Stefano Caprio
(ZENIT Noticias – Mondo Rosso (Asia News) / Milán, 04.12.2023).- Se celebró en Moscú la solemne asamblea del Consejo Popular Universal Ruso (Vsemirnyj Russkij Narodnyj Sobor), organización fundada por el actual patriarca Kirill (Gundyaev) en la década de 1990 – cuando era metropolitano de Smolensk y responsable del departamento de relaciones exteriores del patriarcado de Moscú – para revitalizar el papel de la Iglesia en la sociedad postsoviética. Desde entonces, el Sobor, que indica al mismo tiempo la comunión eclesial y la aspiración unificadora de Rusia, se ha reunido en diversas formas y en distintos momentos a nivel federal y regional, apoyado sobre todo por uno de los más activos partidarios de la ideología ortodoxo-soberanista, el oligarca Konstantin Malofeev, fundador del canal de televisión Tsargrad, la «ciudad imperial» de memoria ruso-bizantina.
Esta vez el encuentro debía adquirir un significado global y decisivo para el presente y el futuro de Rusia, y por segunda vez en treinta años se convocó en Moscú en los lugares de mayor valor simbólico, la Catedral de Cristo Salvador (cuyas obras bendijo el patriarca) y la Sala de Congresos del Kremlin, donde antaño se reunía el Politburó del Comité Central del PCUS, sede por excelencia de la «ideología de Estado», donde los líderes del Consejo Popular asistían a las intervenciones del líder supremo en persona.
Sin embargo, el presidente Putin decepcionó las expectativas y sólo apareció en vídeo, creando una situación bastante grotesca: su imagen destacaba entre los dos grandes íconos que colgaban al fondo, el del Salvador Nerukotvornyj («no hecho por manos humanas») y el de la Madre de Dios Niechajannoj Radosti (“de la alegría repentina”) como hipóstasis principal de la Trinidad Soberana, mientras bajo la pantalla se iluminaba un vídeo de las cúpulas y cruces doradas de las iglesias de Moscú, las “cuarenta cuarentenas” de reminiscencias medievales, con la inscripción “XXV Concilio”.
El Putin virtual se presentaba así como un ser trascendente, y al comenzar la asamblea el patriarca invitó a todos los presentes a cantar el himno al Rey celestial (Tsarju Nebesnyj), inclinándose con profunda devoción ante el iconostasio presidencial. La presencia puramente «espiritual» del zar, emergiendo del búnker-refrigerador o de cualquier otro lugar arcano, apagó un poco el entusiasmo del politburó conciliar, y los aplausos al discurso de Putin no fueron acompañados por las emotivas ovaciones de pie que eran obligatorias en la época de los congresos soviéticos, cuando Pravda publicaba el número de aclamaciones con más énfasis que las propias palabras de Brezhnev o de los otros dirigentes del partido.
El Consejo reúne a diversas categorías de personas, desde funcionarios de primer nivel de la política rusa hasta las altas jerarquías eclesiásticas (había un bosque blanco de klobuks, los tocados de los metropolitanos ortodoxos), militares con uniforme de gala y cosacos con uniformes tradicionales, pero también muchos jóvenes representantes del futuro de Rusia, en su mayoría también vestidos con diversos atuendos de combate. Pese a todo, la sala estaba repleta y el discurso del Putin trinitario se esperaba como el verdadero «programa ideológico» del país, tras varios días de debate sobre la oportunidad de hablar de la ideología de Estado oficial, que niega la Constitución de Yeltsin pero ahora se da por sentada en la Rusia de Putin: la ideología de la Russkij Mir, anunciada por Malofeev como “la imagen del mundo ruso después del triunfo de la operación militar especial”.
El presidente planteó las líneas oficiales de la incipiente campaña electoral, repitiendo varias veces el concepto fundamental de que «ser ruso no se limita al origen o la nacionalidad». El mundo ruso constituye un «pueblo multinacional» que se opone por todos los medios a la desintegración del Estado y defiende su grandeza más allá de todas las fronteras. No es casualidad que la Duma de Moscú haya aprobado una nueva enmienda a la Constitución, que en lugar de «pueblo de la Federación Rusa» impone la definición más directa de «pueblo ruso», distinguiendo a los russkye de los rossjane, a los «rusos» de las «etnias rusas”, una aclaración imposible de entender fuera de la lingüística rusa. Como afirmó el diputado daguestaní Sultán Khamzaev, los rossjane son «los de Yeltsin», mientras que todos los ciudadanos que viven en territorio ruso son «hombres del mundo ruso», por lo tanto, «son rusos».
