(ZENIT Noticias / Jerusalén, 25.11.2025).- Si bien la comunidad internacional celebró el reciente «Plan Integral para Poner Fin al Conflicto de Gaza», respaldado por la ONU, como una victoria diplomática, la situación sobre el terreno permanece inalterada. Desde los barrios aún en ruinas de Gaza hasta las aldeas cada vez más asediadas de Cisjordania, los líderes cristianos de la región y las voces de la sociedad civil advierten que los avances políticos en el papel corren el riesgo de convertirse en gestos vacíos si la realidad cotidiana continúa deteriorándose.
El cardenal Pierbattista Pizzaballa, patriarca latino de Jerusalén, ha observado la evolución de la situación a través de ciclos de esperanza y agotamiento. Tras el respaldo del Consejo de Seguridad a la propuesta de Washington de establecer una fuerza de estabilización temporal en Gaza, describió la votación como simbólicamente poderosa, pero frágil en la práctica. La alineación internacional, señaló, importa en teoría; sin embargo, en la ciudad de Gaza y Rafah, poco ha cambiado, salvo el cese de los bombardeos constantes.
Lo que ha cambiado es simplemente la ausencia de ataques aéreos. Los camiones humanitarios llegan con mayor regularidad, pero el Patriarca advierte que la brecha entre el suministro y la necesidad sigue siendo abrumadora. Los hospitales funcionan solo en fragmentos, el invierno avanza hacia las familias que viven en tiendas de campaña, e incluso algo tan básico como el agua a menudo llega en forma de lodo. La reconstrucción no ha comenzado; antes de reconstruir, Gaza sigue exhumando cuerpos enterrados bajo los escombros.
El alto el fuego que siguió al acuerdo de intercambio de rehenes del presidente Donald Trump de octubre de 2025 atrajo la atención mundial, pero, según Pizzaballa, tanto Hamás como Israel aceptaron el acuerdo por necesidad, no por convicción. Duda que Hamás tenga la intención de renunciar a las armas y no prevé que Israel se retire completamente de la Franja. El progreso, argumenta, requerirá no solo buena voluntad, sino también coraje político y una resistencia que la población, en particular los jóvenes, lucha cada vez más por mantener.
Sin embargo, el limbo de Gaza es solo un capítulo de una historia más amplia y cada vez más grave. En toda Cisjordania, especialmente en las zonas rurales bajo pleno control israelí, se está desatando una crisis muy distinta: una campaña sostenida y agresiva de presión por parte de colonos extremistas. La violencia ha aumentado drásticamente desde finales de 2023, adoptando formas que combinan la intimidación con el sabotaje económico: arboledas quemadas, asaltos armados, viviendas vandalizadas y bloqueos de carreteras que sofocan la vida cotidiana.
La aldea cristiana de Taybeh, considerada durante mucho tiempo un símbolo de la antigua tradición religiosa de la región, ha sufrido repetidos ataques. Se han destruido edificios parroquiales, destrozado vehículos y vandalizado espacios públicos. El padre Bashar Fawadleh, su párroco, describe una atmósfera de miedo y fatiga persistentes. Los residentes han llegado a lo que él llama «el umbral de la desesperación», y muchos consideran discretamente la emigración.
En julio, líderes religiosos y diplomáticos realizaron una visita de alto perfil a Taybeh, expresando tanto su solidaridad como su alarma. Su presencia fue un recordatorio de que la población cristiana, aunque una pequeña minoría, sigue profundamente arraigada en la historia de la tierra. Pero los gestos de apoyo no pueden sustituir la protección. Los ataques continúan, a menudo durante la cosecha de aceitunas, la columna vertebral de la vida agrícola local. Por tercer año consecutivo, muchas familias no pueden acceder a sus huertos.
En otros lugares, la situación se repite. En aldeas como Aboud o en los alrededores de Ramallah y Nablus, los residentes denuncian un colapso del orden público. Ventanas rotas, cosechas destruidas, redadas nocturnas: cada incidente es lo suficientemente pequeño como para pasar desapercibido en el extranjero, pero en conjunto conforman una arquitectura cotidiana de coerción. El objetivo, según muchos palestinos, no es simplemente el acoso, sino el desplazamiento gradual.
