Stefano Caprio
(ZENIT Noticias – Mondo Russo (Asia News) / Roma, 03.09.2024).- El acontecimiento más sensacional para Rusia en los últimos días no ha sido la predicción de la victoria de Ucrania en la guerra, pregonada por el Presidente Volodymyr Zelenskyj ante el entusiasmo por la ofensiva en la región de Kursk, sino la detención del zar ruso de Internet, Pavel Durov, en un aeropuerto francés. Tanto los portavoces del poder como la mayoría de las voces de la oposición en Rusia reaccionaron al unísono en defensa de la libertad de expresión y de comunicación. De hecho, la guerra de la información es mucho más extensa y devastadora que la guerra sobre el terreno, no obviamente por el número de víctimas y la amplitud de la destrucción, sino por la sensación real de poder, o la coherencia de la lucha contra él.
La plataforma de mensajería Telegram, fundada por Durov en 2013, es de hecho el único espacio en el que el público rusohablante puede tener acceso a contenidos políticos sin bloqueos, interrupciones ni sanciones, y esto se aplica no solo a Rusia, sino a muchos países de Oriente Medio, Asia Central y el Sudeste Asiático. En Europa Occidental, y en particular en Francia, Telegram se asocia a menudo con el tráfico de drogas, el terrorismo, la piratería informática y la difusión de material pornográfico, incluida la pedofilia.
Pavel Durov, empresario de San Petersburgo que cumplirá cuarenta años en octubre, domina el espacio de las redes sociales en Rusia desde 2006, al principio de la difusión de estos nuevos medios en el mundo. Junto con su hermano Nikolai, había fundado la primera red VKontakte («En contacto»), que enseguida se hizo popular en Rusia y muchos otros antiguos Estados soviéticos, junto con el otro mensajero Odnoklassniki («Compañeros de clase»), también vinculado al sistema de Durov.
Estas primeras herramientas quedaron bajo el control total del Kremlin tras el inicio del conflicto con Ucrania en 2014, y el joven magnate digital reivindicó su libertad para difundir cualquier información, incluso criticando al Gobierno, mientras permanecía en el trono de Telegram.
Durov abandonó entonces oficialmente Rusia, adonde sin embargo regresa siempre que lo considera necesario, y fijó su residencia en Dubái, al tiempo que adquiría la ciudadanía de los Emiratos, las islas de San Cristóbal y Nieves y Francia, renunciando a Estados Unidos y Singapur, donde «se sentía demasiado presionado», según declaró en una entrevista a Tucker Carlson, el único periodista occidental querido por los rusos. Le habían concedido un pasaporte francés de forma estrictamente privilegiada, tras unas cenas con el presidente Emmanuel Macron, que le aconsejó trasladar la sede de su empresa a París.
Su detención en Francia -con puesta en libertad bajo fianza domiciliaria al cabo de una semana, con obligación de permanecer en el país- desató una tormenta de reacciones en Rusia, suscitando numerosas dudas sobre sus verdaderos motivos. Durov viajó a París en su avión privado desde Azerbaiyán, donde al parecer tuvo la oportunidad de reunirse directamente con Vladimir Putin. Parece poco probable que no fuera consciente de los riesgos del viaje, dadas sus relaciones al más alto nivel, por lo que se especula con que se trataba de una maniobra con oscuros objetivos, a menos que demuestre la arrogancia de alguien que se cree por encima de todas las leyes. Para los rusos, la sospecha es que el amo de Telegram ha ido a entregar las claves de acceso a informaciones cruciales sobre su mensajero, para favorecer a los occidentales en la guerra mundial.
En efecto, la plataforma es muy utilizada por los soldados rusos para comunicarse entre sí (los ucranianos también, por cierto), pero no es muy creíble que los mandos militares se pasen allí planes estratégicos y, además, el sistema de Telegram no tiene verdaderas «claves de acceso», al estar construido sobre un castillo de bases de datos y servidores que no se comunican entre sí. Más allá de la importancia técnico-militar real del asunto, su resonancia demuestra el significado más amplio de los enredos en el mundo de la comunicación; Rusia, aislada política y económicamente de Occidente y en busca de una nueva dimensión a caballo entre los mundos, no puede renunciar a su papel en el espacio global virtual.
