(ZENIT Noticias / Ciudad del Vaticano, 03.01.2024).- A las 9 de la mañana del miércoles 9 de diciembre ha comenzado la audiencia general del Papa Francisco en el Aula Pablo VI de la Ciudad del Vaticano. El Pontífice ofreció la segunda catequesis del ciclo sobre “vicios y virtudes” sobre el tema del combate espiritual. Ofrecemos a continuación la traducción al español de la catequesis del Papa.
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Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
La semana pasada entramos en el tema de los vicios y las virtudes. Este nos llama a la lucha espiritual del cristiano. De hecho, la vida espiritual del cristiano no es pacifica, linear y sin desafíos, al contrario, la vida cristiana exige un continuo combate: el combate cristiano para conservar la fe, para enriquecer los dones de la fe en nosotros. No es casualidad que la primera unción que cada cristiano recibe en el sacramento del bautismo – la unción catecumenal – sea sin perfume y anuncie simbólicamente que la vida es una lucha. De hecho, en la antigüedad, los luchadores se ungían completamente antes de la competición, tanto para tonificar sus músculos, como para hacer sus cuerpos escurridizos a las garras del adversario. La unción de los catecúmenos pone inmediatamente en claro que al cristiano no se salva de la lucha, que un cristiano debe luchar: su existencia, como la de todos los demás, tendrá también que bajar a la arena, porque la vida es una sucesión de pruebas y tentaciones.
Un famoso dicho atribuido a Abba Antonio, el primer gran padre del monacato, dice así: «Quita la tentación y nadie se salvará». Los santos no son hombres que se han librado de la tentación, sino personas bien conscientes de que en la vida aparecen repetidamente las seducciones del mal, que hay que desenmascarar y rechazar. Todos nosotros tenemos experiencia de esto, todos: que te sale un mal pensamiento, que te vienen ganas de hacer esto o de hablar mal del otro… Todos, todos tenemos tentaciones, y tenemos que luchar para no caer en esas tentaciones. Si alguno de ustedes no tiene tentaciones, que lo diga, ¡porque sería algo extraordinario! Todos tenemos tentaciones, y todos tenemos que aprender a comportarnos en esas situaciones.
Hay muchas personas que se “autoabsuelven”, que piensan que «están bien», «en lo correcto» – «No, yo estoy bien, soy bueno, soy buena, no tengo estos problemas». Pero ninguno de nosotros está bien; si alguien se siente que está bien, está soñando; cada uno de nosotros tiene tantas cosas que arreglar, y también tiene que vigilar. Y a veces sucede que vamos al Sacramento de la Reconciliación y decimos, con sinceridad: “Padre, no me acuerdo, no sé si tengo pecados…”. Pero eso es falta de conocimiento de lo que pasa en el corazón. Todos somos pecadores, todos. Y un poco de examen de conciencia, una pequeña introspección nos hará bien. De lo contrario, corremos el riesgo de vivir en tinieblas, porque ya nos hemos acostumbrados a la oscuridad, y ya no sabemos distinguir el bien del mal.
Isaac de Nínive decía que, en la Iglesia, el que conoce sus pecados y los llora es más grande que el que resucita a un muerto. Todos debemos pedir a Dios la gracia de reconocernos pobres pecadores, necesitados de conversión, conservando en el corazón la confianza de que ningún pecado es demasiado grande para la infinita misericordia de Dios Padre. Esta es la lección inaugural que nos da Jesús. Lo vemos en las primeras páginas de los Evangelios, en primer lugar, cuando se nos habla del bautismo del Mesías en las aguas del río Jordán. El episodio tiene algo de desconcertante: ¿por qué Jesús se somete a un rito tan purificador? ¡Él es Dios, es perfecto! ¿De qué pecado debe arrepentirse Jesús? ¡De ninguno! Incluso el Bautista se escandaliza, hasta el punto de que el texto dice: «Juan quería impedírselo, diciendo: “Yo necesito ser bautizado por ti, ¿y tú vienes a mí?” (Mt 3,15). Pero Jesús es un Mesías muy distinto de como Juan lo había presentado y la gente se lo imaginaba: no encarna al Dios airado, y no convoca para el juicio, sino que, al contrario, se pone en fila con los pecadores.
