El Papa y los cardenales. Foto: Alessandro Sardo

El problema de tantos cardenales que no se conocen y deben elegir un Papa. Una propuesta de reputado cardenal alemán

La actual legislación sobre el Colegio Cardenalicio y las dificultades que actualmente presenta dada las características verdaderamente globales de los cardenales, muchos de los cuales ni se conocen.

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(ZENIT Noticias / Roma, 02.02.2021).- El cardenal Walter Brandmüller fue el Presidente de la Pontificia Comisión de Ciencias Históricas de la Santa Sede y elevado con el título cardenalicio por parte del Papa Benedicto XVI. Desde la discreción de su casa salta a la palestra de la discusión un tema que hasta ahora está pasando desapercibido: la actual legislación sobre el Colegio Cardenalicio y las dificultades que actualmente presenta dada las características verdaderamente globales de los cardenales, muchos de los cuales ni se conocen y sin embargo tienen en su voto el destino del futuro de la Iglesia, al menos por lo que toca a su dirección cuando el Papa actual ya no esté.

Ofrecemos a continuación el texto íntegro del pensamiento del Card. Walter Brandmüller. Tiene la riqueza de no sólo identificar problemas sino de también plantear soluciones.

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La elección del Papa en la tensión entre el centro y la periferia. Una propuesta

Card. Walter Brandmüller

En una Iglesia que, como católica, abarca todo el mundo, la tensión entre el centro romano y la periferia geográfica se activa de manera especial cuando hay que elegir a un papa. Esto se debe a que, como sucesor de Pedro, el papa es tanto obispo de Roma como pastor supremo de la Iglesia universal.

Después de que en el año 1059, bajo el papa Nicolás II, la elección del pontífice quedara reservada a los cardenales romanos, los abades y obispos de las sedes importantes de Europa fueron a menudo elevados al título de cardenal y, por ende, a electores. La situación siguió siendo la misma incluso después de la gran expansión misionera en el Nuevo Mundo iniciada en el siglo XV, hasta que Pío IX y León XIII confirieron la púrpura cardenalicia, respectivamente, al arzobispo John McCloskey de Nueva York en 1875 y al arzobispo Joaquim Arcoverde de Albuquerque Cavalcanti de Río de Janeiro en 1905.

Estos dos nombramientos desencadenaron un proceso que condujo a un aumento significativo del número de cardenales, fijado previamente en 70 por Sixto V. De hecho, marcaron el inicio de la internacionalización del sagrado colegio, que con el papa Francisco ha ido aún más hacia la periferia de la Iglesia, hasta el punto de contar ahora con treinta cardenales de Asia y Oceanía. En cambio, los titulares de algunas sedes cardenalicias europeas tradicionales como Milán, Turín, Venecia, Nápoles, Palermo y París han permanecido sin la púrpura. Sería útil investigar -también por razones eclesiológicas- las motivaciones e intenciones de la maniobra antieuropea que aquí se evidencia.

Juan Pablo II aumentó el número de cardenales con derecho a voto en el cónclave a 120. Este aumento pretendía, y pretende, expresar la extensión geográfica de la Iglesia también a través del número y los países de origen de los cardenales electores. Sin embargo, uno de los efectos es que los 120 electores, en la medida en que provienen de la periferia, a menudo se reúnen por primera vez en los consistorios que preceden al cónclave y, por consiguiente, conocen poco o nada al colegio cardenalicio y, por ende, a los candidatos, incumpliendo así un requisito fundamental para votar responsablemente en el cónclave.

A ello se añade la evidente tensión entre el centro romano, es decir, la curia papal, y las iglesias locales, que a veces se vive de forma muy emocional y tiene cierta influencia en el voto.

Estas observaciones plantean una serie de cuestiones sobre el diseño y la estructura del colegio cardenalicio, que también afectan a los electores y a los elegibles al papado. A continuación intentaré dar algunas respuestas a estas preguntas, con una mirada a la historia.

I

El colegio cardenalicio tiene su origen en el clero de la ciudad de Roma, formado por los obispos de las diócesis suburbanas adyacentes, los presbíteros de los «tituli» romanos y los diáconos de las diaconías de la ciudad. Tras las turbulencias del «saeculum obscurum», el papa Nicolás II estableció por primera vez las normas legales para la elección del pontífice en su bula «In nomine Domini» de 1059. Según estas disposiciones, los cardenales obispos, tras consultar a los cardenales presbíteros y a los cardenales diáconos, elegían al papa, tras lo cual el resto del clero, junto con el pueblo, lo aprobaba por aclamación.

