(zenit – 10 agosto 2020).- El padre Mario Arroyo Martínez ofrece hoy, en su artículo de “Teología para Millennials”, respuestas a una serie de dudas que pueden plantearse en torno al aborto, a la defensa de la vida, que no se contradice con la de la mujer.
En concreto, reflexiona sobre la cuestión del falso dilema de permitir abortar o no en los casos de violación y de la legalización de esta práctica como un asunto de “salud pública”, para evitar los abortos clandestinos.
El sacerdote mexicano aporta luces para resolver esas dudas y propone “ensalzar la maravilla de poder traer un ser humano al mundo, reconocer y premiar la maternidad, independientemente de las circunstancias; o dando ayudas cuando la maternidad se viva en un contexto difícil, como el embarazo adolescente”.
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Cristina estudia Derecho, es pro-vida, quiere defender a los niños no nacidos. Al mismo tiempo está preocupada y comprometida activamente en la causa de la mujer. Podrían parecer causas excluyentes, pero en realidad el binomio pro-vida y pro-mujer es más frecuente de lo que se cree.
Ella tiene unas dudas que resulta oportuno compartir, especialmente ahora, cuando la batalla del aborto adquiere un mayor protagonismo social y político, pues aquellos empeñados en legitimar el “derecho” a matar a los niños en el vientre de su madre, como requisito indispensable para reconocer la “dignidad de la mujer”, son inasequibles al desaliento.
¿No resulta inmoral obligar a continuar el embarazo fruto de una violación? Se trata de una falacia de falso dilema: “o aborto o pierdo la dignidad”. La violación es un hecho monstruoso, lamentable, doloroso, pero no se remedia con el aborto. El aborto no “des-viola” a la mujer.
Al trauma de la violación se une el del aborto. Una realidad mala no se resuelve con otra realidad mala, pues el mal se multiplica. Al mismo tiempo, supone la grave injusticia de que un tercero pague por el abuso de otra persona, y lo pague con la pena capital, con su vida. Porque el embrión -todo hay que decirlo- está vivo y es de la especie humana, y esto es biología, no religión. Así, en vez de castigar al violador, se condena a muerte a un inocente en gestación que no ha hecho nada.
Es una falacia de falso dilema porque no es la única opción. Es verdad que para la madre gestante supone un sacrificio continuar el embarazo, una grave incomodidad. Pero la alternativa tampoco es aceptable, pues se trata de privar de la vida a un tercero. La madre gestante puede recibir todo el apoyo psicológico, médico y humano del caso, y entregar después su hijo en adopción si lo desea.
Así, salva la vida de un inocente y brinda a unos padres que no pueden tener hijos la posibilidad de criar uno, con el consuelo añadido de haberlo librado de una muerte segura. Si fuera real esta alternativa, es decir, que resulte inmoral continuar un embarazo fruto de una violación, significaría que en algunos casos es “moral” matar a un ser humano inocente. ¿Qué moralidad sería esa?
La segunda duda de Cristina es: “Los abortos clandestinos ponen en riesgo la vida de la mujer, y por eso deben ser regulados. Es un asunto de salud pública”. Es un argumento más difícil de rebatir, porque se trata de un problema real y el peligro es la muerte. Podría ser análogo a aceptar la prostitución como algo indeseable pero inevitable.
Aceptar esa argumentación sería equivalente a legalizar los carteles de drogas. “La violencia causada por el narcotráfico está causando muchísimas muertes. Es un problema real, de seguridad pública. Para evitarlas, debemos legalizar los carteles”. Nótese que las muertes violentas por narcotráfico sí se pueden contar con precisión –a diferencia de los abortos clandestinos que causan la muerte de la madre gestante- y son con absoluta seguridad muchísimo más numerosas. Sólo en México murieron violentamente 35,588 personas en 2019.
Legalizar el aborto equivale a legalizar los carteles de droga, ya que lo que lo justifica es evitar las muertes violentas, y no se encuentra otro camino para hacerlo, con la diferencia de que son muchísimas más las muertes causadas por el narcotráfico que las de los abortos clandestinos.
Sería atendible si esa fuera la única opción. Pero se podrían hacer campañas justo a la inversa. Por ejemplo, ensalzar la maravilla de poder traer un ser humano al mundo, reconocer y premiar la maternidad, independientemente de las circunstancias; o dando ayudas cuando la maternidad se viva en un contexto difícil, como el embarazo adolescente.
Si se ofrece un reconocimiento merecido –es heroico dar la vida en ese contexto- y el imprescindible apoyo, se reduce drásticamente el número de abortos clandestinos y de muertes maternas. Si se establecen penas severas para los dispensadores de abortos clandestinos –y no para la mujer- como inhabilitación de por vida a los médicos y enfermeras que participen, así como una pena de cárcel análoga a la del homicidio con premeditación, alevosía y ventaja –que eso es el aborto-, se desincentiva su práctica. Aun así, siempre habrá abortos clandestinos y muertes maternas, pero en números muy reducidos, salvándose por contrapartida a un número incontable de bebes, la mitad de ellos niñas.
Mario Arroyo
Doctor en Filosofía
p.marioa@gmail.com