Por: Rusell Shaw
(ZENIT Noticias / Los Ángeles, 20.09.2022).- Dorothy Day puso el dedo en la llaga. La cofundadora del Movimiento del Trabajador Católico, cuya fe ortodoxa convivía con opiniones sociales radicales, dijo que no quería que la llamaran santa porque entonces la gente dejaría de prestar atención a lo que decía (es difícil saber qué diría Day ahora, cuando su causa de canonización está en marcha y tiene el título de Sierva de Dios).
Obviamente, la situación es muy diferente con el Catecismo de la Iglesia Católica, que no es una persona sino un libro, y por tanto no es candidato a la santidad. Sin embargo, 30 años después de su publicación, el Catecismo puede correr el riesgo de convertirse en el equivalente literario de un santo: un objeto de respeto y veneración que ocupa un lugar estimado en la Iglesia, pero que no recibe la atención que merece por parte de muchos fieles.
Si esto es así, es una gran pérdida, aunque no tanto para el catecismo como para la gente que no lo lee. En tres décadas, este volumen ha envejecido notablemente bien y, aunque no es exactamente lo que se llamaría una buena lectura, es un libro que, leído lenta y reflexivamente, es capaz de atraer la atención, elevar las mentes y, de vez en cuando, incluso calentar los corazones – perennemente oportuno precisamente por su atemporalidad.
«Este catecismo está concebido como una presentación orgánica de la fe católica en su totalidad», anuncia audazmente el texto al comienzo. Hoy, al igual que hace 30 años, se trata de un objetivo muy ambicioso que consigue alcanzar con notable éxito.
A continuación, conviene hacer un poco de historia.
En enero de 1985, el Papa Juan Pablo II convocó una «asamblea general extraordinaria» del Sínodo Mundial de Obispos para debatir los éxitos y fracasos en la aplicación del Concilio Vaticano II en las dos décadas precedentes desde su finalización. Entre los problemas de aquellos tiempos se encontraba el aumento de la disidencia pública –y, con ella, la confusión pública– respecto a la enseñanza de la Iglesia.
400 años después del Catecismo del Concilio de Trento, ¿no había llegado el momento de elaborar un nuevo catecismo universal que expusiera la doctrina católica a la luz del Vaticano II, como había hecho su predecesor después de Trento?
La respuesta del sínodo fue un sí rotundo. El Papa estuvo de acuerdo. Al menos conceptualmente, había nacido el Catecismo de la Iglesia Católica.
Se creó una comisión de 12 cardenales presidida por el cardenal Joseph Ratzinger, prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe, para redactar el texto, con la ayuda de un comité de siete obispos diocesanos. Mirando hacia atrás, muchos años después, el cardenal Ratzinger -ahora conocido por el mundo como el Papa Benedicto XVI- calificó de «milagro… que este proyecto tuviera finalmente éxito».
Una razón obvia de su sorpresa fue la gran magnitud del proyecto. Los participantes en el Sínodo habían pedido «un catecismo o compendio de toda la doctrina católica, tanto en lo que se refiere a la fe como a la moral», que sirviera como punto de referencia para los catecismos nacionales. La presentación de la doctrina, dijeron, tenía que ser «bíblica y litúrgica», así como «adecuada a la vida actual de los cristianos».
Eso habría sido pedir mucho en el mejor de los casos, y las circunstancias que rodeaban la redacción del catecismo distaban mucho de ser las mejores. De hecho, no todo el mundo acogió con agrado la idea de un catecismo universal, sobre todo aquellos que encontraban la disensión y la confusión doctrinal afines a sus propósitos y estaban contentos de que continuara. Visto desde esa perspectiva, un texto autorizado que expusiera la fe de la Iglesia en blanco y negro no haría más que estorbar.
Sin embargo, a pesar de la oposición, a lo largo de los siete años siguientes el «milagro» del cardenal Ratzinger avanzó con paso firme. Se redactaron nueve borradores en francés. La comisión de cardenales envió un texto preliminar a los obispos de todo el mundo en busca de sus comentarios, y pronto llegaron las respuestas. Aunque la reacción al texto fue en general positiva, llegaron 24.000 comentarios distintos en los que se proponían adiciones, sustracciones y cambios.
El texto aprobado se publicó finalmente el 11 de octubre de 1992 –lo que es significativo, el 30º aniversario de la apertura del Concilio Vaticano II– junto con una «constitución apostólica» del Papa Juan Pablo II titulada «Fidei Depositum» («El depósito de la fe»).
Al igual que San Juan XXIII había convocado el Concilio con el objetivo de salvaguardar el cuerpo de doctrina confiado a la Iglesia y hacerlo más accesible, así también, dijo el Papa Juan Pablo, el Catecismo de la Iglesia Católica se erigía ahora como «una norma segura para la enseñanza de la fe y, por tanto, un instrumento válido y legítimo para la comunión eclesial».
Citando la primera carta de San Pedro, el Papa dijo que el catecismo estaba destinado a los pastores de la Iglesia en su calidad de maestros, a los católicos laicos que buscan profundizar en su fe, y a cualquiera que busque «un relato de la esperanza que hay en nosotros… que quiera saber lo que cree la Iglesia católica».
Adoptando la misma estructura que el Catecismo del Concilio de Trento, el texto organiza sus 2.865 párrafos numerados en cuatro grandes secciones («pilares»): el credo, la liturgia y los sacramentos, la forma de vida cristiana considerada según el orden de los Diez Mandamientos, y la oración tratada en referencia a las peticiones del Padre Nuestro.
Al presentar el catecismo, el Papa Juan Pablo II destacó el carácter cristocéntrico de esta estructura: «Muerto y resucitado, Cristo está siempre presente en su Iglesia, especialmente en los sacramentos; es la fuente de nuestra fe, el modelo de la conducta cristiana y el maestro de nuestra oración».
Aunque las formulaciones doctrinales son el núcleo del catecismo, el texto incluye muchas otras cosas. Una de las características del catecismo es el uso extensivo de material extraído de fuentes que incluyen el Antiguo y el Nuevo Testamento, los Padres y doctores de la Iglesia, los concilios ecuménicos, los documentos papales y el derecho canónico. De este modo, el lector entra en contacto con la fe vivida, tal como ha sido transmitida a lo largo de los siglos y expresada por personas tan diversas como San Agustín y Santo Tomás de Aquino, Santa Teresa de Ávila y Santa Teresa de Lisieux.
Pero para los lectores que no quieren tantas palabras, el Vaticano publicó en 2005 un Compendio del Catecismo de la Iglesia Católica descrito por el Papa Benedicto XVI como una «síntesis fiel y segura» de la obra más antigua y larga. Organizado según el mismo plan que el catecismo, dijo, expone los elementos de la creencia católica más brevemente con el objetivo de que el catecismo sea «más conocido y más profundamente comprendido».
La cuarta sección del catecismo, un tratamiento de la oración basado en el Padre Nuestro, concluye con una oración del doctor de la iglesia del siglo IV San Cirilo de Jerusalén.
Treinta años después, las palabras del gran doctor ofrecen una conclusión adecuada a esta notable obra: «Luego, una vez terminada la oración, se dice ‘Amén’, que significa ‘Así sea’, ratificando así con nuestro ‘Amén’ lo que contiene la oración que Dios nos ha enseñado».
Traducción del original en inglés publicado por Angelus News realizada por el director editorial de ZENIT.