El control de la información es, de hecho, la principal herramienta para imponer una interpretación de los hechos favorable a los propios fines. Desde luego, esto no es nada nuevo: la manipulación de la realidad ya era uno de los principales objetivos de los antiguos historiadores romanos, desde el propio Julio César hasta Tito Livio, Tácito y Salustio, como arma ideológica del imperio. Los rusos han aprendido de ello desde la medieval «Crónica de Néstor», que narra los acontecimientos de la Rus de Kiev, presentando al «nuevo pueblo» llamado a reescribir la historia, en el que se inspiraron los zares y los secretarios soviéticos, hasta su actual emulador del Kremlin. Un escritor y filósofo ruso del siglo XIX, Vladimir Odoevsky, había incluso profetizado el nacimiento de los blogs y de Internet en su novela utópica «Año 4338», escrita en 1835, en la que narraba que «se establecen telégrafos magnéticos entre las casas, gracias a los cuales los que viven a grandes distancias pueden conversar entre sí», e incluso se difunden “periódicos caseros, preparados por los que tienen más conocimientos y que sustituyen a la correspondencia habitual”, que además de informar sobre la vida interna de las familias ofrecen “reflexiones, observaciones, descubrimientos y propuestas diversas”.
Efectivamente, hay un gran número de propuestas en Telegram, y muchas de ellas suscitan verdaderas preocupaciones. En el pasado, Durov ha tenido que plegarse a regañadientes a las imposiciones de Estados extranjeros, como en 2022, cuando Alemania le acusó de no moderar los contenidos conforme a la ley, la misma acusación que llevó a su detención en París. No hace mucho se redactó en Europa la versión final de la Digital Services Act, el reglamento de la UE sobre servicios digitales 2022/2065, al que los representantes de Telegram juran adherirse escrupulosamente, bloqueando los contenidos pirateados y no emitiendo a los europeos canales prohibidos como RT, la rama de Russkoe Televidenie, uno de los principales medios de propaganda del Kremlin. Además, la Comisión Europea ha precisado que no se ha detectado ninguna violación de estas normas por parte de Telegram.
La investigación de París se basa en la legislación francesa, y culpa a Durov de no cooperar con la policía local. Y aquí surge la pregunta que concierne a todo el mundo digital, no sólo a los destinos del jefe del ecosistema: ¿hasta qué punto es justificable el control de lo que se difunde en la red? ¿Dónde está la línea que separa la «moderación» de la censura? Si uno quiere defenderse de la ciberdelincuencia, entonces debería concederse el derecho a interferir en cualquier intercambio de contenidos, como de hecho ocurre a menudo al margen de la ley. Este es, de hecho, el deseo de Rusia, incluso más que el de Francia o Estados Unidos, hasta el punto de poder controlar los pensamientos y los movimientos del alma, y no hay nada como el mundo virtual para forzar todos los departamentos secretos de la vida interior de las personas.
Por eso, incluso en los países más democráticos cada vez se confía menos en las autoridades y sus pronunciamientos, y todo el mundo intenta labrarse un espacio en el que sentirse más o menos autónomo, como intenta proponer Telegram de forma más creíble que muchas redes sociales más extendidas. La libertad de expresión siempre ha sido un concepto ambiguo, y se está convirtiendo en un ideal aún más confuso y contradictorio. Rusia libra su guerra «contra el falso liberalismo», el demonio por el que invita a todos los ciudadanos del mundo a trasladarse al «mundo de la pureza de los valores tradicionales», pero invoca la libertad para Durov y sus herramientas tan poco tradicionales.
El arma definitiva de la guerra no es el dron de asalto ni la bomba nuclear, es la ideología que distorsiona la realidad y convierte un valor universal como la libertad del individuo en un instrumento de control del poder. Si se puede discutir hasta qué punto es lícito permitir a los ucranianos el uso de misiles occidentales hacia Rusia, o la ruptura de los lazos eclesiásticos con la ortodoxia rusa, no se puede obviar el compromiso de definir el contenido de la libertad de pensamiento, de expresión y de palabra, en internet y en cualquier lugar, considerando que en este campo no existen fronteras geográficas ni zonas de separación y no beligerancia. Todos somos rusos y franceses, todos somos protagonistas de Telegram o de cualquier otro sistema que difunda palabras e imágenes, que nos obligue a elegir y decidir en qué realidad queremos vivir.
Traducción del original en lengua italiana realizada por el director editorial de ZENIT.
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