La cuestión de la verdadera identidad rusa que comprende a todas las etnias se ha vuelto decisiva desde la invasión de Ucrania, aunque estaba pendiente desde el fin de la Unión Soviética. Y esta es precisamente la única justificación de la agresión militar contra un país vecino, ocupándolo y anexando partes de su territorio, pisoteando todas las normas internacionales en nombre de una concepción diferente de la «identidad del pueblo», la samobytnost eslavófila. En una reunión del Consejo de Seguridad hace unos meses, el propio Putin declaró que se sentía «ruso, daguestaní, checheno, ingush, tártaro, judío, mordvino y osetino», y los propagandistas rusos insisten en la «unicidad del pueblo ruso», que incluye “los numerosos pueblos que viven en nuestro territorio, y también en otras partes”.
La Constitución de Yeltsin de 1993, en el artículo 3, establece que «el portador de la soberanía y la única fuente de poder en la Federación Rusa es su pueblo plurinacional», sin aclarar qué significa realmente esta definición, como consecuencia del acuerdo de federación firmado en 1992 en el Kremlin por los representantes de las 89 regiones y sujetos federales (que hoy son más de 100). En aquella ocasión Yeltsin pronunció la famosa frase «tomen toda la soberanía que puedan digerir», mientras que hoy estamos en el extremo opuesto, devolviendo toda la soberanía local al Sobor universal. Hoy no sólo las regiones no tienen derecho a elegir a sus propios gobernadores fuera de los mecanismos totalmente controlados por el Kremlin, sino que ha sido abolida incluso la denominación de «gobernadores» de las regiones y «presidentes» de las repúblicas federales. Todos se llaman simplemente «jefes» (golovy), término genérico sometido a la jerarquía del poder vertical de Putin.
Cabe señalar que ya en 2016 se había intentado aprobar una ley sobre la “nación rusa” que no gustó a los diputados de las distintas nacionalidades de la Federación, y el documento se volvió a redactar simplemente como “política nacional del Estado”. Rusia no es simplemente una “nación”, y su ideología no se puede llamar “nacionalismo”, porque su aspiración es más amplia y abarcadora. Como repite a menudo el metropolitano de Crimea y «padre espiritual de Putin», Tikhon (Shevkunov), «Rusia sólo puede ser imperial». En efecto, estas definiciones se remontan a la época de la ideología oficial soviética, cuando la constitución de Brezhnev de 1977 declaró que «en nuestro país se ha constituido una nueva unión de personas, el pueblo soviético». Por eso el lema principal de la política soviética era la družba narodov, «la amistad de los pueblos», que se extendía a todas las latitudes y continentes.
De este modo la Unión Soviética pretendía contrarrestar la narodov tjurma, la «prisión de los pueblos» con la que se denunciaba al antiguo imperio ruso, que sofocaba a todas las etnias distintas de la rusa. Incluso Lenin denunció el «chovinismo de la gran-Rusia» que estaba frenando la construcción del comunismo y la revolución universal. Pero, como afirma hoy Putin, «afortunadamente Stalin corrigió esta confusión» volviendo a poner a Rusia a la cabeza de los «pueblos hermanos», aunque fuera a costa de los «inevitables sacrificios» del archipiélago de los gulag. En el enfoque neoestalinista actual, adquiere una gran importancia la ierarkhija narodov, la «jerarquía de los pueblos», empezando por la etnia dirigente de los rusos, para unificar desde las más leales hasta las más extrañas, como los anglosaksy, mientras que los europeos son más asimilables al Sobor universal.
La ideología de Putin plantea un problema que nadie puede eludir: cada nación puede comprenderse a sí misma de diferentes maneras y asociarse a comunidades supranacionales de naturaleza muy variada, desde los «Estados Unidos» hasta la «Unión Europea» que se dispone a asimilar partes del mundo ruso como Ucrania, Moldavia y Georgia, con todas las contradicciones adicionales que esto implica, considerando los problemas que siguen abiertos con los Balcanes y Turquía. En algunas naciones cuenta la unidad cultural o religiosa, en otras el patriotismo constitucional y el reconocimiento de las instituciones políticas, o los principios básicos de la construcción del Estado.
Una de las expresiones más insistentes del Sobor ruso, especialmente en su dimensión eclesiástica a partir de las posiciones del Patriarca Kirill, es la capacidad de «construcción del Estado» (gosudarstvo-obrazujuščij) del pueblo ruso y de la propia Iglesia Ortodoxa, que no se basa en la etnia, sino en «valores tradicionales» morales y espirituales que trascienden todas las limitaciones y fronteras. En su discurso “celestial” en el Sobor de Moscú, Putin agradeció en este sentido a la Iglesia ortodoxa por su apoyo “en el Donbass y Malorossiya” (Ucrania según la denominación rusa), porque “nuestra lucha tiene un carácter de liberación nacional e internacional”. Y precisamente por eso en los libros de oraciones que se distribuye a los soldados al presidente ruso se lo llama «el Archiestratega», título de San Miguel Arcángel que dirige los ejércitos celestiales en la guerra apocalíptica contra el Maligno, para asegurar el triunfo del Reino divino.