(zenit – 28 oct. 2020).- El Papa Francisco ha afirmado en la audiencia general que Jesús “nos ha regalado su propia oración, que es su diálogo de amor con el Padre” (…): “Acojamos este don, el don de la oración. Siempre con Él. Y no nos equivocaremos”.
Hoy, 28 de octubre de 2020, el Santo Padre ha continuado con el ciclo de catequesis sobre la oración reflexionando sobre el tema “Jesús hombre de oración” (Lectura Sal Lc 3,21-22).
La audiencia general de este miércoles ha tenido lugar en el Aula Pablo VI del Vaticano, ante la presencia de fieles y peregrinos, a los que Francisco no ha podido saludar de cerca debido a los protocolos de prevención de la COVID-19.
Antes de comenzar, el Papa ha expresado su deseo de poder bajar a saludar pero ha advertido de la necesidad de no crear aglomeraciones que vayan “contra los cuidados, las precauciones que debemos tener delante de esta señora que se llama COVID-19 y que nos hace tanto daño”.
La misión de Jesús en el Jordán
El Pontífice ha ubicado el comienzo de la misión de Jesús con el “bautismo en el río Jordán” y ha señalado que los evangelistas han atribuido a este episodio una “importancia fundamental”, ya que “el pueblo iba a donde Juan para bautizarse para el perdón de los pecados”, con un “carácter penitencial, de conversión”.
Según ha expresado el Obispo de Roma, a pesar de la oposición de Juan el Bautista, Jesús persiste, pues “el suyo es un acto que obedece a la voluntad del Padre, un acto de solidaridad con nuestra condición humana”.
En este sentido, el Sucesor de Pedro ha remarcado que Jesús, es “el Justo, no pecador”, pero quiso descender hasta nosotros, “reza con nosotros”, no marca “distancia del pueblo desobediente, sino que sumerge sus pies en las mismas aguas de purificación. Se hace como un pecador”.
Jesús nos abre camino
De este modo, inaugurando su misión, “Jesús se pone a la cabeza de un pueblo de penitentes, como encargándose de abrir una brecha a través de la cual todos nosotros, después de Él, debemos tener la valentía de pasar”.
Este recorrido “para seguir a Jesús”, describió el Santo Padre, “es difícil”, pero “Él va abriendo el camino”. Esta es, recalcó mencionando al Catecismo de la Iglesia Católica, la “novedad de la plenitud de los tiempos”: “la oración filial, que el Padre esperaba de sus hijos va a ser dirigida por fin por el propio Hijo único en su humanidad, con los hombres y en favor de ellos”.
“Metamos esto en la cabeza y en el corazón: Jesús reza con nosotros”. El día de su Bautismo “está por tanto toda la humanidad, con sus anhelos inexpresados de oración”, pues Jesús “ha venido por todos, también por ellos, y empieza precisamente uniéndose a ellos, a la cabeza”, insistió.
La oración de Jesús a orillas del Jordán, expuso el Papa Francisco, “es totalmente personal” y en Pentecostés se convertirá “por gracia en la oración de todos los bautizados en Cristo”. “Él mismo obtuvo ese don para nosotros, y nos invita a rezar como Él rezaba”, agregó.
Jesús nos regala su oración
Asimismo, Francisco apuntó que “si en una noche de oración nos sentimos débiles y vacíos, si nos parece que la vida haya sido completamente inútil, en ese instante debemos suplicar que la oración de Jesús se haga nuestra”. Precisamente para cada uno de nosotros “hace eco la palabra del Padre. Aunque fuéramos rechazados por todos, pecadores de la peor especie. Jesús no bajó a las aguas del Jordán por sí mismo, sino por todos nosotros”.
Por último, el Pontífice ha expresado que para rezar es necesaria la humildad. Jesús “nos ha regalado su propia oración, que es su diálogo de amor con el Padre” (…). “Acojamos este don, el don de la oración. Siempre con Él. Y no nos equivocaremos”, concluyó.
A continuación, sigue la catequesis completa del Santo Padre.
***
Catequesis – 12. Jesús, hombre de oración
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
Hoy, en esta audiencia, como hemos hecho en las audiencias precedentes, permaneceré aquí. A mí me gustaría mucho bajar, saludar a cada uno, pero tenemos que mantener las distancias, porque si yo bajo se hace una aglomeración para saludar, y esto está contra los cuidados, las precauciones que debemos tener delante de esta “señora” que se llama COVID-19 y que nos hace tanto daño. Por eso, perdonadme si yo no bajo a saludaros: os saludo desde aquí pero os llevo a todos en el corazón. Y vosotros, llevadme a mí en el corazón y rezad por mí. A distancia, se puede rezar uno por otro; gracias por la comprensión.
En nuestro itinerario de catequesis sobre la oración, después de haber recorrido el Antiguo Testamento, llegamos ahora a Jesús. Y Jesús rezaba. El inicio de su misión pública tiene lugar con el bautismo en el río Jordán. Los evangelistas coinciden al atribuir importancia fundamental a este episodio. Narran que todo el pueblo se había recogido en oración, y especifican que este reunirse tuvo un claro carácter penitencial (cfr. Mc 1, 5; Mt 3, 8). El pueblo iba donde Juan para bautizarse para el perdón de los pecados: hay un carácter penitencial, de conversión.
El primer acto público de Jesús es por tanto la participación en una oración coral del pueblo, una oración del pueblo que va a bautizarse, una oración penitencial, donde todos se reconocían pecadores. Por esto el Bautista quiso oponerse, y dice: “Soy yo el que necesita ser bautizado por ti, ¿y tú vienes a mí?” (Mt 3, 14). El Bautista entiende quién era Jesús. Pero Jesús insiste: el suyo es un acto que obedece a la voluntad del Padre (v. 15), un acto de solidaridad con nuestra condición humana.
