La certeza moral de la muerte

¿Cuándo se está realmente muerto?

A medida que aumenta la capacidad de los médicos para trasplantar órganos, necesitan saber exactamente qué constituye la muerte

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Por: Matthew Hanley

 

(ZENIT Noticias – Mercator.NET / Roma, 09.04.2022).- En un momento de la popular película Princess Bride, el héroe Wesley parece morir. Pero sus compañeros lo llevan a Miracle Max, que los tranquiliza diciendo: «resulta que vuestro amigo sólo está casi muerto. Hay una gran diferencia entre estar casi muerto y estar completamente muerto. La mayoría de los muertos es un poco de vida». Luego procede a revivirlo.

Es una escena extravagante en la que el juego de palabras se utiliza de forma magistral: todo el mundo sabe que no se puede estar casi muerto o ligeramente vivo.

Sin embargo, en la vida real, la línea que separa la vida de la muerte no siempre es tan fácil de reconocer, debido a las increíbles capacidades de la moderna Unidad de Cuidados Intensivos (UCI). En concreto, cuando los pacientes han sufrido una lesión cerebral tan extensa que se les declara «muerte cerebral» mientras se les mantiene artificialmente (principalmente con un respirador), ¿significa esto que están totalmente muertos o sólo un poco muertos?

La muerte cerebral, a diferencia de otras afecciones graves como el estado vegetativo persistente, sí constituye una muerte, pero sigue siendo poco conocida, incluso entre algunos profesionales de la medicina. Por eso es comprensible que los familiares de las personas declaradas en muerte cerebral piensen a menudo que su ser querido murió realmente cuando se le retiró el respirador o se le extrajeron los órganos para su donación.

Algunos incluso sospechan que su ser querido «murió dos veces», lo cual es imposible, a menos que se trate de Lázaro, a quien San Esteban ensalza en la imaginación poética de C.S. Lewis, porque

… obedientemente

se hizo por segunda vez a la mar

sabiendo bien que [su] muerte (en vano

murió una vez) debe volver a morir.

Shakespeare también dijo (en Julio César) que un cobarde «muere» varias veces antes de morir, mientras que el valiente sólo experimenta la muerte una vez. Esto nos toca la fibra porque apreciamos que hay cosas peores que la muerte, pero todo el mundo sabe que la muerte es un único acontecimiento.

¿Es la «muerte cerebral» un criterio válido?

Entonces, ¿por qué la Iglesia Católica ha señalado sistemáticamente su apoyo a la propuesta de que la muerte cerebral -la muerte determinada por un estricto conjunto de «criterios neurológicos»- es un medio válido para establecer que la muerte se ha producido realmente?

La Iglesia no toma decisiones técnicas, sino que primero escucha lo que dicen quienes tienen la competencia médica pertinente. Y éstos afirman mayoritariamente que la muerte implica necesariamente la destrucción irreversible de todo el cerebro, incluido el tronco cerebral (que, entre otras cosas, regula la respiración). Hoy en día se pueden sustituir todos los demás órganos vitales, pero no hay forma de superar la pérdida total e irreversible de toda la función cerebral.

La pérdida irreversible de todas las funciones cerebrales críticas es la única condición necesaria y suficiente para establecer la muerte.

Esto puede sorprender a mucha gente, ya que significa que el otro método para determinar la muerte -el tradicional y aparentemente obvio de observar el cese de los latidos del corazón y la circulación- sólo es fiable cuando persiste el tiempo suficiente para que el cerebro muera. De hecho, los conocimientos médicos actuales nos llevan a la conclusión de que la muerte cerebral total no sólo es un medio válido para determinar la muerte, sino que, en última instancia, es el único.

Entonces es necesario evaluar si el juicio médico imperante se alinea o no con una antropología cristiana sólida. Ahí es donde las cosas se ponen interesantes, porque la «antropología cristiana» implica el reconocimiento de que el hombre se compone de la unión de cuerpo y alma, y que la muerte se define por su separación. Evidentemente, esto es algo que no se puede observar ni medir directamente con las herramientas de la ciencia moderna.

Hay que tener en cuenta que el alma no puede identificarse con ningún órgano concreto (como el cerebro o el corazón). El alma, como señala la Carta a Diogneto del siglo II, «está presente en todas las partes del cuerpo, permaneciendo distinta de él». La muerte supone la pérdida irreversible de todas las capacidades (intelectivas, sensitivas y vegetativas) del alma espiritual. Aunque alguien no parezca capaz de ejercer ninguna de sus facultades intelectuales o de conservar sus capacidades sensitivas, no está muerto si sigue siendo capaz de ejercer por sí mismo sus funciones vegetativas (las más básicas del cuerpo).

