(zenit – 14 oct. 2020).- En la catequesis de la audiencia general el Papa Francisco dijo que en la oración “el Señor escucha”, delante de Dios “no somos desconocidos, o números. Somos rostros y corazones, conocidos uno a uno, por nombre”,
Hoy, 14 de septiembre de 2020, el Santo Padre continuó con la serie de catequesis sobre la oración, reflexionando en torno al tema “La oración de los salmos”.
La cita de la audiencia general de este miércoles ha tenido lugar en el Aula Pablo VI del Vaticano, ante la presencia de fieles y peregrinos, a los que Francisco no ha podido saludar de cerca debido a las nuevas medidas de prevención de la COVID-19.
Los salmos, entrenamiento para rezar
El Papa señala que el Libro de los Salmos, “se ha convertido en patria, lugar de entrenamiento y casa de innumerables orantes”, que comunica el “saber rezar” a través del diálogo con Dios.
En los salmos se encuentran todos los sentimientos de nuestra vida: “las alegrías, los dolores, las dudas, las esperanzas, las amarguras”. Por ello, al leerlo y releerlo, “aprendemos el lenguaje de la oración”.
En este libro no aparecen personas abstractas, pues estos “no son textos nacidos en la mesa; son invocaciones, a menudo dramáticas, que brotan de la vida de la existencia” y para rezar “basta ser lo que somos”, sin maquillajes.
Gritar tiene sentido
El Papa cuenta que la vida de los salmistas también está plagada de sufrimiento, pero ellos saben que este forma parte de la vida. El sufrimiento en los salmos se transforma en pregunta y hay una muy repetida: “¿Hasta cuándo, Señor? ¿Hasta cuándo?”.
El orante sabe que es valioso a los ojos de Dios, por eso “tiene sentido gritar” y la oración de los salmos es el testimonio de este grito: “un grito múltiple, porque en la vida el dolor asume mil formas, y toma el nombre de enfermedad, odio, guerra, persecución, desconfianza… Hasta el ‘escándalo’ supremo, el de la muerte”.
En Dios siempre hay salvación
Refiriéndose al encuentro con los padres del padre Malgesini, sacerdote de Como, Italia, asesinado recientemente y a sus lágrimas de dolor por la pérdida, el Pontífice resaltó cómo cuando queremos consolar a alguien, “no encontramos las palabras. ¿Por qué? Porque no podemos llegar a su dolor, porque ‘su’ dolor es suyo, ‘sus’ lágrimas son suyas” y con ese dolor, cada uno se dirige al Señor.
Sin embargo, para Dios todos los dolores de la humanidad “son sagrados”, delante de Dios “no somos desconocidos, o números. Somos rostros y corazones, conocidos uno a uno, por nombre”. En los salmos el creyente encuentra una respuesta, “sabe que, incluso si todas las puertas humanas estuvieran cerradas, la puerta de Dios está abierta”, en Él hay salvación.
“Jesús llora conmigo”
“El Señor escucha”, dice el Obispo de Roma, y a veces en la oración “basta saber esto”. Quien reza no es un iluso y sabe que muchas cuestiones de la vida de aquí abajo “se quedan sin resolver, sin salida” y el sufrimiento “nos acompañará”, pero, si somos escuchados, “todo se vuelve más soportable”.
Finalmente, Francisco recuerda que “Dios ha llorado por mí, Dios llora, llora por nuestros dolores. Porque Dios ha querido hacerse hombre —decía un escritor espiritual— para poder llorar” y “pensar que Jesús llora conmigo en el dolor es un consuelo: nos ayuda a ir adelante. Si nos quedamos en la relación con Él, la vida no nos ahorra los sufrimientos, pero se abre un gran horizonte de bien y se encamina hacia su realización”.
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Catequesis – 10. La oración de los salmos 1
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
Leyendo la Biblia nos encontramos continuamente con oraciones de distinto tipo. Pero encontramos también un libro compuesto solo de oraciones, libro que se ha convertido en patria, lugar de entrenamiento y casa de innumerables orantes. Se trata del Libro de los Salmos. Son 150 salmos para rezar.
Forma parte de los libros sapienciales, porque comunica el “saber rezar” a través de la experiencia del diálogo con Dios. En los salmos encontramos todos los sentimientos humanos: las alegrías, los dolores, las dudas, las esperanzas, las amarguras que colorean nuestra vida. El Catecismo afirma que cada salmo “es de una sobriedad tal que verdaderamente pueden orar con él los hombres de toda condición y de todo tiempo” (CIC, 2588). Leyendo y releyendo los salmos, nosotros aprendemos el lenguaje de la oración. Dios Padre, de hecho, con su Espíritu los ha inspirado en el corazón del rey David y de otros orantes, para enseñar a cada hombre y mujer cómo alabarle, cómo darle gracias y suplicarle, cómo invocarle en la alegría y en el dolor, cómo contar las maravillas de sus obras y de su Ley. En síntesis, los salmos son la palabra de Dios que nosotros humanos usamos para hablar con Él.
En este libro no encontramos personas etéreas, personas abstractas, gente que confunde la oración con la experiencia estética o alienante. Los salmos no son textos nacidos en la mesa; son invocaciones, a menudo dramáticas, que brotan de la vida de la existencia. Para rezarlas basta ser lo que somos. No tenemos que olvidar que para rezar bien tenemos que rezar, así como somos, no maquillados. No hay que maquillar el alma para rezar. “Señor, yo soy así”, e ir delante del Señor como somos, con las cosas bonitas y también con las cosas feas que nadie conoce, pero nosotros, dentro, conocemos. En los salmos escuchamos las voces de orantes de carne y hueso, cuya vida, como la de todos, está plagada de problemas, de fatigas, de incertidumbres. El salmista no responde de forma radical a este sufrimiento: sabe que pertenece a la vida. Sin embargo, en los salmos el sufrimiento se transforma en pregunta. Del sufrir al preguntar.
