Papa Francisco recibió en audiencia en la Sala del Consistorio de la Santa Sede a una Delegación de ministros participantes en el G7 Inclusión y Discapacidad

Papa Francisco recibió en audiencia en la Sala del Consistorio de la Santa Sede a una Delegación de ministros participantes en el G7 Inclusión y Discapacidad Foto: Vatican Media

Papa pide que se hable de personas con “capacidades diferentes”, no de discapacitadas

Palabras del Papa a la delegación de ministros participantes en la reunión del G7 sobre inclusión y discapacidad

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(ZENIT Noticias / Ciudad del Vaticano, 17.10.2024).- La mañana del jueves 17 de octubre el Papa Francisco recibió en audiencia en la Sala del Consistorio de la Santa Sede a una Delegación de ministros participantes en el G7 Inclusión y Discapacidad. Ofrecemos a continuación la traducción al castellano del discurso del Papa, trabajo de ZENIT.

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Señoras y Señores Ministros

Señoras y Señores Delegados

disculpen la hora, pero hoy había mucho que hacer. Les saludo con gratitud y estima por su compromiso con la promoción de la dignidad y los derechos de las personas con discapacidad. Una vez, hablando de las personas con discapacidad, un tipo me dijo: «Pero ten cuidado, que todos tenemos alguna, ¡eh!». Todos. Es verdad.

Esta reunión, con motivo del G7, es una muestra concreta de la voluntad de construir un mundo más justo, un mundo más inclusivo, donde cada persona, con sus capacidades, pueda vivir plenamente y contribuir al crecimiento de la sociedad. En lugar de hablar de «desigualdades», hablamos de capacidades diferentes. Pero todo el mundo tiene capacidades. Recuerdo por ejemplo un grupo que vino aquí, de una empresa, un restaurante; tanto los cocineros como los que servían el comedor, todos eran chicos y chicas con discapacidad. Pero lo hacían muy bien. Muy bien. Doy las gracias a la Honorable Alessandra Locatelli que vino aquí, Ministra de Discapacidad, por promover esta importante iniciativa. Gracias.

Ayer firmaron «La Carta de Solfagnano», el resultado de su trabajo sobre temas fundamentales como la inclusión, la accesibilidad, la vida independiente y el empoderamiento de las personas. Estos temas coinciden con la visión de la Iglesia sobre la dignidad humana. En efecto, toda persona es parte integrante de la familia universal y nadie debe ser víctima de la cultura del rechazo, nadie. Esta cultura genera prejuicios y causa daños a la sociedad.

En primer lugar, la inclusión de las personas con discapacidad debe ser reconocida como una prioridad por todos los países. No me gusta tanto esta palabra ‘discapacidad’. Me gusta la otra: «capacidades diferentes».

Desgraciadamente, en algunas naciones sigue habiendo dificultades para reconocer la igual dignidad de estas personas (cf. Carta Encíclica Hermanos Todos, 98). Hacer que el mundo sea inclusivo significa no sólo adaptar las estructuras, sino cambiar la mentalidad, para que las personas con discapacidad sean consideradas a todos los efectos participantes en la vida social. No hay verdadero desarrollo humano sin la contribución de los más vulnerables. En este sentido, la accesibilidad universal se convierte en un gran objetivo a perseguir, de modo que se eliminen todas las barreras físicas, sociales, culturales y religiosas, permitiendo a todos aprovechar sus talentos y contribuir al bien común. Y esto en todas las etapas de la existencia, desde la infancia hasta la vejez. Me duele cuando la gente vive con esa cultura de descartar a los viejos. Los ancianos son sabiduría y se les descarta como si fueran zapatos feos.

Garantizar servicios adecuados a las personas con discapacidad no es sólo una cuestión de asistencia -esa política de asistencialismo: no, no es eso-, sino de justicia y respeto a su dignidad. Todos los países, por tanto, tienen el deber de garantizar las condiciones para que cada persona se desarrolle plenamente, en comunidades inclusivas (cf. Hermanos Todos, 107).

Por eso es importante trabajar juntos para que las personas con discapacidad puedan elegir su propio camino en la vida, liberándolas de las cadenas de los prejuicios. La persona humana -recordémoslo- nunca debe ser un medio, ¡siempre un fin! Esto significa, por ejemplo, aprovechar al máximo las capacidades de cada persona, ofreciéndole oportunidades de un trabajo digno. Una forma grave de discriminación es excluir a alguien de la posibilidad de trabajar (cf. Hermanos Todos, 162). El trabajo es dignidad, es la unción de la dignidad. Si excluyes la posibilidad, se la quitas. Lo mismo puede decirse de la participación en la vida cultural y deportiva: es una ofensa a la dignidad humana.

Las nuevas tecnologías también pueden ser poderosas herramientas de inclusión y participación, si se hacen accesibles a todos. Deben orientarse hacia el bien común, al servicio de una cultura del encuentro y de la solidaridad. La tecnología debe utilizarse con prudencia, para que no cree más desigualdades, sino que se convierta en un medio para romperlas.

Por último, el tema de la inclusión debe tener en cuenta las urgencias de nuestra casa común. No podemos ignorar las emergencias humanitarias relacionadas con las crisis climáticas y los conflictos que afectan de manera desproporcionada a las personas más vulnerables, incluidas las personas con discapacidad (cf. Carta Encíclica Laudato si’, 25). Es nuestro deber garantizar que las personas con discapacidad no se queden atrás en estas situaciones, que estén protegidas, que reciban la atención adecuada. Debemos construir un sistema de prevención y respuesta de emergencia que tenga en cuenta sus necesidades específicas y garantice que nadie quede excluido de la protección y el socorro.

Señoras y señores, veo este trabajo suyo como un signo de esperanza, para un mundo que con demasiada frecuencia olvida a las personas con discapacidad o, desgraciadamente, las despide antes de nacer: ven la radiografía y … al remitente. Os animo a seguir por este camino, inspirados por la fe y la convicción de que cada persona es un don; cada persona es un don precioso para la sociedad. San Francisco de Asís, testigo de un amor sin límites por los más frágiles, nos recuerda que la verdadera riqueza se encuentra en el encuentro con los demás -esa cultura del encuentro que hay que desarrollar-, especialmente con aquellos a los que una falsa cultura de la opulencia tiende a descartar. Entre las víctimas del descarte están los abuelos -los ancianos- de la residencia de ancianos. Es algo muy malo. Hay una historia muy bonita. Cuenta que el abuelo vivía con la familia. Pero el abuelo se hizo viejo y en la mesa comía, se ensuciaba… Un día papá mandó hacer una mesa en la cocina y dijo: ‘El abuelo comerá en la cocina, así podremos invitar a gente’.

Pasa el tiempo y un día papá llega del trabajo y encuentra a su hijo de cinco años jugando con las mesas. [Le dice: «¿Qué estás haciendo?». – «Estoy haciendo una mesita» – «¿Una mesita? ¿Por qué?» – Para ti, papá. Cuando seas viejo».

Lo que hacemos con los ancianos, nuestros hijos lo harán con nosotros. No lo olvidemos. Juntos, podemos construir un mundo en el que la dignidad de cada persona sea plenamente reconocida y respetada.

Que Dios os bendiga y os acompañe siempre, a todos. Gracias.

Traducción del original en lengua italiana realizada por el director editorial de ZENIT.

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Redacción Zenit

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