Fernando Morales, LC
(ZENIT Noticias / Jerusalén, 25.12.2023).- La reciente declaración vaticana Fiducia Supplicans, sobre la posibilidad de bendecir parejas en situaciones irregulares y parejas del mismo sexo, ha levantado una enorme polvareda de opiniones y polarización.
Más que ofrecer una síntesis quisiera resaltar el que considero que es el cambio más relevante que se da en la Iglesia a partir de este documento, centrándome en la realidad de las parejas del mismo sexo. Para ello son importantes dos premisas:
Premisa 1: Una actitud maternal más que defensiva
No pocas veces se ha enseñado la verdad moral sobre la homosexualidad de una manera defensiva, considerando a quienes practican la homosexualidad como un peligro para el orden moral o como enemigos de Dios.
Subrayar demasiado la defensa de los derechos de Dios o que los actos homosexuales son contrarios a la naturaleza son enfoques que no ayudan a entender ni a plantear correctamente la doctrina católica. Sí, el pecado es ofensa a Dios, pero sobre todo en la moral sexual el pecado es pecado porque “hiere la naturaleza del hombre” y de varias maneras atenta contra su bien (cf. Catecismo 1849). En los pecados sexuales Dios es ofendido en su obra más amada que es el ser humano; o si se quiere, el desorden sexual destruye la imagen de Dios en el hombre. Por ello es necesario subrayar que la moral sexual es aliada del hombre, no su enemiga.
Cuando decimos que “los actos homosexuales son intrínsecamente desordenados. Son contrarios a la ley natural. Cierran el acto sexual al don de la vida. No proceden de una verdadera complementariedad afectiva y sexual. No pueden recibir aprobación en ningún caso” (Catecismo 2357) hemos de enfocarnos en el bien de los individuos.
La Iglesia sostiene que los actos homosexuales (no la orientación) son pecado, porque son causa de profundos males para quienes los practican. La vida de estas personas muy frecuentemente está marcada por fuertes desequilibrios. La Iglesia considera que se trata de conductas altamente autodestructivas. Baste mencionar que estadísticamente la esperanza de vida de las personas homosexuales está 20 años por debajo del promedio, a causa de enfermedades, depresiones, adicciones y conductas de riesgo que se presentan en porcentajes mucho más elevados que en el resto de la población.
Sí, es verdad que muchas de estas personas aún sufren rechazo de algunos sectores o incluso de sus propias familias, lo cual debe ser remediado, pero no es menos verdad que frecuentemente sus relaciones amorosas son en sí mismas tormentosas e insatisfactorias, fuente de graves desequilibrios que desencadenan graves problemas como los mencionados justo antes.
Por tanto, nunca se insistirá lo suficiente en que la Iglesia habla de pecado respecto a la homosexualidad en primerísimo lugar por el bien de los individuos. Y este enfoque debe siempre prevalecer, sin negar los otros aspectos. Se trata de una actitud de solicitud maternal por estas personas y no de la defensa a ultranza de unos valores en contra de individuos perversos.
Premisa 2: Reconocer la especial dificultad
La moral católica distingue claramente entre moralidad objetiva (la bondad o maldad de las conductas) y moral subjetiva (el nivel de responsabilidad o culpabilidad de las personas).
En el caso de quienes experimentan atracción hacia su mismo sexo esto es especialmente importante. Se trata de personas que no han elegido tal atracción. Ya sea el resultado de problemas en el desarrollo o una condición de nacimiento, se trata de una condición que ellos no han elegido. “Esta inclinación, objetivamente desordenada, constituye para la mayoría de ellos una auténtica prueba” (Catecismo 2358).
Y no estamos hablando de cualquier tipo de tendencia. El ámbito psico-afectivo toca las fibras más profundas de la experiencia humana y se trata por tanto de una esfera altamente relevante en la vida. La orientación sexual permea las relaciones sociales del individuo, las motivaciones profundas de su vida, sus emociones y, en general, su experiencia existencial. Es por ello que, aun sosteniendo que objetivamente se trata de actos gravemente desordenados y dañinos, hemos siempre de recordar que estas personas sufren fuertes condicionamientos afectivos, muy a su pesar. De ahí que una valoración de la culpabilidad de los individuos sea especialmente difícil.
Puedo decirle a alguien que tal o cual relación no le es permitida: “No te es lícito tener a la mujer de tu hermano” decía Juan el Bautista a Herodes (Mc 6,18). Pero decirle a alguien que no puede tener ninguna relación afectiva (la mitad porque son de su mismo sexo y la otra mitad porque no le atraen) sin duda que es algo muy fuerte. Si no me es fácil vivir un celibato sintiendo un llamado interior y con mucha motivación espiritual, no quisiera ni pensar lo que será para quien experimenta todo en contra y cuya única motivación fuera “no irse al infierno”. Evidentemente desde la fe hay más motivaciones, pero a nivel natural es una propuesta muy difícil de aceptar.
