“Desiderio desideravi” sobre la liturgia. Foto: Cathopic

Resumen de la carta del Papa «Desiderio desideravi» sobre la liturgia un año después de «Traditionis Custodes»

Con «Desiderio desideravi», la Carta Apostólica al Pueblo de Dios, Francisco invita a superar tanto el esteticismo que sólo se complace en la formalidad exterior como la dejadez en las liturgias: «Una celebración que no evangeliza no es auténtica».

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(ZENIT Noticias – Dicasterio para la Comunicación de la Santa Sede / Ciudad del Vaticano, 29.06.2022).- Una Carta Apostólica al Pueblo de Dios sobre la liturgia, para recordar el sentido profundo de la celebración eucarística surgida del Concilio e invitar a la formación litúrgica. El Papa Francisco publicó este 29 de junio «Desiderio desideravi», que con sus 65 párrafos desarrolla los resultados de la plenaria de febrero de 2019 del Dicasterio del Culto Divino y sigue el motu proprio «Traditionis custodes», reafirmando la importancia de la comunión eclesial en torno al rito surgido de la reforma litúrgica postconciliar.

No se trata de una nueva instrucción ni de un directorio con normas específicas, sino de una meditación para comprender la belleza de la celebración litúrgica y su papel en la evangelización. Y concluye con un llamamiento: «Abandonemos la polémica para escuchar juntos lo que el Espíritu dice a la Iglesia, conservemos la comunión, sigamos asombrándonos de la belleza de la liturgia» (65).

La fe cristiana, escribe Francisco, o es un encuentro con Jesús vivo o no lo es. Y «la Liturgia nos garantiza la posibilidad de ese encuentro. No necesitamos un vago recuerdo de la Última Cena: necesitamos estar presentes en esa Cena». Recordando la importancia de la constitución «Sacrosanctum Concilium» del Vaticano II, que condujo al redescubrimiento de la comprensión teológica de la liturgia, el Papa añade: «Quisiera que la belleza de la celebración cristiana y sus consecuencias necesarias en la vida de la Iglesia, no fueran desfiguradas por una comprensión superficial y reductora de su valor o, peor aún, por su instrumentalización al servicio de alguna visión ideológica, cualquiera que sea» (16).

Después de haber advertido contra la «mundanidad espiritual» y el gnosticismo y el neopelagianismo que la alimentan, Francisco explica que «participar en el sacrificio eucarístico no es una de nuestras conquistas, como si pudiéramos presumir de ello ante Dios y los hermanos» y que «la Liturgia no tiene nada que ver con un moralismo ascético: es el don de la Pascua del Señor que, aceptado con docilidad, hace nueva nuestra vida».

Uno no entra en el Cenáculo sino por el poder de atracción de su deseo de comer la Pascua con nosotros» (20). Para sanar la mundanidad espiritual, es necesario redescubrir la belleza de la liturgia, pero este redescubrimiento «no es la búsqueda de un esteticismo ritual que se complace sólo en el cuidado de la formalidad externa de un rito o se satisface con una escrupulosa observancia de la rúbrica. Evidentemente, esta afirmación no quiere aprobar en absoluto la actitud contraria que confunde la simplicidad con una banalidad chapucera, la esencialidad con una superficialidad ignorante, la concreción de la acción ritual con un funcionalismo práctico exagerado» (22).

El Papa explica que «hay que cuidar todos los aspectos de la celebración (el espacio, el tiempo, los gestos, las palabras, los objetos, la vestimenta, el canto, la música, …) y observar todas las rúbricas: esta atención sería suficiente para no robar a la asamblea lo que le es debido, es decir, el misterio pascual celebrado en la forma ritual establecida por la Iglesia. Pero incluso si la calidad y la norma de la acción celebratoria estuvieran garantizadas, esto no sería suficiente para que nuestra participación fuera plena» (23). De hecho, si «falta el asombro por el misterio pascual» presente «en la concreción de los signos sacramentales, podríamos correr el riesgo de ser realmente impermeables al océano de gracia que inunda cada celebración» (24). Este asombro, aclara Francisco, no tiene nada que ver «con la humeante expresión ‘sentido del misterio’: a veces entre las supuestas acusaciones contra la reforma litúrgica está también la de haberlo -se dice- eliminado de la celebración». El asombro del que habla el Papa no es una especie de desconcierto ante una realidad oscura o un rito enigmático, sino que es, «por el contrario, asombro ante el hecho de que el plan salvífico de Dios se nos haya revelado en la Pascua de Jesús» (25).

