(ZENIT Noticias / Ciudad del Vaticano, 11.12.2025).- El centenario del Pontificio Instituto de Arqueología Cristiana le ha brindado al Papa León XIV la oportunidad de articular una visión que trasciende los límites de una disciplina académica. En una extensa carta apostólica publicada el 11 de diciembre, el Papa presenta la arqueología cristiana como un campo en el que convergen la precisión científica y la intuición espiritual, un espacio donde el registro material del cristianismo primitivo se convierte en testimonio vivo de la fe que lo moldeó.
En el centro de su reflexión reside una convicción contundente: la fe cristiana se arraiga en realidades tangibles. El Papa subraya que los orígenes del cristianismo no son abstracciones, sino encuentros concretos: gestos intercambiados, palabras pronunciadas en un idioma particular, cuerpos enterrados en tierra real. Rastrear estos vestigios, argumenta, va más allá de reconstruir el pasado; permite a los creyentes de hoy comprender la naturaleza encarnacional de la fe. Por esa razón, insiste en que, incluso en una era absorbida por la inteligencia artificial y la exploración cósmica, la paciente labor de excavar el suelo de la memoria cristiana conserva una profunda relevancia.
La interpretación que León XIV hace de la disciplina lo lleva a describir la arqueología cristiana como un diálogo entre la materia y el misterio. Las herramientas del oficio pueden ser palas, pinceles y tecnologías de la imagen, pero la disciplina también requiere lo que él llama una inteligencia humana: la capacidad de percibir no solo los objetos, sino también las mentes que los concibieron, las manos que los moldearon y la devoción que una vez los rodeó. Cada artefacto, incluso el más fragmentario, se convierte en el rastro de una oración susurrada, una comunidad reunida, una esperanza sostenida.
Desde esta perspectiva, la arqueología refleja la vida pastoral de la Iglesia. El Papa la describe como una escuela de sostenibilidad cultural, que resiste la tentación de descartar lo que parece insignificante. Nada tocado por la fe, señala, carece de significado. Cada fragmento y fresco revela algo del aliento espiritual de una época. Esa atención al detalle, sugiere, bien podría inspirar la predicación y la catequesis contemporáneas, que a menudo tienen dificultades para comunicar la concreción que buscan las generaciones más jóvenes.
La carta enfatiza repetidamente la capacidad de la arqueología para inspirar esperanza. Las tecnologías modernas, capaces de recuperar detalles microscópicos o reconstruir inscripciones dañadas, recuerdan a los académicos que incluso los materiales más olvidados pueden revelar profundidades inesperadas. Esta dinámica, sostiene el Papa, refleja la propia capacidad de la Iglesia para redescubrir la vitalidad en tiempos de crisis. En este sentido, recuerda la insistencia del Papa Francisco, en Veritatis gaudium, en que la arqueología cristiana se considere una disciplina fundamental para la formación teológica. Al esclarecer cómo el Evangelio se configuró en culturas particulares, la arqueología ayuda a los teólogos a comprender la textura histórica de la revelación.
León XIV también presenta la disciplina como una forma de caridad. La excavación y la interpretación, escribe, devuelven la dignidad a quienes se han deslizado hacia el anonimato de la historia. Los fieles olvidados de los primeros siglos —cuyos nombres solo sobreviven a través de epitafios u objetos devocionales— se convierten en parte de la narrativa continua de la Iglesia cuando su memoria sale a la luz. Aquí la arqueología se convierte en un ministerio, similar a la atención pastoral: una forma de permitir que los silencios del pasado vuelvan a hablar.
La carta del Papa destaca una segunda dimensión a menudo pasada por alto: el potencial de la arqueología para fortalecer el diálogo. Los lugares de enterramiento compartidos, las tradiciones litúrgicas similares y los martirologios convergentes entre cristianos de Oriente y Occidente constituyen, en su opinión, un patrimonio común que puede fomentar lazos más estrechos. La arqueología, afirma, se convierte en un puente entre culturas y generaciones, recordando a todas las partes que la historia cristiana nunca se ha desarrollado en un espacio aislado.
Esta visión más amplia cobra especial relevancia en el momento histórico del aniversario del Instituto. Fundada en 1925 por Pío XI durante el Jubileo de la Paz, la institución nació en medio de las tensiones e incertidumbres de la posguerra. Su centenario llega en el Jubileo de la Esperanza, un eco que León XIV interpreta como una invitación a ayudar a la humanidad a buscar nuevos horizontes en medio de los conflictos actuales. La fidelidad al espíritu fundador del Instituto, argumenta, exige apertura más que elitismo: la voluntad de compartir ampliamente la investigación, colaborar con otras instituciones e invitar a nuevos públicos a los descubrimientos de la disciplina.
En definitiva, el Papa enmarca la arqueología cristiana como un camino de renovación para la propia Iglesia. Un compromiso genuino con las antiguas raíces del cristianismo no fomenta la nostalgia, sino que inspira la creatividad. Regresar a los primeros vestigios de la fe permite a las comunidades contemporáneas discernir cómo ha actuado el Espíritu Santo a lo largo de los siglos y cómo puede estar impulsando a la Iglesia a responder hoy. Ese proceso genera lo que él llama una memoria reconciliada: la capacidad de observar la diversidad de voces dentro de la historia cristiana y reconocer una unidad más profunda.
La carta concluye con un encargo a los arqueólogos que se lee casi como una declaración de misión. Su tarea, escribe, no se limita a catalogar artefactos. Se trata de hacer visible la Palabra que se hizo carne, revelar que la salvación dejó huellas en la piedra y la tierra, asegurar que el misterio que proclaman los cristianos tenga profundidad histórica y textura humana. Al hacerlo, ofrecen a la Iglesia —y a un mundo en conflicto— un recordatorio de que la esperanza ha perdurado antes, que la fe ha sobrevivido a las crisis y que sus huellas aún hablan bajo la superficie.
En manos del Papa León XIV, la arqueología cristiana emerge no como una especialidad técnica, sino como un testimonio: una disciplina donde la fe y la erudición convergen para iluminar la historia de un Dios que eligió habitar en la historia, dejando huellas para que las generaciones futuras las encuentren.
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