Las inspiradoras reflexiones del Papa sobre el matrimonio al iniciar 2023

Discurso al Tribunal de la Rota Romana en ocasión de la inauguración del año judicial.

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(ZENIT Noticias / Ciudad del Vaticano, 27.01.2023).- En ocasión del inicio del año judicial del Tribunal de la Rota Romana, el Papa Francisco recibió en audiencia a los jueces, miembros y colaboradores de dicho Tribunal en el Palacio Apostólico, y les dirigió un discurso. Al inicio Mons. Alejandro Arellano Cedillo, decano del Tribunal, le dirigió unas palabras. Ofrecemos la traducción al español del discurso de Francisco con negritas añadidas por ZENIT.

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Agradezco al Decano sus amables palabras y les saludo cordialmente a usted y a todos los que desempeñan funciones en la administración de justicia en el Tribunal Apostólico de la Rota Romana. Renuevo mi agradecimiento por su trabajo al servicio de la Iglesia y de los fieles, especialmente en el ámbito de los juicios matrimoniales. ¡Hacen mucho bien con esto!

Hoy quisiera compartir con vosotros algunas reflexiones sobre el matrimonio, porque en la Iglesia y en el mundo hay una fuerte necesidad de redescubrir el significado y el valor de la unión conyugal entre un hombre y una mujer, sobre la que se funda la familia. De hecho, un aspecto ciertamente no secundario de la crisis que afecta a tantas familias es la ignorancia práctica, tanto personal como colectiva, sobre el matrimonio.

La Iglesia ha recibido de su Señor la misión de anunciar la Buena Nueva, y también ilumina y sostiene ese «gran misterio» que es el amor conyugal y familiar. Se puede decir que toda la Iglesia es una gran familia, y de un modo muy especial, a través de la vida de quienes forman una Iglesia doméstica, recibe y transmite la luz de Cristo y de su Evangelio en el ámbito familiar. «Siguiendo a Cristo «que vino» al mundo «para servir» (Mt 20,28), la Iglesia considera el servicio a la familia una de sus tareas esenciales. En este sentido, tanto el hombre como la familia constituyen ‘el camino de la Iglesia'» (San Juan Pablo II, Carta a las familias, 2 de febrero de 1994, 2).

El Evangelio de la familia remite al designio divino de la creación del hombre y de la mujer, es decir, al «principio», según las palabras de Jesús: «¿No habéis leído que el Creador desde el principio los hizo varón y hembra, y dijo: Por eso dejará el hombre a su padre y a su madre y se unirá a su mujer, y los dos serán una sola carne? Así, ya no son dos, sino una sola carne. Por tanto, que nadie divida lo que Dios ha unido» (Mt 19,4-6). Y esto de ser una sola carne forma parte del plan divino de redención. San Pablo escribe: «Grande es este misterio: lo digo en referencia a Cristo y a la Iglesia» (Ef 5,32). Y San Juan Pablo II comenta: «Cristo renueva el designio primitivo que el Creador ha inscrito en el corazón del hombre y de la mujer, y en la celebración del sacramento del matrimonio ofrece un «corazón nuevo»: así los esposos no sólo pueden superar la «dureza de corazón» (Mt 19, 8), sino también y sobre todo compartir el amor pleno y definitivo de Cristo, la nueva y eterna Alianza hecha carne» (Exhortación apostólica Familiaris consortio, 22 de noviembre de 1981, 20).

El matrimonio según la Revelación cristiana no es una ceremonia o un acontecimiento social, ni una formalidad; tampoco es un ideal abstracto: es una realidad con consistencia propia y precisa, no «una mera forma de gratificación afectiva que puede constituirse de cualquier modo y modificarse según la sensibilidad de cada uno» (Exhortación apostólica Evangelii gaudium, 24 de noviembre de 2013, 66).

Podemos preguntarnos: ¿cómo es posible que se produzca una unión tan envolvente entre un hombre y una mujer, una unión fiel y para siempre de la que nace una nueva familia? ¿Cómo es posible, dadas las limitaciones y la fragilidad del ser humano? Debemos hacernos estas preguntas y dejarnos sorprender por la realidad del matrimonio.

Jesús nos da una respuesta sencilla y al mismo tiempo profunda: «Que nadie divida lo que Dios ha unido» (Mt 19,6). «Es Dios mismo el autor del matrimonio», como afirma el Concilio Vaticano II (cf. Constitución pastoral Gaudium et spes, 48), y esto puede entenderse referido a toda unión conyugal. En efecto, los esposos dan vida a su unión con libre consentimiento, pero sólo el Espíritu Santo tiene el poder de hacer de un hombre y una mujer uno solo. Además, «el Salvador de los hombres y esposo de la Iglesia viene a los esposos cristianos por el sacramento del matrimonio» (ibid., 48). Todo esto nos lleva a reconocer que todo verdadero matrimonio, incluso el no sacramental, es un don de Dios a los esposos. El matrimonio siempre es un regalo. La fidelidad conyugal se apoya en la fidelidad divina, la fecundidad conyugal se apoya en la fecundidad divina. El hombre y la mujer están llamados a acoger este don y a corresponderle libremente con el don mutuo de sí mismos.