El hecho de que el ministerio papal esté vinculado a la sede episcopal de Roma se debe a que el primero de los apóstoles sufrió el martirio y fue enterrado allí. Pero el hecho de que Pedro trabajara en Roma, sufriera allí el martirio y fuera enterrado allí no es simplemente el resultado de la casualidad. La mirada del creyente discierne en ello la mano de la divina Providencia. En cualquier caso, el martirio y la sepultura de Pedro en Roma tienen una importancia teológica constitutiva. Ya estaba convencido de ello el obispo mártir Ignacio de Antioquía, que en su discutida y controvertida carta a la Iglesia de Roma, entre los siglos I y II, escribió que la Iglesia de Roma preside el «agápe», palabra que debería traducirse correctamente como «Iglesia», como demuestra el uso de la misma palabra en otras cartas de Ignacio, cuando, por ejemplo, escribe: «Os saluda el ‘agápe’ de…», seguido del nombre de la ciudad. Sin embargo, aquí «agápe» se escribe sin nombre de ciudad, definiendo así a la Iglesia en general, que la comunidad de Roma preside.

Asimismo, San Ireneo de Lyon, hacia el año 200, atribuía a la Iglesia de Roma, por el hecho de haber sido fundada por Pedro y Pablo, una «potentior principalitas», es decir, una fuerte preeminencia. En resumen: el vínculo entre el ministerio petrino y la ciudad de la tumba de los apóstoles -no como capital del imperio- es una convicción original de la Iglesia y nunca fue cuestionada hasta el siglo XVI.

Por consiguiente, el colegio cardenalicio hunde sus raíces en el clero de la ciudad de Roma y por ello, a partir de Nicolás II, elige al obispo de Roma que también es, al mismo tiempo, pastor supremo de toda la Iglesia.

Hasta ahora, los papas siempre han tratado de cumplir estos requisitos históricos asignando a los nuevos cardenales de los distintos continentes una iglesia romana titular e incardinándolos así en el clero de la ciudad de Roma. Las sedes episcopales importantes de todo el mundo están así más vinculadas al centro. Sin embargo, esta pretensión ritual no sería en absoluto necesaria para este fin, ya que la imposición del palio por parte del papa a los titulares de las sedes metropolitanas de todo el mundo ya expresa suficientemente el vínculo con Roma y la unidad de la Iglesia universal.

II

Se trata, pues, de armonizar de forma ponderada los dos aspectos del ministerio petrino, el de la Iglesia local y el de la Iglesia universal, también en el modo en que se produce la elección del papa. Un punto de partida para la reflexión en este sentido podría ser la consideración de que el derecho de voto y la elegibilidad, es decir, el derecho a votar y a presentarse a las elecciones, no van necesariamente unidos.

Según las normas actuales, los cardenales pierden su derecho de voto activo cuando cumplen 80 años, pero curiosamente no su derecho de voto pasivo. Además, hasta ahora casi nunca ha ocurrido que alguien que no sea cardenal sea elegido papa. La última vez fue en 1378, con la elección del arzobispo de Bari Bartolomeo Prignano, que eligió el nombre de Urbano VI.

Hay que preguntarse también cómo se puede resolver adecuadamente la tensión entre el centro y la periferia en la forma de elegir al papa.

En primer lugar, hay que recordar que el papa no es «también» obispo de Roma, sino lo contrario: el obispo de Roma es también papa. Por consiguiente, al elegirlo se elige al sucesor de Pedro en la cátedra romana. Y esto implica que la elección es originalmente responsabilidad del clero y del pueblo de Roma.

III

Sin embargo, la elección del papa también concierne a toda la Iglesia. Y es evidente que en la conciencia general, antes y durante un cónclave, el carácter universal del ministerio petrino tiene más peso que las necesidades e intereses de la Iglesia romana local. De ello se deduce que los papas consideran casi secundarias sus funciones como obispos de Roma, delegando en un cardenal vicario, es decir, en el titular de la basílica de San Juan de Letrán -la catedral del papa-, el desempeño de sus funciones episcopales.

Para reflejar de manera especial el aspecto universal del ministerio petrino se ha propuesto conceder el derecho de voto en los cónclaves a los presidentes de las conferencias episcopales nacionales. Pero hay que subrayar que las conferencias episcopales no son en absoluto un elemento estructural de la Iglesia y que tal solución no correspondería a las exigencias del vínculo entre la Sede de Pedro y la ciudad de Roma. Por tanto, la solución al problema no se encuentra en ningún tipo de ampliación del derecho de voto en los cónclaves.

En cambio, podría encontrarse en la mencionada disociación de los derechos de voto activo y pasivo, reservando en la práctica el derecho de voto a un colegio cardenalicio muy racionalizado y verdaderamente romano, al tiempo que se amplía el círculo de elegibles de la Iglesia universal. Este método también tendría la ventaja de que ya no sería tan fácil para un papa influir en la elección de su sucesor creando cardenales de forma selectiva.

