No cabe duda de que es en las distancias cortas cuando se conoce mejor a las personas. Viene esto a cuento porque he tenido la gracia de conocer a don Antonio Dorado Soto, obispo emérito de Málaga, España (fallecido este martes de forma casi inesperada), a quien no me cansé de reiterarle mi afecto y gratitud en todos los momentos –y fueron muchos–, en los que tuve ocasión, por vías distintas. La última vez el pasado mes de enero cuando no quiso despedirse de mí telefónicamente, al saber que partía a un nuevo destino, insistiendo en que teníamos que vernos. Entonces, como hiciera una hermosa mañana de septiembre de 2003 cuando nos conocimos, me sentí amada en Cristo con esa paternal ternura que únicamente destila un hombre de Dios. Era tan cercano y afable, tan sencillo y humano, tan abierto y comprensivo, tan disponible y servicial, mostraba tanto interés y preocupación por lo que a cada uno le concernía, que atraía a las personas a Dios. ¿Se precisa algo más para ser un buen pastor? Porque además, don Antonio, no hay ni qué dudarlo, era un gran apóstol, soñador, entusiasta, que acogía humildemente cualquier proyecto en el que vislumbrase un bien para los demás. Así se hizo eco de la experiencia de discernimiento vocacional “Monte Horeb”, que implantó en la diócesis malacitana, e impulsó la de SICAR dirigida a las niñas, entre tantos otras acciones apostólicas y pastorales.
Pero no soy quién para trazar aquí la minuciosa trayectoria de este bondadoso prelado, que es bien conocida, y de la que a lo largo del día de hoy, la magnífica web de la diócesis de Málaga está recordando. Quién desee recabar completa información al respecto, no tiene más que recurrir a ella. Simplemente reflejar lo que tantos hemos tenido ocasión de constatar estos años en los que estuvo al frente de la diócesis, y los que han seguido después como obispo emérito. Lo hemos visto entregado hasta el final, como siempre, sin dejar de atender la misa y confesión que los domingos le llevaban a estar en el confesionario hasta la hora del almuerzo. Y la gente le buscaba, y mostraba abiertamente su cariño cuando se encontraba con él. Fue un hombre querido por el pueblo. Sabría que no siempre pudo haber quienes compartieran sus puntos de vista, o fuesen afines a él; no se puede contentar a todos. Pero quien tiene paz en su corazón, porque es fiel a su vocación y principios, y él lo era, prosigue su peregrinación en la tierra con la alegría en el semblante. Don Antonio tuvo también esta gracia del buen humor, que se reflejaba en su mirada y en una amplia sonrisa con la que siempre acogía a todo el que se acercaba a él mientras le tendía la mano. Era una delicia convivir con él.
Cuando alguien deja este mundo hasta quienes desaprueban su trayectoria se afanan en destacar los matices positivos de su personalidad. Siempre me ha parecido penoso este gesto común que se esboza como simple respeto al finado, porque se ha perdido la oportunidad de haber reparado en la grandeza que hubo mientras se hallaba en la tierra. Debería ser entonces cuando no se ahorraran esfuerzos para entender con prismas nuevos, que son los de Dios, todos los porqués que pueden no comprenderse inicialmente. Porque la mirada desde el corazón del Padre da una perspectiva única que no proporciona el juicio racional, por muy riguroso que se pretenda, que brota de la escuálida visión humana. Quién se acerca a un ser humano sin prejuicio alguno, constata que se halla ante alguien que es único e irrepetible.
Mi deuda personal con don Antonio Dorado es inmensa, simplemente porque con su vida siempre me mostró la autenticidad, la belleza de un vínculo asentado en Cristo, que implícitamente conlleva el amor a la Iglesia, al Santo Padre, la búsqueda incesante de la virtud, y eso lo transmitía en sus conversaciones constantemente. La misericordia, la piedad, la comprensión… También el rigor, cuando convenía. Nadie somos perfectos, pero la aceptación de la propia debilidad que se transmite humildemente es enternecedora. Cuando nos vimos a finales de enero pasado, en el transcurso de una larga conversación, me dijo que lo que quería era ser santo. Y estas palabras en boca de un hombre de 83 años, casi recién cumplidos, como me recordó en ese momento, una persona de trato delicadísimo, que a esas alturas de su vida podía decir que la había entregado a Cristo, son verdaderamente conmovedoras. Era la voz de un hombre cuyo corazón seguía latiendo al compás del amor a la Santísima Trinidad y a María, porque don Antonio era eminentemente mariano.
Ha sido un don, un regalo para la Iglesia, y dejó su impronta apostólica en distintos lugares, especialmente en Cádiz y en Málaga, donde fue obispo, y siempre fue y será querido. En esta última ciudad será sepultado mañana. Y allí, en su catedral, donde yacerán sus restos, en la bellísima capital de la Costa del Sol, entre las gentes que tanto le quisieron, este hombre menudo y de tanta grandeza, conciliador y dador de paz, seguirá alumbrando nuestras vidas porque todo lo que se ama continúa existiendo en lo más recóndito del corazón. Un abrazo entrañable, querido don Antonio, que ya recibirá en el cielo, en nombre de las misioneras identes de Málaga, a quienes usted abrió camino en eso diócesis. Y eso jamás lo olvidaremos. Descanse en paz.