¿Cómo, entonces, podemos recuperar la capacidad de vivir la acción litúrgica en su plenitud? Ante el desconcierto de la posmodernidad, el individualismo, el subjetivismo y el espiritualismo abstracto, el Papa nos invita a volver a las grandes constituciones conciliares, que no pueden separarse unas de otras. Y escribe que «sería banal leer las tensiones, desgraciadamente presentes en torno a la celebración, como una simple divergencia entre diferentes sensibilidades hacia una forma ritual. El problema es ante todo eclesiológico» (31). Detrás de las batallas sobre el ritual, en definitiva, se esconden diferentes concepciones de la Iglesia. No se puede decir, señala el Pontífice, que se reconoce la validez del Concilio y no aceptar la reforma litúrgica nacida de la «Sacrosanctum Concilium».

Citando al teólogo Romano Guardini, muy presente en la Carta Apostólica, Francisco afirma que sin formación litúrgica, «las reformas en el rito y en el texto no ayudan mucho» (34). Insiste en la importancia de la formación, en primer lugar en los seminarios: «Un enfoque litúrgico-sapiencial de la formación teológica en los seminarios tendría ciertamente efectos positivos también en la acción pastoral. No hay ningún aspecto de la vida eclesial que no encuentre su culminación y su fuente en ella. La pastoral de conjunto, orgánica e integrada, más que ser el resultado de programas elaborados, es la consecuencia de situar la celebración eucarística dominical, fundamento de la comunión, en el centro de la vida de la comunidad. La comprensión teológica de la liturgia no permite de ninguna manera entender estas palabras como si todo se redujera al aspecto cultual. Una celebración que no evangeliza no es auténtica, como no lo es un anuncio que no lleva al encuentro con el Señor resucitado en la celebración: ambos, pues, sin el testimonio de la caridad, son como un metal que retumba o un címbalo que suena» (37).

Es importante, continúa explicando el Papa, educar en la comprensión de los símbolos, lo que resulta cada vez más difícil para el hombre moderno. Una forma de hacerlo «es, sin duda, cuidar el arte de la celebración», que «no puede reducirse a la mera observancia de un aparato rúbrico, ni puede pensarse en una creatividad imaginativa -a veces salvaje- sin reglas». El rito es en sí mismo una norma y la norma nunca es un fin en sí misma, sino que siempre está al servicio de la realidad superior que quiere custodiar» (48).  El arte de celebrar no se aprende «porque uno asista a un curso de oratoria o de técnicas de comunicación persuasiva», sino que requiere «una dedicación diligente a la celebración, dejando que la propia celebración nos transmita su arte» (50). Y «entre los gestos rituales propios de toda la asamblea, ocupa un lugar de absoluta importancia el silencio», que «mueve al arrepentimiento y al deseo de conversión; suscita el deseo de conversión»; suscita la escucha de la Palabra y la oración; dispone a la adoración del Cuerpo y la Sangre de Cristo» (52).

A continuación, Francisco observa que en las comunidades cristianas su forma de vivir la celebración «está condicionada -para bien y, por desgracia, también para mal- por el modo en que su pastor preside la asamblea». Y enumera varios «modelos» de presidencia inadecuada, aunque sean de signo contrario: «rigidez austera o creatividad exasperada; misticismo espiritualizante o funcionalismo práctico; prisa precipitada o lentitud acentuada; descuido desaliñado o refinamiento excesivo; afabilidad sobreabundante o impasibilidad hierática». Modelos todos ellos que tienen una misma raíz: «un personalismo exasperado de estilo celebratorio que, a veces, expresa una mal disimulada manía de protagonismo» (54), amplificada cuando las celebraciones se difunden por la red. Mientras que «presidir la Eucaristía es sumergirse en el horno del amor de Dios. Cuando se nos da a entender, o incluso a intuir, esta realidad, ciertamente ya no necesitamos un directorio que nos imponga un comportamiento adecuado» (57).

El Papa concluye la carta pidiendo «a todos los obispos, presbíteros y diáconos, a los formadores de los seminarios, a los profesores de las facultades de teología y de las escuelas de teología, y a todos los catedráticos y catequistas, que ayuden al santo pueblo de Dios a sacar de lo que siempre ha sido la fuente primaria de la espiritualidad cristiana», reafirmando lo establecido en la «Traditionis custodes», para que «la Iglesia eleve, en la variedad de lenguas, una oración única e idéntica capaz de expresar su unidad» y esta oración única es el Rito Romano surgido de la reforma conciliar y establecido por los santos pontífices Pablo VI y Juan Pablo II.

La traducción del original en lengua italiana al castellano fue realizado por el P. Jorge Enrique Mújica, LC, director editorial de ZENIT; al inglés por Virginia Forrester.

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Redacción Zenit

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