(ZENIT Noticias / Ciudad del Vaticano, 23.11.2022).- Por la mañana del martes 22 de noviembre, el Papa recibió en audiencia en el Palacio Apostólico del Vaticano a los participantes en el Congreso Judío Mundial (Executive Committee Meeting del World Jewish Congress). Ofrecemos a continuación el texto del discurso pronunciado por el Papa:
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Estimados representantes del Congreso Judío Mundial, les doy una fraternal bienvenida. Gracias, Embajador Lauder, por sus amables palabras. Esta visita atestigua y refuerza los lazos de amistad que nos unen: desde el Concilio Vaticano II, su organización ha dialogado con la Comisión para las Relaciones Religiosas con el Judaísmo y ha organizado durante años conferencias de gran interés.
Los judíos y los católicos compartimos tesoros espirituales inestimables. Profesamos la fe en el Creador del cielo y de la tierra, que no sólo dio origen a la humanidad, sino que da forma a cada ser humano a su imagen y semejanza (cf. Gn 1,26). Creemos que el Todopoderoso no permaneció alejado de su creación, sino que se reveló, no comunicándose sólo con algunos, de forma aislada, sino dirigiéndose a nosotros como pueblo. Mediante la fe y la lectura de las escrituras transmitidas en nuestras tradiciones religiosas, podemos entrar en relación con Él y convertirnos en colaboradores de su voluntad providencial.
También nosotros tenemos una visión similar del final, habitada por la confianza de que, en el camino de la vida, no avanzamos hacia la nada, sino hacia el Altísimo que nos cuida, hacia Aquel que nos ha prometido, al final de los días, un reino eterno de paz, donde acabará todo lo que amenaza la vida y la convivencia humana. Nuestro mundo está marcado por la violencia, la opresión y la explotación, pero todo esto no tiene la última palabra: la fiel promesa del Eterno nos habla de un futuro de salvación, de un cielo nuevo y una tierra nueva (cf. Is 65,17-18; Ap 21,1) donde la paz y la alegría tendrán una morada estable, donde la muerte será eliminada para siempre, donde Él enjugará las lágrimas de todos los rostros (cf. Is 25,7-8), donde ya no habrá luto, ni llanto, ni dolor (cf. Ap 21,4). El Señor realizará este futuro, es más, Él mismo será nuestro futuro. Y aunque en el judaísmo y en el cristianismo hay diferentes ideas sobre cómo será este cumplimiento, la promesa reconfortante que tenemos en común permanece. Alimenta nuestra esperanza, pero no menos nuestro compromiso, de que el mundo que habitamos y la historia que vivimos reflejen la presencia de Aquel que nos ha llamado a ser sus adoradores y guardianes de nuestros hermanos.
Queridos amigos, a la luz de la herencia religiosa que compartimos, miramos el presente como un desafío que nos une, como una exhortación a actuar juntos. A nuestras dos comunidades de fe se les confía la tarea de trabajar para que el mundo sea más fraterno, luchando contra las desigualdades y promoviendo una mayor justicia, para que la paz no se quede en una promesa del otro mundo, sino que sea ya una realidad en éste. Sí, el camino hacia la convivencia pacífica comienza con la justicia, que, junto con la verdad, el amor y la libertad, es una de las condiciones fundamentales para una paz duradera en el mundo (cf. Juan XXIII, Carta Encíclica Pacem in Terris, 18.20.25). ¡Cuántos seres humanos, creados a imagen y semejanza de Dios, están desfigurados en su dignidad, a causa de una injusticia que desgarra el planeta y es la causa subyacente de tantos conflictos, el pantano en el que se estancan las guerras y la violencia! Él, que creó todas las cosas según el orden y la armonía, nos invita a reclamar este pantano de injusticia que aflige la convivencia fraterna en el mundo, tanto como la devastación ambiental compromete la salud de la tierra.
Las iniciativas comunes y concretas para promover la justicia requieren valor, colaboración y creatividad. Y se benefician enormemente de la fe, de la capacidad de confiar en el Altísimo y de dejarse guiar por Él, en lugar de por los meros intereses terrenales, siempre inmediatos y miopes, particulares e incapaces de abarcar el conjunto. En cambio, la fe nos despierta al pensamiento de que todo hombre es a imagen y semejanza del Altísimo, llamado a caminar hacia su reino. La Escritura, pues, nos recuerda que poco o nada se puede hacer si Dios no nos da la fuerza y la inspiración: «Si el Señor no construye la casa, en vano se afanan los constructores» (Sal 127,1). En otras palabras, nuestras iniciativas políticas, culturales y sociales para mejorar el mundo –lo que usted llama «Tiqqun Olam»– no tendrán éxito sin la oración y la apertura fraternal a otras criaturas en nombre del único Creador, que ama la vida y bendice a los pacificadores.
Hoy, hermanos y hermanas, en tantas regiones del mundo, la paz está amenazada. Reconozcamos juntos que la guerra, toda guerra, es siempre, en todas partes, una derrota para toda la humanidad. Pienso en eso en Ucrania, una guerra grande y sacrílega que amenaza a judíos y cristianos por igual, privándolos de sus afectos, de sus hogares, de sus posesiones, ¡de sus propias vidas! Sólo con la seria voluntad de acercarse unos a otros y en el diálogo fraterno es posible preparar el terreno para la paz. Como judíos y cristianos, hagamos todo lo humanamente posible para detener la guerra y abrir caminos hacia la paz.
Queridos amigos, gracias de corazón por esta visita; que el Altísimo, que tiene «planes de paz y no de desgracia» (Jer 29,11), bendiga vuestras buenas obras. Que os acompañe en vuestro viaje y os guíe juntos por el camino de la paz. ¡Shalom!
Traducción del original en lengua italiana realizado por el director editorial de ZENIT.