El primer encuentro de Pentecostés del papa Francisco con los movimientos eclesiales ha dado la motivación para un congreso preparatorio en el Ateneo Pontificio Regina Apostolorum (APRA), de Roma, iniciado ayer.
“La primavera de la Iglesia y la acción del espíritu” es el tema de dos días dedicados a un encuentro de testimonio por parte de representantes, en su mayoría laicos, de realidades como Regnum Christi, los Focolares, la Renovación en el Espíritu, el Camino Neocatecumenal, o la Comunidad de San Egidio.
En la primera parte del evento, introducida por el rector del APRA, padre Pedro Barrajón LC, intervinieron monseñor Joseph Clemens, secretario del Pontificio Consejo para los Laicos; el padre Gianfranco Ghirlanda, rector emérito de la Universidad Pontificia Lateranense; y monseñor Ricardo Blázquez, arzobispo de Valladolid.
Monseñor Clemens presentó especialmente el pensamiento del cardenal Joseph Ratzinger, del que fue secretario. Ya en 1998, con motivo del primer encuentro de Pentecostés de los Movimientos, Ratzinger había saludado esta realidad como una “esperanza para la Iglesia universal”.
Los movimientos, había afirmado el futuro papa, surgen espontáneamente sin haya un verdadero proyecto humano: por esto son verdaderos “dones del Espíritu Santo”, además de “expresiones de la juventud de la Iglesia”, y “protagonistas de la misión, del empeño social y de las vocaciones sacerdotales y religiosas”.
En el libro-entrevista “Informe sobre la fe”, realizado con Vittorio Messori en 1985, el cardenal Ratzinger había saludado la realidad de los movimientos como una de las herencias más luminosas de un Concilio Vaticano II no exento de sombras.
En 1999, Ratzinger habló de la “pérdida de entusiasmo” y de la “burocratización” como dos amenazas mortales para la Iglesia de hoy, capaces solo de elevar barreras dentro de la misma Iglesia, allí donde los movimientos eran expresión en positivo de la “variedad” y, por tanto, de la “catolicidad” de la Iglesia.
En este sentido, los movimientos favorecen la unidad de la Iglesia, sin por ello aplanarse en la uniformidad. Estos son también generadores de una “plena integral catolicidad”, que se manifiesta en una “fe fresca y entusiasta”, en una “alegría que contagia”.
Viviendo la realidad de un movimiento, añadió monseñor Clemens, el cristiano aprende a vencer los propios egoísmos y a cultivar una fe auténtica que lo sostenga en todos los aspectos de la vida, incluida la acción social.
Siguió la ponencia del padre Gianfranco Ghirlanda SJ, que se detuvo sobre todo en la naturaleza estructural y también jurídica de los movimientos, dentro de los cuales pueden convivir personas con vocaciones diversas, ya sea al sacerdocio, la vida consagrada, o la laical y matrimonial.
En los movimientos, el elemento común a cada miembro es el carisma y, en cierto sentido, la “consagración” a aquél carisma, si bien a los miembros laicos no se les pide un cambio en el estilo de vida.
El padre Ghirlanda advirtió sobre dos degeneraciones a evitar: la pretensión de que un movimiento se presente en modo exclusivo como depositario auténtico de la verdad de la Iglesia o que, cuando surja en una parroquia, se desarrolle “al margen de la parroquia y no al servicio de la misma”.
Monseñor Ricardo Blázquez contó la experiencia en su propia diócesis, en contacto con el Camino Neocatecumenal. “Debemos recuperar la alegría de creer para testimoniar al Señor con la fe y las obras”, dijo el prelado, subrayando que, en una sociedad fuertemente secularizada, es importante empezar de nuevo desde la “iniciación cristiana”.
Aunque no existen carismas perfectos, añadió, los movimientos como el Camino Neocatecumenal, presentan “signos de autenticidad” y son la justa respuesta a la llamada de la Nueva Evangelización.
“Entre persona y comunidad –explicó Blázquez- se instaura una relación vital para transmitir la fe”. Otro paso importante es el de aprender a percibir la Iglesia no ya como una “realidad exterior” sino “interior”.
La fe es tanto personal como eclesial y, si un cristiano permanece solo, “está destinado al naufragio”. Otros elementos imprescindibles son “el reconocimiento y el perdón de los pecados”, la “obediencia” a los superiores, la “esperanza en la vida eterna”.
El mensaje cristiano, concluyó, no debe ser transmitido “con orgullo” sino con “franqueza, confianza y humildad”.