Monseñor Felipe Arizmendi Esquivel, obispo emérito de San Cristóbal de Las Casas, y responsable de la Doctrina de la Fe en la Conferencia del Episcopado Mexicano, reflexiona este miércoles, 12 de agosto de 2020, sobre la vuelta a la “normalidad” de la que se habla mucho en estos días.
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Para salir de los efectos de la pandemia por el COVID-19, se habla mucho de volver a la “normalidad”; pero ésta se entiende de diversas formas. Para algunos, es volver a su vida de antes, a lo que acostumbraban hacer antes de esta situación de contagio, como ir de compras a los grandes centros comerciales, sin que tengan verdadera necesidad de adquirir algo nuevo; sienten que, si no compran, no viven, no valen. O ir a alguna parte de vacaciones, a restaurantes, al cine o al teatro, al bar, a una piscina, o a cualquier otra parte, no porque sea algo esencial, sino porque eso es lo que acostumbran hacer. Para otros, en cambio, la normalidad es algo vital y definitivo, como salir a trabajar, ir a la escuela y a la universidad, vender algo, como una artesanía, unos tamales, unas flores, o tener un puesto en la vía pública para vender comida, etc.; si no lo hacen, no tienen para comer.
La pandemia, para muchos, ha sido sólo un peligro, un riesgo de contagio, encerramiento en casa y aburrirse por no poder hacer lo de siempre, pero no una oportunidad de cambiar estilos de vida, de mejorar en algo nuestras costumbres. Cuando pase lo más álgido, quedará el recuerdo, pero quizá nada habremos aprendido, no seremos mejores personas.
PENSAR
El Papa Francisco, en su encíclica Laudato si, publicada el 24 de mayo de 2015, nos dice algo que, aunque no fue pensado para esta pandemia, nos sirve mucho para la nueva normalidad a la que deberíamos educarnos. Se aplica más a sociedades ricas, pero vale para todos. Dice:
“La espiritualidad cristiana propone un modo alternativo de entender la calidad de vida y alienta un estilo de vida profético y contemplativo, capaz de gozar profundamente sin obsesionarse por el consumo… La constante acumulación de posibilidades para consumir distrae el corazón e impide valorar cada cosa y cada momento… La espiritualidad cristiana propone un crecimiento con sobriedad y una capacidad de gozar con poco. Es un retorno a la simplicidad que nos permite detenernos a valorar lo pequeño, agradecer las posibilidades que ofrece la vida sin apegarnos a lo que tenemos ni entristecernos por lo que no poseemos. Esto supone evitar la dinámica del dominio y de la mera acumulación de placeres” (222).
“La sobriedad que se vive con libertad y conciencia es liberadora. No es menos vida, no es una baja intensidad sino todo lo contrario. En realidad, quienes disfrutan más y viven mejor cada momento son los que dejan de picotear aquí y allá, buscando siempre lo que no tienen, y experimentan lo que es valorar cada persona y cada cosa, aprenden a tomar contacto y saben gozar con lo más simple. Así son capaces de disminuir las necesidades insatisfechas y reducen el cansancio y la obsesión. Se puede necesitar poco y vivir mucho, sobre todo cuando se es capaz de desarrollar otros placeres y se encuentra satisfacción en los encuentros fraternos, en el servicio, en el despliegue de los carismas, en la música y el arte, en el contacto con la naturaleza, en la oración. La felicidad requiere saber limitar algunas necesidades que nos atontan, quedando así disponibles para las múltiples posibilidades que ofrece la vida” (223).
“La sobriedad y la humildad no han gozado de una valoración positiva en el último siglo… No es fácil desarrollar esta sana humildad y una feliz sobriedad si nos volvemos autónomos, si excluimos de nuestra vida a Dios y nuestro yo ocupa su lugar, si creemos que es nuestra propia subjetividad la que determina lo que está bien o lo que está mal” (224).
“Ninguna persona puede madurar en una feliz sobriedad si no está en paz consigo mismo… La naturaleza está llena de palabras de amor, pero ¿cómo podremos escucharlas en medio del ruido constante, de la distracción permanente y ansiosa, o del culto a la apariencia? Muchas personas experimentan un profundo desequilibrio que las mueve a hacer las cosas a toda velocidad para sentirse ocupadas, en una prisa constante que a su vez las lleva a atropellar todo lo que tienen a su alrededor” (225).
“Jesús nos enseñaba esta actitud cuando nos invitaba a mirar los lirios del campo y las aves del cielo, o cuando, ante la presencia de un hombre inquieto, ‘detuvo en él su mirada, y lo amó’ (Mc 10,21). Él así nos mostró un camino para superar la ansiedad enfermiza que nos vuelve superficiales, agresivos y consumistas desenfrenados” (226).
“Una expresión de esta actitud es detenerse a dar gracias a Dios antes y después de las comidas. Propongo a los creyentes que retomen este valioso hábito y lo vivan con profundidad” (227).
“Hace falta volver a sentir que nos necesitamos unos a otros, que tenemos una responsabilidad por los demás y por el mundo, que vale la pena ser buenos y honestos. Ya hemos tenido mucho tiempo de degradación moral, burlándonos de la ética, de la bondad, de la fe, de la honestidad, y llegó la hora de advertir que esa alegre superficialidad nos ha servido de poco” (229).
ACTUAR
Revisa tu vida, para ver qué aprendes de esta pandemia. Que no te obsesione tener más y más cosas, disfrutar sin freno, alimentar la superficialidad y la vana apariencia. Goza una comida sencilla, convive serenamente con tu familia, platica con tus amistades, contempla la naturaleza y regálate un tiempo para estar a solas con Dios. Disfrutarás una nueva normalidad, un retorno a la simplicidad. Inténtalo y verás los resultados.