(ZENIT Noticias – Caffe Storia / Roma, 25.08.2025).- Conviene ser claros desde el principio: cualquier comparación entre los resultados del papa León XIV y los del presidente estadounidense Donald Trump no solo sería despiadada —ustedes dirán para quién—, sino también impropia, por la diferencia de roles que desempeñan. Y sin embargo, al cumplirse los primeros cien días del pontificado de León XIV, resulta difícil no dejarse llevar por la sugestión de que el primer papa norteamericano ha llegado en tiempos de la gran crisis de Occidente bajo liderazgo de Estados Unidos: una crisis política, social, cultural y antropológica.
La misma época y una raíz estadounidense común han dado origen a árboles —y, por tanto, a frutos— muy distintos entre sí, confirmando la banalidad de cualquier identificación nacional simplista. Por cada estadounidense que divide, hay otro que reúne. Por cada uno que selecciona y descarta, hay otro que orienta hacia la comunión. Cien días bastan para delinear dos interpretaciones divergentes del mundo contemporáneo y, en consecuencia, también del papel de una potencia como Estados Unidos en el escenario global.
Donald Trump, el primero en superar la cuenta de tres cifras, ha dicho mucho de sí mismo en los últimos meses, y casi nunca ha sido buena señal: se ha autodefinido «pacificador», por haber «detenido seis guerras en seis meses» (con efectos poco apreciables en ninguna, por ahora); también «héroe de guerra» (junto con el primer ministro israelí Benjamin Netanyahu), sobre todo gracias a los «espectaculares» éxitos militares que se atribuye en el breve intercambio de misiles y drones entre Israel e Irán. Y en el terreno económico, el autoproclamado «CEO de América» asegura estar haciendo «grandes cosas» (también a través del sadomasoquismo de los aranceles), confirmando los riesgos de toda zona gris entre medidas económicas públicas e intereses privados. En pocas palabras: «Trump tiene razón en todo», como él mismo dice de sí.
Muy distinta es la elección de León XIV: un estilo sobrio, inclusivo, con un compromiso real a favor de una paz «desarmada y desarmante», justo cuando el mundo ha tomado la dirección contraria. También en la Iglesia, Prevost ha demostrado hasta ahora que sabe mantener unidas corrientes diversas y potencialmente divergentes. Así lo evidencia un cierto retorno a la tradición acompañado de una trayectoria personal y un estilo comunicativo cosmopolitas, como siempre ha sido el cristianismo. Una identidad fuerte y, por ello, abierta y dialogante, atenta al valor del sábado pero sobre todo al del ser humano. Sin olvidar la considerada inacción inicial, que sabe a reflexión y a espera, fruto tanto del temperamento de Prevost como del pontificado que le precedió.
En el extremo opuesto se sitúa la incesante esquizofrenia de Donald Trump. La lectura del mundo que propone el presidente de Estados Unidos es por sustracción: sustracción de paz para preservar intereses, de recursos para pagar la guerra, de vidas para provocar revanchas, de intercambios para equilibrar el déficit, de personas para dar espacio a ideologías, de comunidades en nombre de la soberanía, de credibilidad internacional en aras de una (supuesta) ventaja electoral.
La visión de León XIV, auténticamente cristiana, en cambio, no puede sino presentarse por adición: añadir compromiso social donde hay desigualdad, diálogo donde hay conflicto, ayuno donde hay sobreabundancia, raíces donde hay radicalismo, una polaridad compartida en lugar de polarización, presencia real donde hay ausencia digital (se espera una posible encíclica sobre la inteligencia artificial y otras “rerum digitalium”). Para la Iglesia, se trata de la plenitud de Dios allí donde está el vacío del hombre.
«Donde los responsables de las instituciones estatales e internacionales parecen incapaces de hacer prevalecer el derecho, la mediación y el diálogo, las comunidades religiosas y la sociedad civil deben atreverse a la profecía», reivindica León XIV en su discurso en el Meeting de Rímini. «Que no sea el rencor el que decida el futuro», había dicho ya el papa.
La larga crisis de Occidente tiene rasgos comunes, y en Estados Unidos encuentra solo su símbolo más emblemático: se les querría obtusamente impermeables, a merced de una administración sedienta de control centralizado, dispuesta a ignorar los límites del derecho nacional e internacional en nombre de la soberanía, la seguridad y el “America First”.
Un planteamiento ideológico eficaz en su trivialidad, donde el supuesto bien común se mide por parámetros de rendimiento productivo y financiero, y los medios para alcanzarlo se reducen a la fuerza impositiva y represiva. Un modelo, lamentablemente. Y eso dice mucho de nuestro tiempo. Tanto que a la receta propuesta por un estadounidense de vanguardia se prefiera, al menos por ahora, la de una América nada “great again”, no más grande, sino cada vez más empequeñecida dentro de sus viejos temores.
Traducción del original en lengua italiana realizado por el director editorial de ZENIT.
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