Por: Darío Salvi
(ZENIT Noticias – Porta d´Oriente di Asia News / Milán, 17.01.2023).- Un «cambio de régimen». Un «golpe» político. Una simple «reforma». Y, aun así, un plan que, si se lleva a cabo, transformará a Israel en una nación «sin un poder judicial independiente» y con un gobierno libre de actuar «arbitrariamente». Éstas son sólo algunas de las definiciones asociadas a la reforma de la justicia anticipada por el Primer Ministro Benjamin Netanyahu y firmada por el Ministro Yariv Levin, y está entre las prioridades del nuevo ejecutivo que asumió el cargo hace unas semanas.
Contra ella se levantó un verdadero escudo de exmagistrados, abogados y representantes del poder judicial, a quienes se unió una gran parte de la sociedad civil. Prueba de ello es la manifestación que tuvo lugar el pasado fin de semana y por la que desfilaron al menos 80.000 ciudadanos en distintos puntos del país. Una de las muchas mujeres que salieron a la calle en Tel Aviv, dijo en una entrevista de la BBC que era la segunda generación de sobrevivientes del Holocausto. «Mis padres», recuerda, «emigraron de regímenes no democráticos para vivir en democracia. Venían de un régimen totalitario para vivir en libertad. Y verlo destruirse te rompe el corazón». Junto con otros manifestantes, concluyó diciendo que temía «cambios radicales» con el regreso de Netanyahu al poder, pero que no creía que se produjeran «tan rápido».
Una reforma polémica
El nuevo plan de reforma de la justicia ha recibido los más variados apelativos. Aharon Barak, un autoritario expresidente del Tribunal Supremo que ciertamente no acostumbra a utilizar tonos dramáticos, comparó el proyecto de ley con «el principio del fin del Tercer Templo». Una expresión profética para describir nada menos que la extinción de Israel que, de ser la única democracia de Oriente Próximo –como le gustaba autodenominarse– corre el riesgo de convertirse en una «democracia autoritaria». Éste es, al menos, el mejor de los escenarios según el exfiscal general Michael Ben-Yair, para quien no se descarta una evolución mucho peor que desembocaría en la «dictadura de una mayoría parlamentaria casual». Un escenario de pesadilla caracterizado por el fin de la independencia del poder judicial, el aumento de la corrupción, la tumba de los derechos de las minorías y la pérdida general de credibilidad del sistema del país, al punto de empujar a los partidos de la oposición a una movilización general para «salvar la democracia».
Pero, ¿qué prevé la reforma? Según el anuncio del Ministro de Justicia, Yariv Levin, en primer lugar, una mayoría simple de la Knesset (el Parlamento israelí) tendrá poder para anular las sentencias del Tribunal Supremo. Esto permitiría al gobierno aprobar leyes sin temor a que sean anuladas por los jueces supremos. Así, los políticos tendrían más influencia en el nombramiento de los jueces, porque la mayoría de los miembros del comité de selección serían emanaciones directas del ejecutivo. Además, sería más fácil legislar a favor de los asentamientos y los puestos fronterizos judíos en Cisjordania, sin un posible rechazo como ocurrió en el pasado, cuando los jueces también actuaron como escudo contra las críticas internacionales a las políticas expansionistas. Está en riesgo el complejo y delicado sistema de controles y equilibrios entre poderes, incluida la independencia del poder judicial, que sería más débil que el ejecutivo. Un ejemplo de ello es el cambio propuesto en la comisión que nombra a los jueces: en la actualidad, la coalición gobernante tiene tres escaños en la comisión de nueve miembros. El nuevo plan le daría cinco, otorgándole una clara preponderancia. A esto se añade la sospecha de que la reforma pueda servir también de escudo al primer ministro Netanyahu para protegerse de los juicios por corrupción, fraude y obstrucción a la justicia de los que se le acusa y en los que se declara inocente y víctima de una conspiración.
Luego está la pérdida de poder de la propia Corte Suprema frente a la Knesset. Hoy, los jueces supremos pueden rechazar leyes elaboradas por el ejecutivo y aprobadas por el Parlamento si contradicen las 13 normas básicas de Israel (que deberían ser el fundamento de la futura Constitución de un país que aún carece de ella) y que van desde la dignidad humana a los derechos civiles. El proyecto de reforma que pretende Levin incluye una «cláusula de anulación» que permite a los diputados reintroducir una norma rechazada por el Tribunal Supremo con una mayoría de 61 (de un total de 120). A pesar de las críticas de magistrados, abogados, jueces y organizaciones activistas que hablan de un «ataque frontal» al poder judicial, el gobierno se mantiene firme y el propio Netanyahu defiende el proyecto: «Completaremos las leyes de reforma», dijo durante una reunión del gabinete, «para corregir lo que haya que corregir, protegiendo los derechos individuales y restaurando la confianza pública en el poder judicial con una reforma reclamada desde hace tiempo».
Sociedad polarizada
La cuestión de la confianza de los ciudadanos en las instituciones, desde el poder ejecutivo al judicial, es uno de los elementos en torno a los cuales se polariza el enfrentamiento, y que difícilmente se resolverá con la mediación de las partes. Una encuesta publicada en los últimos días (pero realizada en octubre, antes de la votación) muestra que el 58% de los israelíes está a favor del derecho del Tribunal Supremo a anular las normas parlamentarias si entran en conflicto con los principios democráticos. Sin embargo, un estudio titulado «Israeli Democracy Index» , que ya está en su vigésima edición, muestra que la confianza en los jueces ha caído drásticamente hasta el 42%, tras haberse mantenido durante años en el 59,5%. Mucho más baja es la del Parlamento, que es del 18,5%, con una cifra ligeramente inferior en la comunidad árabe. En un país que vira cada vez más a la derecha, especialmente entre los jóvenes, el 85% de los judíos israelíes confía en el ejército (IDF), mientras que sólo el 8,5% cree en los partidos políticos. El optimismo ante el futuro disminuye (49% frente al 76% de 2012) y el sentimiento de seguridad se desploma del 76% en 2020 al 38% en 2022, al igual que el sentimiento de pertenencia al Estado y sus problemas.
Naomi Chazan, ex vicepresidenta de la Knesset y profesora (emérita) de Ciencias Políticas en la Universidad Hebrea de Jerusalén ataca: «Hoy, todo apunta a que el nuevo gobierno está haciendo todo lo posible –consciente y sistemáticamente– para equiparar el bien común con lo que él quiere», empezando por el «sometimiento del poder judicial (y en particular del Tribunal Supremo) a los dictámenes del ejecutivo». «El nuevo gobierno», prosigue, «cree que puede repetir los errores del pasado e ignorar la experiencia de otros regímenes con resultados diferentes. Esto es estúpido, arrogante y erróneo». Lo que está en juego, concluye, «es el destino mismo de Israel». Los cambios propuestos han puesto de manifiesto en toda su magnitud la polarización de la sociedad, dividida entre preservar los ideales liberales y democráticos o alejarse de ellos. El Presidente Isaac Herzog, que normalmente desempeña un papel simbólico y de garante, intervino para intentar salvar las distancias entre las partes reuniéndose con los diversos líderes políticos y manifestando que estaba dispuesto a trabajar para evitar «una crisis constitucional de proporciones históricas».