Líderes religiosos y académicos palestinos han emitido su propia y dura evaluación. En una reciente declaración conjunta, argumentaron que la visión de la resolución de la ONU para una Junta de Paz, presidida por el presidente de Estados Unidos, representa una nueva forma de administración externa en lugar de un camino hacia la autodeterminación. Al condicionar la autonomía política palestina a «reformas» indefinidas, temen que el plan refuerce, en lugar de desmantelar, los desequilibrios de poder que se han prolongado durante décadas.
El documento señala corrientes históricas más profundas —desde la Declaración Balfour hasta la partición de la posguerra— que moldearon una realidad desigual. Si bien afirman que el apego judío a la tierra es real y antiguo, los firmantes insisten en que dicha pertenencia no puede justificar la desposesión. El camino a seguir, argumentan, no reside en la segregación perpetua, sino en imaginar una sociedad compartida basada en la igualdad de derechos.
Desde dentro de la Iglesia, Monseñor William Shomali, vicario patriarcal para Jerusalén y Palestina, describe el momento actual como uno de crisis humanitaria y asfixia política. La Zona C de Cisjordania, señala, es especialmente vulnerable: aldeas sin protección, comunidades de pastores acorraladas por la expansión de los asentamientos y jóvenes con tasas de desempleo cercanas al cincuenta por ciento. Bajo tales presiones, la emigración se convierte no en una huida, sino en un cálculo racional para la supervivencia.
Este éxodo es particularmente agudo entre los cristianos, que mantienen fuertes vínculos en el extranjero y perciben perspectivas menguantes en su país. Las comunidades de la diáspora en Chile, Estados Unidos y Australia ofrecen la estabilidad y la seguridad que parecen cada vez más inalcanzables en Tierra Santa.
La situación también ha suscitado críticas poco comunes por parte de los líderes israelíes. El primer ministro Benjamin Netanyahu convocó recientemente a altos funcionarios de seguridad para abordar el aumento de la violencia de los colonos, tras las acusaciones de lanzamiento de piedras e incendios provocados en la ciudad de Huwara. Su descripción de los perpetradores como «un puñado de extremistas» ha sido recibida con escepticismo por grupos de derechos humanos, que señalan un patrón de impunidad mucho más amplio.
Para muchos residentes, estas declaraciones son insuficientes y llegan demasiado tarde. La destrucción de un desguace en Huwara, presuntamente provocado por colonos poco después de un ataque contra vehículos palestinos que pasaban por allí, subraya una tendencia preocupante: actos que se intensifican rápidamente, se desarrollan a la vista de los soldados y dejan a los palestinos con pocos recursos. Los investigadores pueden recopilar pruebas, pero los residentes no están convencidos de que se vaya a rendir cuentas.
Ante este complejo contexto, los líderes eclesiásticos siguen insistiendo en la esperanza, no como un sentimiento ingenuo, sino como una forma de resistencia. El padre Fawadleh, en Taybeh, afirma que la oración es una fuerza capaz de transformar corazones endurecidos, pero también insta a brindar apoyo práctico: programas de empleo, proyectos de vivienda y acompañamiento internacional a las comunidades vulnerables. La esperanza, insiste, debe materializarse en estructuras que permitan a las personas permanecer en sus tierras.
Que tales estructuras surjan depende en gran medida de las potencias externas. Varios líderes locales han instado a imponer sanciones específicas a los colonos violentos y sus redes, argumentando que la presión financiera sería más eficaz que las declaraciones diplomáticas. Otros piden una mayor vigilancia internacional sobre el terreno, documentando los abusos en tiempo real.
Lo que une a estas voces —desde las clínicas desbordadas de Gaza hasta las frágiles aldeas de Cisjordania— es la sensación de que el futuro no se puede construir solo con ceses del fuego. La estabilidad requiere justicia, y la justicia exige afrontar realidades ignoradas durante mucho tiempo. Hasta entonces, la frágil calma de la región corre el riesgo de convertirse en una simple pausa entre tormentas.
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