Simone Varisco
(ZENIT Noticias – Caffe Storia / Roma, 14.08.2023).- Dos años de pandemia y la consiguiente crisis económica y social han pesado sobre los jóvenes de forma sutil y a menudo incomprendida. Encuestas recientes coinciden en la falta de confianza en el futuro que comparten chicos y chicas en todas las sociedades económicamente más avanzadas. Con cifras que varían de un Estado a otro, menos de la mitad de los jóvenes dicen estar fascinados por el futuro, con porcentajes que descienden aún más entre los que viven como extranjeros en un país distinto al de origen de sus padres y entre las chicas, signo este último de desigualdades de género no resueltas. Es precisamente entre las mujeres jóvenes donde son más altos los porcentajes de quienes dicen no sólo desconfiar del futuro, sino incluso tenerle miedo.
El futuro en una encrucijada
La mayoría de las nuevas generaciones cree que el futuro será peor que el presente o, en el mejor de los casos, que no traerá buenas noticias. Entre las mayores preocupaciones están, como era de esperar, el medio ambiente y la guerra. No es de extrañar que sea precisamente entre los más jóvenes donde aumentan la fragilidad psicológica y las patologías psiquiátricas, el aislamiento y la sensación de soledad, así como fenómenos como la anorexia, la bulimia y los problemas relacionados con la identidad.
Son muchos, demasiados, los jóvenes que optan por atajos autodestructivos, como el consumo de drogas, el abuso social y del alcohol, la banalización del sexo y la diversión desenfrenada. Una «vida destilada», recuerda el Papa Francisco en Lisboa, «la que existe en mi imaginación, pero no existe en la realidad. Tantas vidas destiladas inútiles. Que pasan su vida sin dejar huella, porque su vida no tiene peso’. Vidas virtuales.
Pero cada vez son más los jóvenes que dicen haber salido de la depresión gracias al encuentro real con los demás, dedicándose a la solidaridad, al voluntariado y a la oración. En otras palabras, recuperando el sentido de comunidad. La invitación, también para el Papa Francisco, es a «responder de manera concreta, con creatividad y valentía» a los desafíos de nuestro tiempo. Razón de más para considerar citas como la JMJ no sólo como ‘Woodstocks católicos’, grandes espectáculos o eventos mediáticos, sino como una verdadera panacea para la salud del cuerpo, la mente y el alma de miles de jóvenes, a menudo alejados de la fe por incoherencias y abusos en la Iglesia. Una salida a la «vieja y nueva pobreza».
La pobreza en plural
El barrio lisboeta de Serafina, nombre de mujer, habla de pobreza, como buscando también así el abrazo de una madre. Un barrio de las afueras, visitado por el Papa Francisco el pasado viernes 4 de agosto. Un ejemplo de lo diferentes que son, y probablemente siempre han sido, las formas de pobreza. Hay pobrezas materiales, sin duda, que hablan de falta de comida y agua, de dinero, de trabajo, de casa, de acceso a la sanidad. Pero hay pobrezas que también pueden marcar a las personas económicamente acomodadas, como la pobreza educativa, existencial y de valores. De esto se volverá a hablar en 2027 en Seúl, capital de Corea del Sur y sede designada de la próxima JMJ, una tierra rica en contradicciones, que marcan especialmente la vida de los jóvenes y vulnerables.
Porque la pobreza no es falta de todo. Lo demuestran barrios como Serafina: zonas urbanas donde si hay muchas carencias, también hay muchas riquezas: humanas, espirituales, culturales, sociales. Es la misma condición de muchos barrios difíciles de las metrópolis occidentales, como el Torpignattara italiano de Roma o San Siro de Milán. La música, el cine, el deporte, el arte y la poesía son sólo algunas de las formas por las que pasa la redención.
Ser pobre no basta
Porque si es cierto que Benedicto XVI ha señalado a los pobres como destinatarios privilegiados del Evangelio, todo está en la forma en que se vive la pobreza. El sentimiento de venganza entendido como deseo de acumular bienes conduce a menudo a la violencia y a la criminalidad. Trampa, una vez más, de reducir toda aspiración al mero plano material. «Esta es la gran ilusión de nuestro tiempo, que nos hace creer que el fin supremo de la vida consiste en la lucha y en la conquista de los bienes económicos y sociales, de los bienes temporales y externos», como decía Pablo VI en 1970 al visitar un barrio de la periferia de Manila, en Filipinas.
Un barrio al que el propio Papa Montini se dijo entonces «enviado». Porque la misión de la Iglesia entre los pobres, «la preferencia» que les debe, no es un hecho accesorio, sino un rasgo de su propia naturaleza. Así lo demuestran los siglos de elaboraciones de la Iglesia sobre el tema, que culminaron en el Concilio Vaticano II. Lumen gentium y Gaudium et spes tratan de la pobreza, mientras que en el decreto Christus Dominus los pobres son confiados de manera especial a los sacerdotes. Es la imagen de una Iglesia que ya no se limita a actuar «para» los pobres, sino que está en camino «con» ellos, como indica el decreto Ad gentes.
Los jóvenes y los pobres, peregrinos de nuestro tiempo
A los jóvenes y a los pobres, con una paradoja que sólo es tal en apariencia, se les confía el destino del futuro. A menos de dos años del Jubileo de 2025, son los «peregrinos de la esperanza» por excelencia: los jóvenes, dispuestos a disfrutar plenamente de la vida, sabiendo que nunca será suficiente para saciarse; y los pobres, a quienes la vida ha enseñado a vivir como criaturas precarias en el mundo, sin pertenecer nunca a él.
Ante las autoridades portuguesas, el Papa Francisco pidió un «cambio de ritmo» en Europa, recordando la firma en 2007 del Tratado de Lisboa de reforma de la Unión Europea, que afirma que «la Unión se propone promover la paz, sus valores y el bienestar de sus pueblos». Un objetivo cada vez más lejano para una Europa rehén de la dictadura liberal e igualitaria, incapaz de dar sentido a la igualdad y a la libertad sin fraternidad. Sólo los jóvenes y los pobres pueden hacer de una «Unión» aséptica una «Comunidad» de hombres y mujeres. Esa Europa concebida por Schuman, De Gasperi y Adenauer, por no hablar de Benedicto de Norcia. Raíces cristianas, ‘raíces de alegría’.
Traducción del original en lengua italiana realizada por el director editorial de ZENIT.