«Siervo de María, en cuya Orden ingresó a instancias de Ella. Fue un extraordinario apóstol de la concordia, restaurador de la paz. Cristo crucificado fue el libro de su vida»
Hoy festividad de Santa María Virgen Reina se celebra la vida de este santo que procedía de la ilustre familia de los Benizi, de Florencia, donde nació el 15 de agosto de 1233. Ese día se fundó la Orden de los Servitas, un hecho providente que involucraría en su momento a Felipe. Fue hijo único, y muy deseado durante años. De su formación se ocupó un preceptor, y después cursó estudios en París y en Padua. Y aquí puede que se hubiera doctorado en medicina y filosofía a los 19 años, si bien la doble graduación académica es un dato que precisa ser corroborado. Inclinado a la vida espiritual asiduamente visitaba la iglesia de la Annunziata, regida por los servitas, ubicada en el barrio florentino de Cafaggio.
Hallándose en el templo, mientras se oficiaba la misa en la pascua de 1254 le aconteció un hecho extraordinario que supuso un giro copernicano para su vida. El texto evangélico que le movió a actuar está reflejado en los Hechos de los Apóstoles (8, 29), y pertenecía a la lectura del día. Cuando Felipe es instado por el Espíritu Santo para que evangelice al ministro de la reina de Etiopía con estas palabras: «Acércate y camina junto a su carro». Benizi las acogió como suyas. Vio en ellas un signo de la Providencia que le llamaba por ese camino, lo cual fue corroborado cuando más tarde, orando en sus aposentos, tuvo un éxtasis. En él se veía transitando por un sendero farragoso y suplicó ayuda. Nuevamente escuchó la voz de la Virgen que iba al frente de un carro repitiendo las mismas palabras oídas en el templo, mientras le mostraba el hábito de los servitas. Un religioso que debía cerrar el recinto interrumpió el celeste instante justo cuando Felipe se disponía a dar cumplida respuesta a María. Se marchó algo incomodado por el hecho y estando en su casa volvió a escuchar la misma proposición de la Virgen. Estaba claro que la Madre le ampararía dentro de la Orden. Así que al día siguiente narró el hecho al prior de la comunidad ingresando en el convento de Cafaggio.
Fue recibido por Bonaldi, uno de los siete fundadores de la Orden, aunque buscando sosiego hubo de partir a Monte Senario. Allí se curtió en la oración y en las mortificaciones. Le agradaba la austeridad que llevaba siendo lego, trabajando en labores humildes, pero fue trasladado a Siena. Un día, el hermano que viajaba con él constató el rigor y altura de los argumentos que esgrimió para defender los dogmas, en una discusión entablada con unos dominicos. Quedó tan deslumbrado, especialmente porque la comunidad ignoraba la excepcional formación que poseía, que a pesar de sus reiteradas peticiones para que fuera absolutamente discreto, el religioso lo comunicó a los superiores. Éstos determinaron que la sabiduría de Benizi, unida a su modestia y piedad, era apta para otras misiones. Y en 1259, aunque hubiera preferido seguir una vida de anonimato, fue ordenado sacerdote. Luego sería maestro de novicios, definidor general, y general, aunque siempre tendió a querer ser eximido de estas responsabilidades que únicamente aceptó por obediencia. Siendo general reformó los estatutos de la Orden, y trabajó incansablemente por la conversión de todos.
Tenía una gran visión que era enriquecida por la gracia, de otro modo no habría vaticinado, como hizo, la santidad de personas que conocía, tanto las que pertenecían a la Orden como otras foráneas. En 1269 estuvo a punto de ser elegido pontífice, sucesor de Clemente IV, pero movido por su sentimiento de indignidad, huyó y buscó refugio en una oquedad del monte Amiata. Allí entendió que debía difundir el amor a María. Volvió a reaparecer cuando se hizo pública la elección de Gregorio X.
Después de viajar a Francia y Alemania en visita apostólica, regresó a Italia en 1272. Participó en el Concilio de Lyon con intervenciones memorables. A fuerza de insistente oración y fe libró a la fundación de la supresión que se cernía sobre ella junto a otras órdenes mendicantes. Inocencio V, tras el Concilio de Lyon de 1274 del que había emanado la indicación, comunicó al santo en 1276 la abolición de los servitas. Benizi tuvo la luz oportuna para enfocar la situación ante la Santa Sede de un modo que no peligrara su carisma inicial. Y lo logró. Se trasladó a Roma, pero Inocencio V falleció. Fue Juan XXI quien mantuvo la Orden con sus pilares primitivos.
El santo tuvo un papel esencial en la pacificación de varios estados italianos que se hallaban enemistados. Y con esta misión conciliadora viajó a Alemania a petición de Nicolás III. En 1283 fue maltratado en Forli con insultos y golpes como respuesta a una predicación en la que defendió la moral frente a la depravación. Con su virtud arrebató el arrepentimiento y conversión de su ofensor Peregrino Laziosi, que luego sería ejemplar religioso servita. Su ayuda fue decisiva para que santa Juliana Falconieri pudiera fundar la Tercera Orden de las Siervas de María que impulsó por distintos puntos de Europa.
Felipe abrió en Todi una casa para mujeres arrepentidas de su mala vida. Dos de ellas, que se hallaban entre las primeras acogidas, anteriormente habían querido tentarle, y él las convirtió. Incansable en su apostolado y en la confirmación de la fe de sus hermanos, como no podía ir a pie porque su salud estaba ya muy debilitada, viajaba en un borriquito que le proporcionaron. La Orden tenía diez mil religiosos cuando sintió que llegaba su última hora. Se refugió en Todi, musitando ante el altar de María: «Este será para siempre el lugar de mi reposo». Tenía un pequeño crucifijo, recuerdo de sus padres, que tomó en sus manos, diciendo: «Este es mi libro. Aquí es donde he aprendido el camino del cielo». Abrazado a la cruz, sintiendo la presencia de María, murió el 22 de agosto de 1285. Clemente X lo canonizó el 12 de abril de 1671.