara.
El peso de los años, con sus achaques, se iba echando encima y en 1954 dejó su cargo. Los cuatro restantes que le quedaban de vida siguió llenándolos con su oración, compartiendo con los demás la riqueza interior que poseía, como había hecho siempre, siendo fiel a su sucesora. Una embolia cerebral que se le presentó en 1956 le causó una hemiplejía que soportó con ejemplar serenidad y paciencia, hasta que entregó su alma a Dios el 30 de julio de 1959. Juan Pablo II la beatificó el 22 de noviembre de 1992, y la canonizó el 21 de mayo de 2000.