(ZENIT Noticias / Ciudad del Vaticano, 19.01.2024).- Por la mañana del viernes 19 de enero, el Papa Francisco recibió en audiencia a una Delegación de la Federación Internacional de Universidades Católicas(FIUC), en ocasión del centenario de su fundación.
El Sumo Pontífice decidió no leer el discurso que tenía preparado, por razones de salud, pero sí dijo de modo espontáneo: “Tendría que leerles un largo discurso, pero siento cierta dificultad para respirar. Como ven, este resfriado todavía no se va. Por eso me tomo la libertad de entregarles el texto para que ustedes mismos lo lean. Quisiera darles las gracias por este encuentro, por el bien que hacen las universidades, nuestras universidades católicas: sembrar la ciencia, la Palabra de Dios y el verdadero humanismo. Se los agradezco mucho. Y no se cansen de seguir adelante, siempre adelante con la misión tan hermosa de las universidades católicas. Lo que les da identidad no es la mera confesión católica —que es sólo un aspecto, pero no el único—, es quizá ese humanismo auténtico, el humanismo que hace comprender que el hombre tiene valores y que estos deben respetarse. Pienso que esto es lo más hermoso y lo más grande de vuestras universidades. Muchas gracias”.
La FIUC está compuesta por 226 universidades e instituciones católicas de educación superior distribuidas por todo el mundo.
Ofrecemos en español el discurso del Papa el cual se considera pronunciado al haber sido entregado a los destinatarios:
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Me complace unirme a la celebración del centenario de la Federación Internacional de las Universidades Católicas (F.I.U.C.). ¡Cien años de camino ciertamente son un buen motivo de tanta gratitud! Saludo y agradezco al cardenal Josè Tolentino de Mendonça y a la profesora Gil, Presidente de la Federación.
Fue Pío XI quien, en 1924, dio su beneplácito a la primera asociación de dieciocho universidades católicas. Y un decreto, muy posterior, de la entonces Congregación de los Seminarios y de las Universidades de los Estudios refiere que –cito– «se asociaron con la intención de que los rectores de las mismas, […] con mayor frecuencia, trataran juntos los asuntos […] que se deben promover de manera conjunta en favor de su objetivo más alto» (29 de junio de 1948). Veinticinco años después, el venerable Pío XII instituyó la Federación de las Universidades Católicas.
De estas “raíces” emergen dos aspectos que quisiera destacar: el primero es la exhortación a trabajar en red. Hoy existen en el mundo casi dos mil Universidades Católicas. Imaginemos el potencial que podría desarrollar una colaboración aún más eficaz y operativa, fortaleciendo el sistema universitario católico. En un tiempo de gran fragmentación, debemos tener la audacia de ir contracorriente, globalizando la esperanza, la unidad y la concordia, en vez de la indiferencia, de las polarizaciones y de los conflictos. El segundo aspecto es el hecho de que la Federación –como escribe Pío XII– fue instituida «después de una terrible guerra», como instrumento que contribuyese a «conciliar y confirmar la paz y la caridad entre los hombres» (Carta Ap. Catholicas studiorum Universitates, 27 de julio de 1949). Desgraciadamente, este centenario lo celebramos aún en medio de un escenario de guerra, la tercera guerra mundial a pedazos. Por eso es esencial que las universidades católicas sean protagonistas en la construcción de la cultura de la paz, en sus múltiples dimensiones que se tienen que afrontar de modo interdisciplinar.
En la carta magna de las universidades católicas, la Constitución Apostólica Ex corde Ecclesiae, san Juan Pablo II comenzó con la sorprendente afirmación de que la universidad católica nace «del corazón de la Iglesia» (n. 1). Quizá hubiese sido más lógico que dijera que surge de la inteligencia cristiana, pero el Pontífice da la prioridad al corazón: ex corde Ecclesiae. En efecto, la universidad católica, siendo «uno de los mejores instrumentos que la Iglesia ofrece a nuestra época» (ibíd., 10), no puede más que ser expresión de aquel amor que anima cada acción de la Iglesia, es decir, el amor de Dios por la persona humana.
En un tiempo en el cual incluso la educación está volviéndose un negocio, y grandes fondos financieros sin rostro invierten en las escuelas y en las universidades como si fuese la bolsa de valores, las instituciones de la Iglesia deben demostrar que tienen una naturaleza diferente y que se mueven de acuerdo a otra lógica. Un proyecto educativo no se basa solo en un programa perfecto, ni en un equipamiento eficiente, ni en una buena gestión corporativa. En la universidad debe palpitar una pasión más grande, se debe notar una búsqueda común de la verdad, un horizonte de sentido, y todo esto vivido en una comunidad de conocimiento donde la generosidad del amor, por así decirlo, es palpable.