Él reza con los pecadores del pueblo de Dios. Metamos esto en la cabeza: Jesús es el Justo, no es pecador. Pero Él ha querido descender hasta nosotros, pecadores, y Él reza con nosotros, y cuando nosotros rezamos Él está con nosotros rezando; Él está con nosotros porque está en el cielo rezando por nosotros. Jesús siempre reza con su pueblo, siempre reza con nosotros: siempre. Nunca rezamos solos, siempre rezamos con Jesús.
No se queda en la orilla opuesta del río —“Yo soy justo, vosotros pecadores”— para marcar su diversidad y distancia del pueblo desobediente, sino que sumerge sus pies en las mismas aguas de purificación. Se hace como un pecador. Y esta es la grandeza de Dios que envió a su Hijo que se aniquiló a sí mismo y apareció como un pecador.
Jesús no es un Dios lejano, y no puede serlo. La encarnación lo reveló de una manera completa y humanamente impensable. Así, inaugurando su misión, Jesús se pone a la cabeza de un pueblo de penitentes, como encargándose de abrir una brecha a través de la cual todos nosotros, después de Él, debemos tener la valentía de pasar. Pero la vía, el camino, es difícil; pero Él va, abriendo el camino.
El Catecismo de la Iglesia Católica explica que esta es la novedad de la plenitud de los tiempos. Dice: “La oración filial, que el Padre esperaba de sus hijos va a ser vivida por fin por el propio Hijo único en su Humanidad, con los hombres y en favor de ellos” (n. 2599). Jesús reza con nosotros. Metamos esto en la cabeza y en el corazón: Jesús reza con nosotros.
Ese día, a orillas del río Jordán, está por tanto toda la humanidad, con sus anhelos inexpresados de oración. Está sobre todo el pueblo de los pecadores: esos que pensaban que no podían ser amados por Dios, los que no osaban ir más allá del umbral del templo, los que no rezaban porque no se sentían dignos. Jesús ha venido por todos, también por ellos, y empieza precisamente uniéndose a ellos, a la cabeza.
Sobre todo el Evangelio de Lucas destaca el clima de oración en el que tuvo lugar el bautismo de Jesús: “Sucedió que cuando todo el pueblo estaba bautizándose, bautizado también Jesús y puesto en oración, se abrió el cielo” (3, 21). Rezando, Jesús abre la puerta de los cielos, y de esa brecha desciende el Espíritu Santo. Y desde lo alto una voz proclama la verdad maravillosa: “Tú eres mi Hijo; yo hoy te he engendrado” (v. 22).
Esta sencilla frase encierra un inmenso tesoro: nos hace intuir algo del misterio de Jesús y de su corazón siempre dirigido al Padre. En el torbellino de la vida y el mundo que llegará a condenarlo, incluso en las experiencias más duras y tristes que tendrá que soportar, incluso cuando experimenta que no tiene dónde recostar la cabeza (cfr. Mt 8, 20), también cuando el odio y la persecución se desatan a su alrededor, Jesús no se queda nunca sin el refugio de un hogar: habita eternamente en el Padre.
Esta es la grandeza única de la oración de Jesús: el Espíritu Santo toma posesión de su persona y la voz del Padre atestigua que Él es el amado, el Hijo en el que Él se refleja plenamente.
Esta oración de Jesús, que a orillas del río Jordán es totalmente personal – y así será durante toda su vida terrena –, en Pentecostés se convertirá por gracia en la oración de todos los bautizados en Cristo. Él mismo obtuvo este don para nosotros, y nos invita a rezar como Él rezaba.
Por esto, si en una noche de oración nos sentimos débiles y vacíos, si nos parece que la vida haya sido completamente inútil, en ese instante debemos suplicar que la oración de Jesús se haga nuestra. “Yo no puedo rezar hoy, no sé qué hacer: no me siento capaz, soy indigno, indigna”. En ese momento, es necesario encomendarse a Él para que rece por nosotros. Él en este momento está delante del Padre rezando por nosotros, es el intercesor; hace ver al Padre las llagas, por nosotros.
¡Tenemos confianza en esto! Si nosotros tenemos confianza, escucharemos entonces una voz del cielo, más fuerte que la que sube de los bajos fondos de nosotros mismos, y escucharemos esta voz susurrando palabras de ternura: “Tú eres el amado de Dios, tú eres hijo, tú eres la alegría del Padre de los cielos”. Precisamente por nosotros, para cada uno de nosotros hace eco la palabra del Padre: aunque fuéramos rechazados por todos, pecadores de la peor especie. Jesús no bajó a las aguas del Jordán por sí mismo, sino por todos nosotros. Era todo el pueblo de Dios que se acercaba al Jordán para rezar, para pedir perdón, para hacer ese bautismo de penitencia.
Y como dice ese teólogo, se acercaban al Jordán “desnuda el alma y desnudos los pies”. Así es la humildad. Para rezar es necesario humildad. Ha abierto los cielos, como Moisés había abierto las aguas del mar Rojo, para que todos pudiéramos pasar detrás de Él. Jesús nos ha regalado su propia oración, que es su diálogo de amor con el Padre. Nos lo dio como una semilla de la Trinidad, que quiere echar raíces en nuestro corazón. ¡Acojámoslo! Acojamos este don, el don de la oración. Siempre con Él. Y no nos equivocaremos.
© Librería Editora Vaticana