Esta hermosa visión puede parecer utópica, ya que parece ignorar la fragilidad humana, la inconstancia del amor. La indisolubilidad se concibe a menudo como un ideal, y tiende a prevalecer la mentalidad de que el matrimonio dura mientras hay amor. Pero, ¿de qué amor se trata? También aquí hay a menudo desconocimiento del verdadero amor conyugal, reducido al plano sentimental o a la mera satisfacción egoísta. En cambio, el amor conyugal es inseparable del matrimonio mismo, en el que el amor humano, frágil y limitado, se encuentra con el amor divino, siempre fiel y misericordioso. Me pregunto: ¿puede haber un amor «debido»? La respuesta se encuentra en el mandamiento del amor, tal como lo dijo Cristo: «Un mandamiento nuevo os doy: que os améis los unos a los otros. Como yo os he amado, amaos también los unos a los otros» (Jn 13,34). Podemos aplicar este mandamiento al amor conyugal, también un don de Dios. Este mandamiento puede cumplirse porque es Él mismo quien sostiene a los esposos con su gracia: «como yo os he amado, amaos también los unos a los otros». Es un don confiado a su libertad, con sus límites y sus caídas, de modo que el amor entre los esposos necesita una purificación y una maduración continuas, la comprensión mutua y el perdón. Esto último quiero subrayarlo: las crisis ocultas no se resuelven ocultándolas, sino con el perdón mutuo.

No hay que idealizar el matrimonio, como si sólo existiera donde no hay problemas. El plan de Dios, puesto en nuestras manos, se realiza siempre imperfectamente y, sin embargo, «la presencia del Señor habita en la familia real y concreta, con todos sus sufrimientos, luchas, alegrías y resoluciones cotidianas». Cuando vivimos en familia, allí es difícil fingir y mentir, no podemos mostrar una máscara. Si el amor anima esta autenticidad, el Señor reina allí con su alegría y su paz. La espiritualidad del amor familiar está hecha de miles de gestos reales y concretos. En esta variedad de dones y encuentros que llevan la comunión a la madurez, Dios tiene su morada. Esta dedicación une «valores humanos y divinos» porque está llena del amor de Dios. En definitiva, la espiritualidad matrimonial es una espiritualidad del vínculo habitado por el amor divino» (Exhortación apostólica postsinodal Amoris laetitia, 19 de marzo de 2016, 315).

Es necesario redescubrir la realidad permanente del matrimonio como vínculo. A veces se mira esta palabra con recelo, como si fuera una imposición externa, una carga, una «atadura» que se opone a la autenticidad y la libertad del amor. Si, por el contrario, el vínculo se entiende precisamente como vínculo de amor, entonces se revela como el núcleo del matrimonio, como un don divino que es fuente de verdadera libertad y que custodia la vida conyugal. En este sentido, «la pastoral prematrimonial y la pastoral matrimonial deben ser ante todo una pastoral del vínculo, en la que se aporten elementos que ayuden a ambos a madurar el amor y a superar los momentos difíciles». Estas aportaciones no son sólo convicciones doctrinales, ni pueden reducirse a los preciosos recursos espirituales que la Iglesia ofrece siempre, sino que deben ser también caminos prácticos, consejos bien informados, estrategias tomadas de la experiencia, orientaciones psicológicas» (ibíd., 211).

Queridos hermanos y hermanas, hemos subrayado que el matrimonio, don de Dios, no es un ideal o una formalidad, sino que el matrimonio, don de Dios, es una realidad, con una consistencia propia y precisa.

Ahora me gustaría subrayar que ¡es un bien! Un bien extraordinario, un bien de extraordinario valor para todos: para los propios esposos, para sus hijos, para todas las familias con las que se relacionan, para toda la Iglesia, para toda la humanidad. Es un bien difusivo, que atrae a los jóvenes a responder con alegría a la vocación matrimonial, que conforta y reanima continuamente a los esposos, que da muchos y diversos frutos en la comunión eclesial y en la sociedad civil.

En la economía cristiana de la salvación, el matrimonio constituye ante todo el camino hacia la santidad de los propios esposos, una santidad vivida en la cotidianidad de la vida: es un aspecto esencial del Evangelio de la familia. Es significativo que la Iglesia proponga hoy como ejemplos de santidad a algunos matrimonios; y pienso también en los innumerables cónyuges que se santifican y edifican a la Iglesia con esa santidad que he llamado «la santidad de la puerta de al lado» (cf. Exhortación apostólica Gaudete et exsultate, 19 de marzo de 2018, 4-6).

Entre los muchos desafíos que afectan a la pastoral familiar en su respuesta a los problemas, heridas y sufrimientos de cada uno, pienso ahora en los matrimonios en crisis. La Iglesia, tanto los Pastores como los demás fieles, les acompaña con amor y esperanza, tratando de apoyarles. La respuesta pastoral de la Iglesia busca transmitir vitalmente el Evangelio de la familia. En este sentido, un recurso fundamental para afrontar y superar las crisis es renovar la conciencia del don recibido en el sacramento del matrimonio, don irrevocable, fuente de gracia con la que siempre podemos contar. En la complejidad de las situaciones concretas, que a veces requieren la cooperación de las ciencias humanas, esta luz sobre el propio matrimonio es una parte esencial del camino de la reconciliación. Así, la fragilidad, que siempre permanece y acompaña también a la vida conyugal, no llevará a la ruptura, gracias a la fuerza del Espíritu Santo.

Queridos hermanos y hermanas, alimentemos siempre en nosotros el espíritu de agradecimiento y gratitud al Señor por sus dones; y así podremos ayudar también a los demás a alimentarlo en las diversas situaciones de su vida. Que Nuestra Señora, Virgen fiel y Madre de la Divina Gracia, nos lo consiga. Invoco los dones del Espíritu Santo sobre vuestro servicio a la verdad del matrimonio. Con todo mi corazón te bendigo. Y les pido por favor que recen por mí. Gracias, señor.

Traducción del original en lengua italiana realizada por el director editorial de ZENIT

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Redacción Zenit

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