La filosofa Hanah Arendt, que ha profundizado en el estudio del concepto de amor en San Agustín, subraya que aquel gran maestro describía el amor con la palabra appetitus, entendida como inclinación, deseo, tensión-hacia. Por esto les digo: ¡no pierdan el apetito! ¡Mantengan la intensidad del primer amor! Que las universidades católicas no sustituyan el deseo con el funcionalismo o la burocracia. No es suficiente conceder títulos académicos, es necesario despertar y custodiar en cada persona el deseo de ser. No basta diseñar carreras competitivas, se debe promover el descubrimiento de vocaciones fecundas, inspirar caminos de vida autentica e integrar la aportación de cada uno dentro de las dinámicas creativas de la comunidad. Es verdad que se debe pensar en la inteligencia artificial, pero también en aquella espiritual, sin la cual el hombre permanece un extraño para sí mismo. La universidad es un recurso tan indispensable como para vivir solamente “al compás de los tiempos” y aplazar la responsabilidad que representan las grandes necesidades humanas y los sueños de la juventud.
Me gusta recordar una fábula narrada por el escritor Franz Kafka, fallecido hace cien años. El protagonista es un ratoncito que tiene miedo de lo vasto del mundo y busca una protección cómoda entre dos paredes, una a la izquierda y otra a la derecha. Sin embargo, en un momento dado cae en la cuenta de que empieza a acortarse la distancia entre estas y se encuentra en peligro de ser aplastado. Es entonces cuando inicia a correr, pero alcanza a ver que en el fondo le espera una trampa para ratones. En ese momento escucha la voz del gato que le dice: “No debes hacer otra cosa que cambiar de dirección”. En su desesperación, le hace caso al gato, que termina por comérselo.
No podemos confiar la gestión de nuestras universidades al miedo; desafortunadamente esto sucede más frecuentemente de lo que se piensa. La tentación de encerrarse detrás de las paredes, en una burbuja social de seguridad, evitando los riesgos y desafíos culturales y dando la espalda a la complejidad de la realidad puede parecer el camino más fiable. Pero, ¡esta es una mera ilusión! Porque el miedo devora el alma. No rodeen jamás la universidad con los muros del miedo. No permitan que una universidad católica se limite a replicar los muros típicos de la sociedad en la que vivimos: aquellos de la desigualdad, de la deshumanización, de la intolerancia y de la indiferencia, de tantos modelos que miran a reforzar el individualismo y no invierten en la fraternidad.
Una universidad que se protege dentro de los muros del miedo puede tal vez alcanzar un nivel de prestigio, reconocimiento y apreciación, ocupando los primeros lugares en la clasificación de producción académica. Pero, como decía el pensador Miguel de Unamuno, «¡Saber por saber! […] Eso es inhumano». Debemos preguntarnos siempre: ¿para qué sirve nuestra ciencia? ¿Qué potencial transformador tiene el conocimiento que producimos? ¿A qué y a quién servimos? La neutralidad es una ilusión. Por ello, una universidad católica tiene que tomar decisiones, y estas deben ser un reflejo del Evangelio. Debe tomar una postura y demostrarlo con sus acciones de un modo trasparente, “mancharse las manos” evangélicamente en la transformación del mundo y al servicio de la persona humana.
Frente a una asamblea tan cualificada, formada por grandes cancilleres, rectores y otras autoridades académicas quisiera agradecerles lo que ya están haciendo las universidades católicas. Cuanto esfuerzo e innovación, cuanta inteligencia y estudio ponen en aquella que es la triple misión de la universidad, ¡enseñar, investigar y retribuir a la comunidad! Sí, quiero agradecerles de verdad. Pero, además, quisiera pedirles su ayuda. Sí, les pido que ayuden a la Iglesia, en este momento histórico, a iluminar las más profundas aspiraciones humanas con las razones de la inteligencia y las “razones de la esperanza” (cf. 1 P 3,15), que ayuden a la Iglesia a dialogar sin miedo sobre los grandes planteamientos contemporáneos. Ayúdennos a traducir culturalmente, con un lenguaje abierto a las nuevas generaciones y a los nuevos tiempos, la riqueza de la inspiración cristiana, a identificar las nuevas fronteras del pensamiento, de la ciencia y de la técnica y a asumirlas con equilibrio y sabiduría. Ayúdennos a construir alianzas intergeneracionales e interculturales en favor del cuidado de la casa común, de una visión de ecología integral que de una efectiva respuesta al grito de la tierra y al grito de los pobres.
Queridos amigos de la FIUC, en muchas capillas de vuestras universidades se puede encontrar una imagen de nuestra Señora Sedes Sapientiae. Los invito a contemplarla con ternura y a fijar en ella su mirada. ¿Cuál es el secreto de nuestra Señora de la Sabiduría? Es llevar a Jesús, que es la Sabiduría de Dios y que nos ofrece los criterios para construir toda sabiduría. Fijen su mirada en el corazón de María, que ella los acompañe a ustedes, a sus comunidades académicas y a sus proyectos. Los bendigo de corazón, y por favor, no se olviden de rezar por mí.