(ZENIT Noticias / Awali, 04.11.2022).- El momento mariano del viaje del Papa a una parte de Arabia fue la de la tarde del viernes 4 de noviembre, cuando se trasladó a la Catedral de Nuestra Señora de Arabia, donde se detuvo en oración personal. A continuación las palabras del Papa en esa catedral católica, la única en la península. En la visita estuvieron presenten algunos miembros de la familia real y también el patriarca de Constantinopla.
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«Partos, medos y elamitas, los que habitamos en la Mesopotamia o en la misma Judea, en Capadocia, en el Ponto y en Asia Menor, en Frigia y Panfilia, en Egipto, en la Libia Cirenaica, los peregrinos de Roma, judíos y prosélitos, cretenses y árabes, todos los oímos proclamar en nuestras lenguas las maravillas de Dios» (Hch 2,9-11).
Santidad, querido Hermano Bartolomé, queridos hermanos y hermanas, estas palabras parecen escritas para nosotros hoy; que de tantos pueblos y de tantas lenguas, de tantas partes y de tantos ritos, estamos aquí juntos, y lo estamos por las grandes obras realizadas por Dios. —Estamos en paz, como en aquella mañana de Pentecostés, en la que no se entendía nada—. En Jerusalén, el día de Pentecostés, aún proviniendo de muchas regiones, se sentían unidos en un solo Espíritu. Hoy, como entonces, la variedad de orígenes y lenguas no es un problema, sino una ventaja. Escribía un autor antiguo que, cuando «alguien dijera a uno de vosotros: «Si has recibido el Espíritu Santo, ¿por qué no hablas en todos los idiomas?», deberás responderle: «Es cierto que hablo todos los idiomas, porque estoy en el cuerpo de Cristo, es decir, en la Iglesia, que los habla todos» (Discurso de un autor africano del siglo VI: PL 65,743).
Hermanos, hermanas, esto también vale para nosotros, «porque todos hemos sido bautizados en un solo Espíritu para formar un solo cuerpo» (1 Co 12,13). Desafortunadamente, con nuestras laceraciones hemos herido el cuerpo santo del Señor, pero el Espíritu Santo, que une todos los miembros, es más grande que nuestras divisiones carnales. Por eso es correcto decir que lo que nos une supera con creces lo que nos separa, y que cuanto más caminemos según el Espíritu, más nos inclinaremos a desear y, con la ayuda de Dios, a restablecer la unidad plena entre nosotros.
Volvamos al texto de Pentecostés. Al meditarlo, resonaron en mí dos elementos que me parecen útiles para nuestro camino de comunión y que me gustaría compartir con ustedes. Estos son la unidad en la diversidad y el testimonio de vida.
La unidad en la diversidad
La unidad en la diversidad. Dicen los Hechos de los Apóstoles que, en Pentecostés, los discípulos «estaban todos reunidos en el mismo lugar» (2,1). Observamos cómo el Espíritu, que se posa sobre cada uno, elige sin embargo el momento en el que están todos juntos. Podían adorar a Dios y hacer el bien al prójimo incluso por separado, pero es al converger en la unidad cuando las puertas se abren de par en par a la obra de Dios. El pueblo cristiano está llamado a reunirse para que las maravillas de Dios se hagan realidad. Estar aquí, en Baréin, como pequeño rebaño de Cristo, disperso en diversos lugares y denominaciones, nos ayuda a percibir la necesidad de la unidad, de compartir la fe. Del mismo modo que en este archipiélago no faltan conexiones estables entre las islas, que sea también así entre nosotros, para no estar aislados, sino en comunión fraterna.
Hermanos y hermanas, me pregunto: ¿cómo hacer para acrecentar la unidad, si la historia, las tradiciones, los compromisos y las distancias parecerían atraernos hacia otras partes? ¿Cuál es el «punto de encuentro», el «cenáculo espiritual» de nuestra comunión? Es la alabanza a Dios, que el Espíritu suscita en todos. La oración de alabanza no aísla, no encierra en uno mismo y en las propias necesidades, sino que nos introduce en el corazón del Padre y, de esta manera, nos conecta con todos nuestros hermanos y hermanas.
La oración de alabanza y adoración es la más elevada; gratuita e incondicional, atrae la alegría del Espíritu, purifica el corazón, restablece la armonía, recompone la unidad. Es el antídoto contra la tristeza, contra la tentación de dejarnos afectar por nuestra pobreza interior y la pobreza exterior de nuestros números. El que alaba no se fija en la pequeñez del rebaño, sino en la belleza de ser los pequeños del Padre. La alabanza, que permite al Espíritu derramar su consuelo sobre nosotros, es un buen remedio contra la soledad y la nostalgia de estar lejos de casa. Nos permite sentir la cercanía del Buen Pastor, aun cuando pesa la falta de pastores que estén al alcance, que es frecuente en estos lugares. El Señor, precisamente en nuestros desiertos, ama abrir caminos nuevos e inimaginables y hacer brotar manantiales de agua viva (cf. Is 43,19). La alabanza y la adoración nos conducen allí, a las fuentes del Espíritu, reconduciéndonos a los orígenes, a la unidad.
Les hará bien seguir alimentando la alabanza a Dios, para ser cada vez más signo de unidad para todos los cristianos. Que se continúe también con la hermosa costumbre de poner los edificios de culto a disposición de otras comunidades para adorar al único Señor. De hecho, no sólo aquí en la tierra, sino también en el cielo hay una estela de alabanza que nos une. Es la de los muchos mártires cristianos de diversas denominaciones —¡cuántos ha habido en estos últimos años en Oriente Medio y en todo el mundo!, ¡cuántos! Ahora forman un solo cielo repleto de estrellas, que indica el sendero a los que caminan por los desiertos de la historia. Tenemos la misma meta; todos estamos llamados a la plenitud de la comunión en Dios.
