Fulvio Scaglione
(ZENIT Noticias – Terra Sancta Net / Jerusalén, 16.10.2023).- Las indescriptibles masacres de estos días, en Israel y Gaza, ahogan de horror cualquier consideración a más largo plazo. Pero no se puede ignorar un hecho: esta guerra marca el fin político, y en cierto sentido antropológico, de los actuales dirigentes: Mahmud Abbas (Abu Mazen), para los palestinos de Cisjordania, y Benjamín «Bibi» Netanyahu, para los israelíes. El primero tiene 88 años y lleva en las altas esferas de la política palestina desde principios de los años noventa. El segundo tiene 74 años, pero es el que más tiempo ha ocupado la silla de primer ministro del Estado judío, mucho más que gente como David Ben-Gurion o Golda Meir.
Uno y otro, aunque quizá en grados diferentes, deben sentirse culpables de lo que está ocurriendo estos días. Netanyahu, para conservar el poder, completó en las últimas elecciones una marcha hacia la derecha que le llevó a embarcarse en exponentes de un ultranacionalismo teñido de racismo, llevando así hasta las últimas consecuencias una promesa basada toda ella en la seguridad y la represión que al final resultó ser falsa. En pocas horas, con el inesperado ataque de Hamás, el mito de la invencibilidad de los servicios secretos y del ejército de Israel llegó a su fin. Por terrible que sea la reacción del Estado judío, Israel nunca ha sido tan frágil. Y confuso: a pesar de todo, todavía está fresco el recuerdo de las enormes multitudes que, hace sólo unas semanas, inundaron las ciudades israelíes para protestar contra las «reformas» destinadas a poner las riendas del poder judicial y, sobre todo, del Tribunal Supremo, que tantas veces en el pasado ha actuado como elemento moderador respecto a los excesos de los gobernantes.
E incluso si esta crisis partió de Hamás y Gaza, Abu Mazen, la máxima autoridad de la Autoridad Nacional Palestina (ANP) y de Cisjordania, debe asumir su responsabilidad. Que no se refieren al último ataque armado contra civiles israelíes, por supuesto, sino a la incapacidad de poner realmente en marcha el proyecto palestino. No se han celebrado elecciones en Cisjordania desde 2006 y Abu Mazen, cuyo mandato presidencial expiró en 2009, ha utilizado con demasiada frecuencia el espectro de Hamás para evitar la confrontación con su propio pueblo. Tanto él como Netanyahu, cada uno a su manera, han explotado la retórica más extremista para inflamar los ánimos, para luego adaptarse sigilosamente a políticas más concretas y realistas: a mediados de septiembre -hace sólo unos días- el gobierno de Israel corría el riesgo de entrar en crisis debido a la ira de la ultraderecha ante un suministro de armas a la ANP decidido por Netanyahu para ayudar a Abu Mazen a poner bajo control los barrios de ciudades como Nablús y Yenín, de hecho dominados por extremistas simpatizantes de las brigadas militares de Hamás.
Abu Mazen y Netanyahu son, más que líderes acabados, líderes que deben acabar. Representan una forma de entender la (inevitable) relación entre Israel y los palestinos basada en la confrontación y la violencia que se ha vuelto insostenible. Y actúan como tapón de energías mejores que, sin duda, contienen tanto la sociedad palestina como la israelí.