Es por todo esto que debemos afrontar con gran respeto la situación de quienes, aun no pudiendo vivir en celibato intentan llevar una estabilidad afectiva en una relación lejos del desenfreno moral.
Sin desesperar del auxilio de la gracia, es un hecho que para muchas personas, incluso con un gran esfuerzo y sacrificio, la lucha por la castidad es especialmente ardua y llena de imperfecciones, y no pocos afrontan profundas depresiones y crisis en el ámbito de la afectividad.
Evidentemente estos condicionamientos no cambian la moralidad objetiva o, si se quiere, no hacen menos dañinos los actos homosexuales. Pero ciertamente nos deben disponer a una actitud de especial comprensión y realismo. Muchas de estas personas no juegan en igualdad de condiciones la partida de la castidad.
Dicho de otro modo y en síntesis: no pocas veces se trata más de una autolesión que de una ofensa personal a Dios. Creo que ese es el trasfondo del famoso “quién soy yo para juzgarlos” del Papa Francisco. Nuestro juicio ha de ser muy benevolente respecto a los individuos, aun cuando sigamos sosteniendo que los actos homosexuales dañan de muchos modos a quienes los cometen.
La principal novedad: Apreciar lo verdadero, bueno y válido
Todo lo anterior, si bien ya era parte de la enseñanza católica, debe ser considerado con más conciencia hoy. Pero hay una novedad especialmente relevante en el planteamiento del documento: debemos preguntarnos si todo en la relación afectiva homosexual es pecado o lleva al pecado, e incluso si es la pecaminosidad la característica esencial y central que define estas relaciones.
En el número 31 la declaración menciona que la posible bendición de la pareja se dirige a “todo lo que hay de verdadero, bueno y humanamente válido en sus vidas y relaciones”. Y es aquí donde me atrevo a postular que el núcleo de lo verdadero, bueno y válido de esta relación es el amor mismo que se profesan.
Al respecto dice Rocco Buttiglione en su comentario a la declaración: “No bendeciría las relaciones sexuales irregulares, pero bendeciría el cuidado de uno por el otro, el apoyo que se dan mutuamente en la vida, el consuelo en el dolor y la compañía ante las dificultades. El amor nunca es malo, el sexo, en cambio, a veces lo es. En la vida de esta pareja, lo bueno y lo malo están tan estrechamente entrelazados que no es posible separarlos con una ruptura limpia.”
Pienso que esta es la cuestión nuclear de la polémica. ¿Es posible que el amor íntimo o romántico entre dos personas del mismo sexo, que por su naturaleza no puede tender al matrimonio, pueda considerarse genuino o bueno?
Hay aquí una cuestión profundamente compleja. Pero está claro que no todo en la vida de una pareja está determinado por las relaciones sexuales, por más relevantes que puedan ser. Por tanto no puede ser ese nuestro único elemento de juicio.
La actitud clásica hacia las parejas homosexuales ha tendido a considerar sus relaciones amorosas como una especie de concierto para delinquir. Una burda complicidad en el pecado sexual, sin más. Un contubernio de lujuria sin ningún atisbo de nobleza. Sin embargo hay que reconocer que se trata de personas con necesidad de afecto y apoyo mutuo cuyas relaciones, fuera de los actos sexuales, pueden ser genuina expresión de cuanto de bueno, bello y verdadero puede haber en el amor humano.
A más de uno podría parecerle que el párrafo anterior es una idealización ingenua y que pierde de vista la realidad promiscua y desenfrenada que es tan frecuente en muchos ambientes homosexuales. Sin embargo, tal vez es precisamente esa parte oscura de la realidad la que permite valorar más a aquellas parejas que no ceden a esos desenfrenos. Sean muchos o pocos, ciertamente existen, y debemos reconocer que hay en ellos algo genuino, sin negar que los actos homosexuales son en sí mismos dañinos.
Conclusión
Si conjugamos una actitud de solicitud materna que busca proteger a quien atenta contra su propio bien y una comprensión de la especial dificultad que experimentan quienes tienen una inclinación homosexual profunda, podemos considerar que bendecir a una pareja del mismo sexo puede ser, en muchos casos, una súplica a Dios para que lo genuino y noble del amor mutuo cobre cada día mayor protagonismo mientras que los actos desordenados cada vez pierdan más relevancia en sus vidas. Misma doctrina, nueva actitud.