La muerte, como sostenía el filósofo y teólogo medieval Tomás de Aquino, sólo se produce en última instancia cuando el alma ya no es capaz de demostrar o expresar sus capacidades vegetativas por su propia cuenta. Por lo tanto, las funciones corporales que sólo persisten gracias a la intervención médica no parecen atribuibles al alma.

La certeza moral de la muerte

Así pues, cuando una persona cumple inequívocamente los criterios de la muerte cerebral, podemos decir con certeza moral que la persona ha muerto. Y un estándar moral o prudencial de certeza, más que una certeza absoluta, es el estándar apropiado porque permite tomar decisiones en conciencia basadas en el conocimiento disponible, incluso en medio de cualquier ambigüedad que pueda quedar.

Algunos de los que piensan que la muerte cerebral (el criterio neurológico) no es fiable ni suficientemente rigurosa sugieren que deberíamos volver al estándar tradicional de los latidos del corazón para determinar la muerte (el criterio circulatorio); después de todo, poco después de una parada cardíaca, estos donantes parecen «más» muertos que el donante con muerte cerebral que todavía se mantiene artificialmente con un respirador.

Hoy en día, una proporción considerable y creciente de las donaciones de órganos se realiza según este «criterio circulatorio». Funciona así: se retira el soporte vital a los pacientes gravemente afectados que no tienen muerte cerebral porque no quedan opciones de tratamiento viables. En estos casos, la muerte es previsible y la donación de órganos se programa para que coincida con ella.

A diferencia de la muerte cerebral, que es una determinación retrospectiva -un reconocimiento de que la muerte ya se ha producido-, el criterio circulatorio es de naturaleza prospectiva; requiere un periodo de espera para establecer la muerte, pero los órganos pueden quedar rápidamente inutilizados si transcurre demasiado tiempo. Estos protocolos suelen exigir que la obtención de órganos comience entre 2 y 5 minutos después del paro cardíaco.

Pero, según las autoridades médicas, este tiempo no es suficiente para saber que el donante ha muerto de forma concluyente, porque el cese de los latidos del corazón y de la circulación debe durar lo suficiente como para que el cerebro muera para establecer la muerte. Antes de ese momento, sigue siendo posible revivirlo, aunque en estas situaciones no se haga ningún intento de reanimación. Pero la preocupación es establecer si una persona ha muerto realmente, no si sería incorrecto intentar reanimarla.

Así que este medio «tradicional» de determinar la muerte resulta ser menos seguro que los criterios neurológicos (en el contexto de la donación de órganos), como reconocen claramente las propias autoridades médicas. Algunas autoridades médicas ofrecen otras justificaciones para estos protocolos, pero no suelen insistir en que estos donantes estén muertos, como hacen con los protocolos de muerte cerebral.

La regla del donante muerto

Toda la empresa de trasplantes de órganos se basa en el respeto de la regla del donante muerto, el acuerdo de que los órganos vitales sólo pueden extraerse después de la muerte.

Pero estos protocolos extremadamente sensibles al tiempo corren el riesgo de transformar la regla del donante muerto en la «regla del donante que pronto morirá». Esto podría abrir la puerta para justificar otras propuestas más radicales de trasplante de órganos antes de que el donante muera.

Evidentemente, podemos concluir que en estas circunstancias falta la certeza moral de la muerte; también hay que señalar que muchos profesionales sanitarios expresan serios reparos a estos protocolos basados en los criterios circulatorios.

Sin embargo, pocos donantes potenciales -o sus seres queridos- son conscientes de los diferentes escenarios en los que podría tener lugar su donación de órganos. Pocos reflexionan sobre la posibilidad de que no estén muertos en el momento de la donación, o sobre el hecho de que la experiencia de observar y procesar el momento de la muerte pueda verse abruptamente truncada por la necesidad de trasladarse con tanta premura.

Este tema en general es mucho más complicado y fascinante de lo que puede parecer a primera vista. Desde luego, nunca pensé que escribiría un libro premiado sobre él. Y, sobre todo, para quienes se sientan inclinados a convertirse en donantes de órganos, estas particularidades merecen una amplia reflexión.

 

Este artículo fue originalmente publicado en Mercator.net con el título When are you really dead? El nuevo libro de Matthew Hanley, Determining Death by Neurological Criteria: Current Practice and Ethics, es una publicación conjunta del National Catholic Bioethics Center y Catholic University of America Press. Recientemente ha ganado el premio internacional Ratio et Spes. La traducción del original en lengua inglesa fue realizado por el P. Jorge Enrique Mújica, LC, para ZENIT.

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Redacción Zenit

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