Y entre las muchas preguntas, hay una que permanece suspendida, como un grito incesante que atraviesa todo el libro de lado a lado. Una pregunta, que nosotros la repetimos muchas veces: “¿Hasta cuándo, Señor? ¿Hasta cuándo?”. Cada dolor reclama una liberación, cada lágrima invoca un consuelo, cada herida espera una curación, cada calumnia una sentencia absolutoria. “¿Hasta cuándo, Señor, ¿debo sufrir esto? ¡Escúchame, Señor!”: cuántas veces nosotros hemos rezado así, con “¿hasta cuándo?”, ¡basta Señor!
Planteando continuamente preguntas de este tipo, los salmos nos enseñan a no volvernos adictos al dolor, y nos recuerdan que la vida no es salvada si no es sanada. La existencia del hombre es un soplo, su historia es fugaz, pero el orante sabe que es valioso a los ojos de Dios, por eso tiene sentido gritar. Y esto es importante. Cuando nosotros rezamos, lo hacemos porque sabemos que somos valiosos a los ojos de Dios. Es la gracia del Espíritu Santo que, desde dentro, nos suscita esta conciencia: de ser valiosos a los ojos de Dios. Y por esto se nos induce a orar.
La oración de los salmos es el testimonio de este grito: un grito múltiple, porque en la vida el dolor asume mil formas, y toma el nombre de enfermedad, odio, guerra, persecución, desconfianza… Hasta el “escándalo” supremo, el de la muerte. La muerte aparece en el Salterio como la más irracional enemiga del hombre: ¿qué delito merece un castigo tan cruel, que conlleva la aniquilación y el final? El orante de los salmos pide a Dios intervenir donde todos los esfuerzos humanos son vanos. Por esto la oración, ya en sí misma, es camino de salvación e inicio de salvación.
Todos sufren en este mundo: tanto quien cree en Dios, como quien lo rechaza. Pero en el Salterio el dolor se convierte en relación: grito de ayuda que espera interceptar un oído que escuche. No puede permanecer sin sentido, sin objetivo. Tampoco los dolores que sufrimos pueden ser solo casos específicos de una ley universal: son siempre “mis” lágrimas. Pensad en esto: las lágrimas no son universales, son “mis” lágrimas. Cada uno tiene las propias. “Mis” lágrimas y “mi” dolor me empujan a ir adelante con la oración. Son “mis” lágrimas que nadie ha derramado nunca antes que yo. Sí, muchos han llorado, muchos. Pero “mis” lágrimas son mías, “mi” dolor es mío, “mi” sufrimiento es mío.
Antes de entrar en el Aula, he visto a los padres del sacerdote de la diócesis de Como que fue asesinado; precisamente fue asesinado en su servicio para ayudar. Las lágrimas de esos padres son “sus” lágrimas y cada uno de ellos sabe cuánto han sufrido en el ver este hijo que ha dado la vida en el servicio de los pobres. Cuando queremos consolar a alguien, no encontramos las palabras. ¿Por qué? Porque no podemos llegar a su dolor, porque “su” dolor es suyo, “sus” lágrimas son suyas. Lo mismo es para nosotros: las lágrimas, “mi” dolor es mío, las lágrimas son “mías” y con estas lágrimas, con este dolor me dirijo al Señor.
Todos los dolores de los hombres para Dios son sagrados. Así reza el orante del salmo 56: “Tú has anotado los pasos de mi destierro; recoge mis lágrimas en tu odre: ¿acaso no está todo registrado en tu Libro?” (v. 9). Delante de Dios no somos desconocidos, o números. Somos rostros y corazones, conocidos uno a uno, por nombre.
En los salmos, el creyente encuentra una respuesta. Él sabe que, incluso si todas las puertas humanas estuvieran cerradas, la puerta de Dios está abierta. Si incluso todo el mundo hubiera emitido un veredicto de condena, en Dios hay salvación.
“El Señor escucha”: a veces en la oración basta saber esto. Los problemas no siempre se resuelven. Quien reza no es un iluso: sabe que muchas cuestiones de la vida de aquí abajo se quedan sin resolver, sin salida; el sufrimiento nos acompañará y, superada la batalla, habrá otras que nos esperan. Pero, si somos escuchados, todo se vuelve más soportable.
Lo peor que puede suceder es sufrir en el abandono, sin ser recordados. De esto nos salva la oración. Porque puede suceder, y también a menudo, que no entendamos los diseños de Dios. Pero nuestros gritos no se estancan aquí abajo: suben hasta Él, que tiene corazón de Padre, y que llora Él mismo por cada hijo e hija que sufre y que muere. Os diré una cosa: a mí me ayuda, en los momentos duros, pensar en los llantos de Jesús, cuando lloró mirando Jerusalén, cuando lloró delante de la tumba de Lázaro.
Dios ha llorado por mí, Dios llora, llora por nuestros dolores. Porque Dios ha querido hacerse hombre —decía un escritor espiritual— para poder llorar. Pensar que Jesús llora conmigo en el dolor es un consuelo: nos ayuda a ir adelante. Si nos quedamos en la relación con Él, la vida no nos ahorra los sufrimientos, pero se abre un gran horizonte de bien y se encamina hacia su realización. Ánimo, adelante con la oración. Jesús siempre está junto a nosotros.
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