¿Cómo es eso? Sí, Jesús nos acompaña, a todos nosotros, pecadores. Él no es un pecador, pero está entre nosotros. Y esto es algo hermoso. «¡Padre, tengo tantos pecados!». – «Pero Jesús está contigo: habla de ellos, Él te ayudará a salir de ellos». Jesús nunca nos deja solos, ¡nunca! Piensa bien en esto. «¡Oh Padre, he cometido algunos pecados graves!». – «Pero Jesús te comprende y va contigo: comprende tu pecado y lo perdona». ¡Nunca olvides esto! En los peores momentos, en los momentos en que resbalamos en los pecados, Jesús está a nuestro lado para ayudarnos a levantarnos. Esto da consolación. No debemos perder esta certeza: Jesús está a nuestro lado para ayudarnos, para protegernos, incluso para levantarnos después del pecado. «Pero, Padre, ¿es verdad que Jesús lo perdona todo?». – «Todo. Él vino a perdonar, a salvar. Sólo que Jesús quiere tu corazón abierto». Él nunca se olvida de perdonar: somos nosotros, tantas veces, los que perdemos la capacidad de pedir perdón.
Retomemos esta capacidad de pedir perdón. Cada uno de nosotros tiene muchas cosas por las que pedir perdón: cada uno lo piense en su interior, y hoy hable con Jesús de ello. Cuéntale esto a Jesús: «Señor, yo no sé si esto es verdad o no, pero estoy seguro de que Tú no te alejas de mí. Estoy seguro de que Tú me perdonas. Señor, soy un pecador, una pecadora, pero por favor no te alejes». Esta sería hoy una hermosa oración a Jesús: «Señor, no te alejes de mí».
E inmediatamente después del episodio del bautismo, los Evangelios relatan que Jesús se retira al desierto, donde fue tentado por Satanás. También en este caso surge la pregunta: ¿por qué razón el Hijo de Dios debe conocer la tentación? También aquí Jesús se muestra solidario con nuestra frágil naturaleza humana y se convierte en nuestro gran ejemplo: las tentaciones que atraviesa y que supera en medio de las áridas piedras del desierto son la primera enseñanza que imparte a nuestra vida de discípulos. Él experimentó lo que nosotros también debemos prepararnos siempre para afrontar: la vida está hecha de desafíos, pruebas, encrucijadas, visiones opuestas, seducciones ocultas, voces contradictorias. Algunas voces son incluso persuasivas, tanto que Satanás tentó a Jesús recurriendo a las palabras de la Escritura. Es necesario custodiar la claridad interior para elegir el camino que conduce verdaderamente a la felicidad, y luego esforzarse para no pararse en el camino.
Recordemos que siempre estamos divididos y luchamos entre extremos opuestos: el orgullo desafía a la humildad; el odio se opone a la caridad; la tristeza impide la verdadera alegría del Espíritu; el endurecimiento del corazón rechaza la misericordia. Los cristianos caminamos constantemente sobre estas crestas. Por eso es importante reflexionar sobre los vicios y las virtudes: nos ayuda a superar la cultura nihilista en la que los contornos entre el bien y el mal permanecen borrosos y, al mismo tiempo, nos recuerda que el ser humano, a diferencia de cualquier otra criatura, siempre puede trascenderse a sí mismo, abriéndose a Dios y caminando hacia la santidad.
El combate espiritual, entonces, nos conduce a mirar desde cerca aquellos vicios que nos encadenan y a caminar, con la gracia de Dios, hacia aquellas virtudes que pueden florecer en nosotros, llevando la primavera del Espíritu a nuestra vida.