Pero recordemos que la unidad, hacia la que vamos caminando, está en la diferencia. Y esto es importante tenerlo en cuenta: la unidad no está en ser «todos iguales», no, está en la diferencia. El relato de Pentecostés señala que cada uno oía a los Apóstoles hablar «en su propia lengua» (Hch 2,6); el Espíritu no acuña un lenguaje idéntico para todos, sino que permite a cada uno hablar las lenguas de los demás (cf. v. 4) y hace posible que cada uno oiga la suya hablada por los demás (cf. v. 11). Es decir, no nos encierra en la uniformidad, sino que nos dispone a acogernos en las diferencias. Esto acontece a quien vive según el Espíritu; aprende a encontrarse con cada hermano y hermana en la fe como parte del cuerpo al que pertenece. Este es el espíritu del camino ecuménico.
Queridos amigos, preguntémonos a nosotros mismos cómo vamos haciendo este camino. Yo, pastor, ministro, fiel, ¿soy dócil a la acción del Espíritu? ¿Vivo el ecumenismo como una carga, como un compromiso adicional, como un deber institucional, o como el anhelo urgente de Jesús de que lleguemos a ser «uno» (Jn 17,21), como una misión que brota del Evangelio? Concretamente, ¿qué hago por aquellos hermanos y hermanas que creen en Cristo pero que no son de los «míos»? ¿Los conozco, los busco, me intereso por ellos? ¿Mantengo las distancias y actúo con formalidad, o intento comprender su historia y apreciar sus particularidades, sin considerarlos obstáculos insalvables?
El testimonio de vida
Después de la unidad en la diversidad, pasamos al segundo elemento: el testimonio de vida.
En Pentecostés los discípulos se abrieron, salieron del Cenáculo. Desde ahí irán hacia el mundo entero. Jerusalén, que parecía su punto de llegada, se convirtió en el punto de partida de una aventura extraordinaria. El miedo que los encerró en sus casas quedó como un recuerdo lejano; ahora van a todas partes, pero no para distinguirse de los demás, ni tampoco para revolucionar el orden de las sociedades y la estructura del mundo, sino para irradiar en cada rincón, a través de sus vidas, la belleza del amor de Dios. De hecho, nuestro testimonio no es tanto un discurso que se realiza con palabras, sino que se muestra con hechos; la fe no es un privilegio que se ha de reclamar, sino un don que se debe compartir. Como dice un texto antiguo, los cristianos «no tienen ciudades propias, ni utilizan un hablar insólito, ni llevan un género de vida distinto, […] toda tierra extraña es patria para ellos […]. Viven en la tierra, pero su ciudadanía está en el cielo. Obedecen las leyes establecidas, y con su modo de vivir superan estas leyes. Aman a todos» (Carta a Diogneto, V).
Aman a todos. Ese es el distintivo cristiano, la esencia del testimonio. Estar aquí en Baréin les ha permitido a muchos de ustedes redescubrir y practicar la auténtica sencillez de la caridad. Pienso en la asistencia ofrecida a los hermanos y hermanas que llegan; en una presencia cristiana que, en la humildad de cada día, da testimonio, en los ambientes de trabajo, de comprensión y paciencia, de alegría y mansedumbre, de benevolencia y de espíritu de diálogo. En una palabra, de paz.
Será bueno también para nosotros preguntarnos sobre nuestro testimonio, porque con el paso del tiempo se puede ir adelante por inercia y perder entusiasmo en mostrar a Jesús a través del espíritu de las Bienaventuranzas, la coherencia, la bondad de vida y la conducta pacífica. Preguntémonos, ahora que rezamos juntos por la paz: ¿somos realmente personas de paz? ¿Estamos habitados por el deseo de manifestar en todas partes la mansedumbre de Jesús, sin esperar nada a cambio? ¿Hacemos nuestros, llevándolos en nuestros corazones y en nuestras oraciones, los cansancios, las heridas y la desunión que vemos a nuestro alrededor?
Hermanos y hermanas, he querido compartir con ustedes estas reflexiones sobre la unidad —que es fortalecida por la alabanza— y sobre el testimonio —que es robustecido por la caridad—. La unidad y el testimonio son coesenciales. No podemos dar verdadero testimonio del Dios del amor si no estamos unidos entre nosotros como Él quiere; y no podemos estar unidos permaneciendo cada uno por su lado, sin abrirnos al testimonio, sin ampliar las fronteras de nuestros intereses y de nuestras comunidades en nombre del Espíritu que abraza a todas las lenguas y quiere llegar a cada uno. Me permito añadir una reflexión: ese día, el Espíritu Santo creó una gran diversidad, que parecía un gran desorden.
Sin embargo, el mismo Espíritu que da la diversidad de los carismas es el mismo que crea la unidad, la unidad como armonía. El Espíritu es la armonía, como decía un gran Padre de la Iglesia: «Ipse harmonia est», Él es la armonía. Por eso rezamos, para que se dé entre nosotros esta armonía. Él une y envía, reúne en comunión y manda en misión. Confiémosle en la oración nuestro itinerario común e invoquemos sobre nosotros su efusión, un renovado Pentecostés que nos dé miradas nuevas y pasos ágiles en nuestro camino de unidad y de paz.