(ZENIT Noticias / Ciudad del Vaticano, 25.08.2023).- El Aula Pablo VI de la Ciudad del Vaticano fue el lugar donde el Papa Francisco acogió a un numeroso grupo de peregrinos llegados a Roma con unas religiosas como impulsoras: las Discípulas de Jesús Eucaristía. A ellas y a los participantes en una peregrinación, en ocasión del centenario de su fundación, el Papa les dirigió un encomiable discurso que ofrecemos a continuación en lengua española.
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Saludo a la Superiora general, al Consejo, a todas vosotras, consagradas y laicas asociadas al Instituto de las Discípulas de Jesús Eucaristía. Me alegra encontrarme con vosotras en el centenario de la fundación de la Congregación, que tuvo lugar el 4 de octubre de 1923 por obra del venerable obispo Raffaello Delle Nocche y de dos jóvenes valientes y generosas, Linda Machina y Silvia Di Somma.
El Espíritu Santo inspiró su acción a través de la llamada concreta y apremiante de una Iglesia local: la de Tricarico, en el corazón de Lucania. Una Iglesia de piedras vivas y dolientes, probada por siglos de miseria, privada durante mucho tiempo de Pastor y marcada, como gran parte de Europa y del mundo en aquellos años, por las cicatrices de la Primera Guerra Mundial y de una pandemia devastadora: la «gripe española», como se la llamaba. El Espíritu envió a aquella tierra a un obispo enamorado de Dios y del pueblo, con una sólida vida interior y una gran sensibilidad ante las necesidades de la gente.
Y cuando, ante las muchas necesidades encontradas en su diócesis, Mons. Delle Nocche no encontró ninguna congregación religiosa masculina o femenina dispuesta a ir a trabajar allí, no se desanimó: aceptando la invitación del Papa Pío XI, fundó él mismo un nuevo instituto que pudiera ayudarle en su servicio a los pobres.
Así nacieron las Hermanas Discípulas de Jesús Eucaristía, pobres servidoras de un pueblo pobre, solidarias al compartir sus penurias y proféticas al promover su redención humana y religiosa. En el centro de sus vidas estaba la Eucaristía: «Sacramento de amor, signo de unidad, vínculo de caridad» (Sacrosanctum Concilium, 47), como nos enseña el Concilio Vaticano II.
Amor, unidad y caridad. ¿Qué significa esto? Adorar, servir y reparar, es decir, llenar de ternura. No olvidemos que la ternura es uno de los rasgos de Dios: el estilo de Dios es la cercanía, la compasión y la ternura. No lo olvidemos. Llenemos de ternura las heridas y los vacíos producidos por el pecado en el hombre y en la sociedad, comenzando por arrodillarnos ante Jesús en la Hostia consagrada, y permaneciendo allí largo rato, como recomendaba hacer el buen obispo, incluso cuando parece que no sentimos nada, en un abandono tranquilo y confiado, porque «Magister adest», «el Maestro está allí» (Jn 11, 28), para repetir una expresión particularmente querida por él.
Según los criterios del mundo, esta estrategia de acción parecía absurda: ante las inmensas necesidades y casi sin recursos disponibles, ¿qué sentido podía tener decir a las hermanas que se pusieran de rodillas para «adorar y reparar»? Sin embargo, como siempre, ¡el camino de la fe y del ofrecimiento de sí mismo funcionó!
En efecto, la oración de aquellas mujeres valientes generó una fuerza contagiosa, que pronto las llevó a emprender y promover obras de redención material, cultural y espiritual muy por encima de todas las expectativas. Despertaron la fe y el compromiso de familias y comunidades parroquiales, fundaron escuelas de diversos tipos y niveles, reavivaron la devoción y el sentido de la propia dignidad en tantas personas, hombres y mujeres, jóvenes, adultos y ancianos, demasiado a menudo y durante demasiado tiempo oprimidos por condiciones de vida inhumanas y por el desprecio y la indiferencia del mundo circundante, que no veía en ellos más que desechos de la sociedad. Lo mismo sucede hoy: ¡cuántas veces hay personas que son consideradas como desechos de la sociedad! Y por eso el Señor sigue llamándoles, para que vayan allí, como los primeros. Desataron una «guerra» distinta: la de la pobreza, la de la injusticia; y difundieron una epidemia distinta: la del amor. Contra la Primera Guerra Mundial, una guerra distinta contra la pobreza y la injusticia; contra la epidemia -la «española»-, la epidemia del amor. Este ha sido vuestro camino.
Queridas hermanas, de todo ello sois testigos y herederas, pero también continuadoras, con vuestra presencia en los cinco continentes, con los Centros Eucarísticos, las escuelas, las misiones y todos los servicios que lleváis a cabo. Aún hoy no faltan los desafíos. Por eso, partiendo de estar ante Jesús Eucaristía, el Pan partido y el Maestro que lava los pies a los discípulos (cf. Jn 13,3-15), aprendéis también vosotros a mirar a vuestros hermanos y hermanas a través de la lupa de la Hostia consagrada. La Eucaristía, «punto focal, cegador e iluminador» (S. Pablo VI, Audiencia general, 31 de mayo de 1972) de toda visión cristiana del hombre y del mundo, os impulsa a preocuparos, como hicieron monseñor Delle Nocche y las jóvenes Linda y Silvia, especialmente por los miembros más pobres, despreciados y marginados del Cuerpo de Cristo; os anima a promover caminos de inclusión y de redención de la dignidad de las personas en las obras que se os confían.
Mons. Rafael pidió a las Pías Discípulas que fueran vasa Domini, es decir, «cálices y patenas» en los que la humilde ofrenda de los pobres pudiera ser recibida y presentada a Dios. Me parece una bella imagen de vuestra misión: despojaros de vosotras mismas, tener «la bolsa siempre vacía», como repetía a menudo vuestro fundador, para ser «vasijas» abiertas y espaciosas, dispuestas a acoger a todos y a llevar a todos en el corazón ante Dios, para que cada uno a su vez pueda hacer don de su vida.
Sed así, hermanas: vasa Domini, «vasijas acogedoras», arrodilladas ante el Sagrario y con los brazos siempre abiertos hacia vuestros hermanos y hermanas. Que la Virgen os guíe siempre en este camino, y que mi bendición os acompañe. Y, por favor, no olvidéis rezar por mí. Gracias.
Traducción del original en lengua italiana realizada por el director editorial de ZENIT.