La Conferencia del Episcopado Mexicano (CEM) ha invitado a todos los fieles a orar ininterrumpidamente y trabajar para «construir una nación en la que se valore la vida, dignidad y derechos de cada persona».
En un comunicado titulado «¡Oremos y trabajemos por la paz!», los obispos reconocen que México «está en crisis», porque «la inequidad, la injusticia, la corrupción, la impunidad, las complicidades y la indiferencia nos han sumido en la violencia, el temor y la desesperación».
Ante esta situación, los prelados aseguran que «muchísimos mexicanos nos hemos manifestado de distintas maneras para demandar justicia y paz» y recuerdan que la auténtica paz «se funda en la verdad, la justicia, el amor y la libertad».
Para hacer posible la paz verdadera, la CEM sugiere que «el 12 de diciembre, fiesta de Nuestra Señora de Guadalupe, unidos al Papa Francisco, pidamos la intercesión de la Madre de Dios por la conversión de todos los mexicanos, particularmente la de quienes provocan sufrimiento y muerte».
Además, «que del 30 de noviembre, Primer Domingo de Adviento, al 12 de diciembre, fiesta de Nuestra Señora de Guadalupe, nos unamos en un “docenario” (doce días) de oración por la paz».
Y también «que ese mismo día, 12 de diciembre, conscientes de que la Guadalupana camina con nosotros diciéndonos como a san Juan Diego: “No se turbe tu corazón… ¿No estoy yo aquí, que soy tu Madre?”, nos consagremos a Ella, a nivel personal, familiar o comunitario, ofreciéndole orar a su Hijo Jesús por la paz de manera permanente».
Por último, los obispos proponen: «¡Sumémonos a los esfuerzos para atender a las víctimas de la violencia! ¡Participemos en los procesos de justicia, reconciliación y búsqueda de paz! ¡Privilegiemos el diálogo constructivo! ¡Trabajemos juntos en favor de un auténtico Estado de Derecho! ¡Formémonos en valores! ¡Ayudemos a los más vulnerables! ¡Reconstruyamos el tejido social!».
Desde hace poco más de dos meses, medio mundo está pendiente de México. La desaparición de los 43 estudiantes de Iguala después de una manifestación no sólo ha atraído el foco mediático, sino que ha dado lugar a una búsqueda en la que, a falta de indicios sobre el paradero de los alumnos, han salido a la luz numerosas fosas clandestinas con decenas de cadáveres.
Así, esta lamentable situación ha sacado a la luz la extremada violencia que los grupos organizados ejercen en todo el territorio mexicano y también los vínculos entre los cárteles y las autoridades públicas.
El caso de Iguala, con su venenosa combinación de impunidad y corrupción, ha puesto en alerta a todas las instancias. La Iglesia, los empresarios, los líderes de opinión y los intelectuales han alzado la voz por la creciente oscuridad que se cierne sobre el panorama mexicano.
Las mayores y más profundas turbulencias proceden de la calle, donde las protestas no dejan de sucederse. Carreteras cortadas, sedes de partidos vandalizadas, edificios oficiales quemados y hasta aeropuertos tomados por la fuerza han dibujado en las últimas semanas un preocupante cuadro de tensión, donde grupos radicales que habían permanecido adormecidos están cobrando fuerza, sobre todo, en los estados de Guerrero, Oaxaca y Michoacán.
Pero la ola de violencia y desorden social no se detiene en el empobrecido sur. Ni tampoco en los límites de la tragedia de los normalistas desaparecidos. Según los expertos, no se trata sólo del malestar de unos estudiantes y profesores más o menos radicalizados, ni siquiera de la cólera de unos padres defraudados por la investigación policial.
Es una crisis en la que inciden muchos factores. Ciertamente, la revelación de los detalles del asesinato ha causado un shock nacional. Pero también México se ha reencontrado inesperadamente con su pasado.
Todo esto ha provocado una indignación difusa que recoge una acumulación de agravios, desde el hartazgo frente a la corrupción hasta el desencanto de muchos votantes que deseaban que el Partido Revolucionario Institucional (PRI) supiera controlar la hemorragia de la violencia.