Por supuesto, el círculo de candidatos elegibles no debe incluir a todo el cuerpo episcopal. Sería necesario formular criterios objetivos e institucionales de elegibilidad, para limitar el círculo de los elegibles de manera sensata. Uno de estos criterios debe ser que el candidato haya ocupado un alto cargo en la curia romana durante al menos cinco años. Esto garantizaría a los votantes un conocimiento previo de los candidatos a través de relaciones personales, y a los candidatos una experiencia directa de las estructuras, procedimientos y problemas de la curia romana. Esto limitaría el círculo de candidatos, pero al mismo tiempo tendría en cuenta el aspecto universal del primado petrino. La necesidad de tener un conocimiento y una experiencia más que superficiales de la curia romana es evidente si se tienen en cuenta las tareas de los cardenales indicadas por los cánones 349, 353 y 356 del Código de Derecho Canónico, a saber, asistir al papa, solo o en consistorio, con palabras y obras.

En cuanto al número de electores, no sería difícil reducirlo, pues ya no tendría que ser una amplia representación de la Iglesia universal, lo que ya estaría garantizado por la disposición relativa a los elegibles. Se podría volver fácilmente por debajo del número de 70 electores fijado por Sixto V.

De hecho, es demasiado evidente que el número actual de 120 cardenales electores, muchos de los cuales, si no la mayoría, no tienen experiencia en Roma, plantea varios problemas. Para un colegio que prefiere hacer cardenales a los titulares de las diócesis de la periferia, es prácticamente imposible realizar adecuadamente las tareas mencionadas, incluso en las condiciones que permiten las modernas técnicas de comunicación.

También hay que tener en cuenta que, en determinadas circunstancias, puede ser difícil o incluso imposible para algunos electores viajar a Roma. Dificultades similares a las que impidieron la participación de los obispos de los países comunistas en el Concilio Vaticano II podrían impedir la participación de cardenales en un futuro cónclave. Las catástrofes naturales, como las erupciones volcánicas, los tsunamis o las epidemias, así como la agitación política o las guerras, también podrían imposibilitar la llegada a tiempo de los cardenales de la «periferia» a Roma. Por estas y otras razones similares, dado el gran número de cardenales con derecho a voto y al mismo tiempo la obligación de participar, la elección realizada por un colegio «incompleto» podría ser impugnada, con grave peligro para la unidad de la Iglesia.

Ante la posibilidad de una tal hipótesis, debería haberse al menos planteado y definido la cuestión del posible «quórum» para una votación válida. Si por el contrario los electores ya estuvieran presentes en el lugar a fin de poder formar parte de una circunscripción verdaderamente romana, no habría que temer tal escenario.

En definitiva, dada la actual composición del colegio cardenalicio, en el que la mayoría de los electores están dispersos geográficamente, no se conocen entre sí y saben aún menos de las necesidades reales del ministerio petrino, falta un requisito esencial para una votación responsable. Con una consecuencia muy insidiosa.

En un colegio electoral de este tipo todo acaba dependiendo de aquellos líderes de opinión, internos y externos, que consiguen dar a conocer a su candidato elegido entre los menos informados y movilizar el apoyo hacia él. Esto lleva a la formación de bloques, donde los votos individuales son como apoderados en blanco concedidos a los «grandes electores» que toman la iniciativa. Estos comportamientos siguen reglas y mecanismos estudiados en sociología. En cambio, la elección del papa, sucesor del apóstol Pedro, pastor supremo de la Iglesia de Dios, es un acontecimiento religioso para el que deberían aplicarse reglas propias.

El hecho de que en este contexto fluya dinero más o menos abundante desde la rica Europa hacia regiones del mundo que son más pobres, de modo que sus cardenales electores en el cónclave se sientan obligados al donante, es una realidad conocida, aunque moralmente reprobable. Es posible que estas consideraciones hayan impulsado a Juan Pablo II a mantener en vigor la excomunión contra estas formas modernas de simonía. Sin embargo, al mismo tiempo, ese papa declaró igualmente válida una elección que tuviera lugar de este modo, para garantizar la seguridad jurídica y, por tanto, la unidad de la Iglesia («Universi dominici gregis», n. 78).

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Las reflexiones aquí expuestas pretenden poner de manifiesto con mayor claridad, también en el modo en que se produce la elección, el carácter sagrado del ministerio papal, instituido de manera constitutiva en la Iglesia de Jesucristo, que no debe olvidar que está «en» el mundo, pero no es «del» mundo.

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Redacción Zenit

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